Lunes 12 jun (RV).- La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha establecido que para
que un país pueda satisfacer sus necesidades transfusionales el número de unidades
de sangre que colecta debe corresponder al 2% de su población y de ellos el 50% deben
provenir de donantes voluntarios no remunerados. Para recordar en todo el mundo la
necesidad de las donaciones de sangre voluntarias, este organismo de Naciones Unidas
estableció que el 14 de junio se celebrara en todo el mundo el Día Internacional de
la Donación de Sangre.
La invitación a donar sangre se ha realizado también
desde la Iglesia, el pasado año, durante la celebración de la Jornada Mundial de los
Donantes de Sangre, el cardenal Javier Lozano Barragán apremiaba en una Homilía a
todos los fieles a donar, porque “la sangre nunca basta”. El propio purpurado reconoció
la dificultad que muchas veces conlleva el tomar la decisión de donar la propia sangre,
de ahí que pidiera al Espíritu Santo “su luz para entender mejor esta Jornada”.
El
propio Cristo dio a sus discípulos un mandato explícito: "Curad a los enfermos". Éste
es el llamamiento a cumplir, y cómo cada uno como persona individual puede llevar
a cabo esta cura sino está preparado para ejercer de médico, os preguntaréis. La respuesta
la tenéis en esta jornada que hoy estamos recordando, gracias a la donación de la
propia sangre, gracias al cariño, la ayuda y la paciencia, son estas las claves a
cumplir.
El cardenal Lozano Barragán enumeró en la cita del pasado año algunos
de los motivos por lo que donar la propia sangre; en primer lugar, puede haber motivos
filantrópicos: compasión hacia los enfermos, una solidaridad natural, enfermedades
urgentes, etc. Son motivos válidos, pero, con frecuencia, especialmente para los creyentes
en Cristo, se encuentran en la periferia de la existencia y ellos mismos son también
un interrogante más, que requiere una respuesta profunda. Esta respuesta, de algún
modo, ya se percibe en lo que se experimenta al donar la propia sangre, pero no siempre
se puede expresar como se quisiera.
“Vivimos en un mundo de símbolos”, decía
el purpurado, acciones prácticas que, mientras se explican, esconden al mismo tiempo
su riqueza. La donación de sangre que hacemos se inserta dentro de este mundo simbólico:
es un signo de nuestra solidaridad, nuestra compasión, nuestra responsabilidad, nuestra
entrega a los demás, y oculta el misterio profundo de la existencia, sobre el que
balbucimos algo gracias a la Eucaristía; nos sumergimos en el océano inmenso de Cristo
redentor. Y nuestra donación de sangre hace que la salud física se pueda comunicar
a tantos hermanos nuestros; pero nuestra acción trasciende también la salud temporal
y se extiende más allá de sus confines, hasta penetrar en el fondo mismo del misterio.
Así, nuestra donación de sangre se convierte en un himno a la vida,
en un himno de victoria y resurrección, en una participación que prolonga la entrega
de la sangre de Cristo y desmiente la más seductora mentira de la cultura de la muerte,
que presenta como únicos vencedores en la vida a los que proclaman como valores supremos
el egoísmo y el encerrarse en sí mismos, arrastrados por los impulsos de poder, placer
y tener, por el afán de dominio. La donación de sangre se encuentra exactamente en
el punto opuesto de esta cultura de muerte. Más aún, para los cristianos significa
donarse a sí mismos a Dios y a los demás, incluso hasta la muerte: estos son los verdaderos
vencedores; en este camino de auténtica solidaridad, y sólo así, se realiza la única
victoria posible, la victoria deslumbrante de la resurrección.
Con
las palabras de la homilía del cardenal Lozano Barragán les dejamos que reflexionen
sobre el profundo significado de la jornada dedicada a la donación de sangre que hoy
hemos querido celebrar con ustedes.