2006-04-14 22:35:29

Vía Crucis: ante la Cruz no podemos ser sólo espectadores, ni ser neutrales ante el sufrimiento de niños abandonados y víctimas de abusos, la soberbia de los ricos que no ven a Lázaro ante su puerta y la miseria de los que sufren hambre y sed


Viernes, 14 abr (RV).- En sus palabras después del Vía Crucis en el Coliseo de Roma - tras haber «acompañado a Jesús» en las catorce estaciones - Benedicto XVI reiteró anoche que la Cruz del Señor abraza al mundo, atravesando los Continentes y los tiempos, reflejando todos los sufrimientos de la humanidad de hoy e invitándonos a la valentía del Amor. Camino de la Misericordia que pone fin a todo mal, como aprendimos del Papa Juan Pablo II.

Allí en el Coliseo de la Ciudad Eterna - «donde tantos sufrieron por Cristo»... y donde «el Señor mismo sufrió de nuevo en tantos», destacando que el Vía Crucis no es algo del pasado y de un determinado lugar de la Tierra, el Santo Padre hizo hincapié en que ante la Cruz del Señor no podemos ser sólo espectadores. No podemos permanecer neutrales, como intentó ser Pilatos – el «intelectual escéptico» - y que, precisamente por ello, «tomó posición contra la justicia, por el conformismo de su carrera». «No podemos permanecer neutrales, estamos todos implicados, debemos buscar nuestro lugar»: «Debemos buscar nuestro lugar. En el espejo de la Cruz hemos visto todos los sufrimientos de la humanidad de hoy. En la Cruz de Cristo hoy hemos visto el sufrimiento de los niños abandonados y de los menores víctimas de abusos; las amenazas contra la familia; la división del mundo en la soberbia de los ricos que no ven a Lázaro ante su puerta y la miseria de tantos que sufren hambre y sed».

Pero ante la Cruz de Cristo, ante el sufrimiento, vemos también las estaciones de la consolación: «Hemos visto a la Madre, cuya bondad permanece fiel hasta la muerte y más allá de la muerte. Hemos visto a la mujer valiente que está ante el Señor y no tiene miedo de mostrar su solidaridad hacia el Señor que sufre. Hemos visto a Simón el Cireneo, un africano, que lleva con Jesús la Cruz ».

Y viendo que no terminan los sufrimientos vemos también que no acaban las estaciones de consolación, enfatizó asimismo Benedicto XVI, recordando luego que hemos visto que por el camino de la Cruz, Pablo encontró su fe y encendió la luz del amor. San Agustín encontró su senda, san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, san Maximiliano Kolbe, la Madre Teresa de Calcuta... Con estos «grandes valientes» estamos invitados a encontrar nuestra posición, tomando el camino «con Jesús y por Jesús, el camino de la bondad, de la verdad, la valentía del amor»: «Así hemos entendido que el Vía Crucis no es simplemente una colección de las cosas oscuras y tristes del mundo. Tampoco es un moralismo a fin de cuentas ineficiente. No es un grito de protesta que no cambia nada, sino que el Vía Crucis es el camino de la Misericordia y de la Misericordia que pone el límite al mal: así aprendimos del Papa Juan Pablo II. Es el camino de la misericordia y, por ello, es el camino de la salvación. Así, estamos invitados a emprender el camino de la misericordia y a poner con Jesús el límite al mal».

El Papa finalizó sus palabras invitando a rezarle al Señor para que «nos ayude a quedar ‘contagiados’ por su Misericordia. A la Santa Madre de Jesús, la Madre de la Misericordia, para que también nosotros podamos ser hombres y mujeres de la misericordia y contribuir así a la salvación del mundo y la salvación de las criaturas, para ser hombres y mujeres de Dios».

En el Coliseo, la noche de Viernes Santo, durante la piadosa práctica del Vía Crucis presidido por el Santo Padre y a través de las 14 estaciones se ha pedido por este mundo en el que se apaga el amor y se convierte en un lugar frío, inhóspito, inhabitable, en el que millones de personas mueren ante la indiferencia general, en el que se agrede a la familia. Un mundo dividido en dos salas: en una se derrocha en otra se perece; en una se muere de abundancia y en la otra se muere de indigencia; en una se tiene miedo a la obesidad y en la otra se implora la caridad.

La primera estación se ha centrado en la condena a muerte de Jesús, “la crónica de todos los días” y ante la que nos preguntamos: ¿Por qué Dios calla? “Nuestro tormento es el silencio de Dios, es nuestra prueba. Pero es también la purificación de nuestra prisa, es la cura de nuestro deseo de venganza. El silencio de Dios es la tierra donde muere nuestro orgullo y brota la verdadera fe, la fe humilde, la fe que no hace preguntas a Dios, sino que se entrega a él con la confianza de un niño”.

La oración de los fieles ha pedido ayuda al Señor para “no convertirnos jamás en verdugos de los hermanos indefensos”, a “tomar posturas valientes para defender a los débiles”, a “rechazar el agua de Pilato porque no limpia las manos, sino que las mancha de sangre inocente”.

La meditación de la quinta estación ha recordado a Cristo esperándonos en el camino, en el rellano, en el hospital, en la cárcel... en las periferias de las ciudades y se ha rezado para que rompa las cadenas que nos impiden correr hacia los demás, porque “el bienestar nos está deshumanizando... y la publicidad monótona de esta sociedad es una invitación a morir en el egoísmo”. También se ha recordado a las miles de “personas sin rostro hoy, las personas que se ven desplazadas al margen de la vida, en el exilio del abandono, en la indiferencia que mata a los indiferentes”.

La dolorosa pasión de Dios que constituye la agresión a la familia ha dado paso a la meditación sobre el llanto de las “madres de crucificados, madres de asesinos, madres de drogadictos, madres de terroristas, madres de violadores, madres de dementes: ¡...pero siempre madres!”. Un llanto que debe rebosar en amor que educa, en fortaleza que guía, en severidad que corrige, en diálogo que construye, en presencia que habla. El llanto ha de impedir otros llantos... el gemido silencioso de tantas madres heridas por los hijos: ¡heridas hasta morir..., siguiendo vivas!

La décima estación se ha detenido en el cuerpo humillado de Cristo que se convierte en denuncia de todas las humillaciones del cuerpo humano. Un cuerpo que hoy se vende y se compra frecuentemente en las calles de las ciudades, por las calles de la televisión, en las casas convertidas en calle. Todo ello en medio de un silencio general que se ha ido imponiendo ladinamente, difundiéndose además la convicción de que la pureza es enemiga del amor.

Pero no todo es negatividad, la duodécima estación, meditando sobre la muerte de Jesús en la Cruz, se ha subrayado el desbordante amor que renueva la humanidad, porque “de la cruz nace la vida nueva de Saulo, de la cruz nace la conversión de Agustín, de la cruz nace la pobreza feliz de Francisco de Asís, de la cruz nace la bondad expansiva de Vicente de Paúl,
de la cruz nace el heroísmo de Maximiliano Kolbe, de la cruz nace la maravillosa caridad de Madre Teresa de Calcuta, de la cruz nace la valentía de Juan Pablo II, de la cruz nace la revolución del amor: por eso la cruz no es la muerte de Dios, sino el nacimiento de su Amor en el mundo”.

La última estación ha sido la de la similitud entre la vida y un “largo y melancólico sábado santo”. “Todo parece haber terminado, se diría que triunfa el malvado, que el mal es más fuerte que el bien. Pero la fe nos hace ver a lo lejos, nos hace vislumbrar la luz de un nuevo día más allá de este día. La fe nos garantiza que la última palabra la tiene Dios: solamente Dios.
La fe es verdaderamente una lamparilla, pero es la única que ilumina la noche del mundo: su llama humilde se funde con las primeras luces del día: el día de Cristo Resucitado. La historia, pues, no termina en el sepulcro, sino que brota en el sepulcro: así lo prometió Jesús, así fue, y así será”.







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