Vía Crucis: ante la Cruz no podemos ser sólo espectadores, ni ser neutrales ante el
sufrimiento de niños abandonados y víctimas de abusos, la soberbia de los ricos que
no ven a Lázaro ante su puerta y la miseria de los que sufren hambre y sed
Viernes, 14 abr (RV).- En sus palabras después del Vía Crucis en el Coliseo de Roma
- tras haber «acompañado a Jesús» en las catorce estaciones - Benedicto XVI reiteró
anoche que la Cruz del Señor abraza al mundo, atravesando los Continentes y los tiempos,
reflejando todos los sufrimientos de la humanidad de hoy e invitándonos a la valentía
del Amor. Camino de la Misericordia que pone fin a todo mal, como aprendimos del Papa
Juan Pablo II.
Allí en el Coliseo de la Ciudad Eterna - «donde tantos sufrieron
por Cristo»... y donde «el Señor mismo sufrió de nuevo en tantos», destacando que
el Vía Crucis no es algo del pasado y de un determinado lugar de la Tierra, el Santo
Padre hizo hincapié en que ante la Cruz del Señor no podemos ser sólo espectadores.
No podemos permanecer neutrales, como intentó ser Pilatos – el «intelectual escéptico»
- y que, precisamente por ello, «tomó posición contra la justicia, por el conformismo
de su carrera». «No podemos permanecer neutrales, estamos todos implicados, debemos
buscar nuestro lugar»: «Debemos buscar nuestro lugar. En el espejo de la Cruz hemos
visto todos los sufrimientos de la humanidad de hoy. En la Cruz de Cristo hoy hemos
visto el sufrimiento de los niños abandonados y de los menores víctimas de abusos;
las amenazas contra la familia; la división del mundo en la soberbia de los ricos
que no ven a Lázaro ante su puerta y la miseria de tantos que sufren hambre y sed».
Pero ante la Cruz de Cristo, ante el sufrimiento, vemos también las estaciones
de la consolación: «Hemos visto a la Madre, cuya bondad permanece fiel hasta la muerte
y más allá de la muerte. Hemos visto a la mujer valiente que está ante el Señor y
no tiene miedo de mostrar su solidaridad hacia el Señor que sufre. Hemos visto a Simón
el Cireneo, un africano, que lleva con Jesús la Cruz ».
Y viendo que no terminan
los sufrimientos vemos también que no acaban las estaciones de consolación, enfatizó
asimismo Benedicto XVI, recordando luego que hemos visto que por el camino de la Cruz,
Pablo encontró su fe y encendió la luz del amor. San Agustín encontró su senda, san
Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, san Maximiliano Kolbe, la Madre Teresa de
Calcuta... Con estos «grandes valientes» estamos invitados a encontrar nuestra posición,
tomando el camino «con Jesús y por Jesús, el camino de la bondad, de la verdad, la
valentía del amor»: «Así hemos entendido que el Vía Crucis no es simplemente una
colección de las cosas oscuras y tristes del mundo. Tampoco es un moralismo a fin
de cuentas ineficiente. No es un grito de protesta que no cambia nada, sino que el
Vía Crucis es el camino de la Misericordia y de la Misericordia que pone el límite
al mal: así aprendimos del Papa Juan Pablo II. Es el camino de la misericordia y,
por ello, es el camino de la salvación. Así, estamos invitados a emprender el camino
de la misericordia y a poner con Jesús el límite al mal».
El Papa finalizó
sus palabras invitando a rezarle al Señor para que «nos ayude a quedar ‘contagiados’
por su Misericordia. A la Santa Madre de Jesús, la Madre de la Misericordia, para
que también nosotros podamos ser hombres y mujeres de la misericordia y contribuir
así a la salvación del mundo y la salvación de las criaturas, para ser hombres y mujeres
de Dios».
En el Coliseo, la noche de Viernes Santo, durante la piadosa práctica
del Vía Crucis presidido por el Santo Padre y a través de las 14 estaciones se ha
pedido por este mundo en el que se apaga el amor y se convierte en un lugar frío,
inhóspito, inhabitable, en el que millones de personas mueren ante la indiferencia
general, en el que se agrede a la familia. Un mundo dividido en dos salas: en una
se derrocha en otra se perece; en una se muere de abundancia y en la otra se muere
de indigencia; en una se tiene miedo a la obesidad y en la otra se implora la caridad.
La
primera estación se ha centrado en la condena a muerte de Jesús, “la crónica de todos
los días” y ante la que nos preguntamos: ¿Por qué Dios calla? “Nuestro tormento es
el silencio de Dios, es nuestra prueba. Pero es también la purificación de nuestra
prisa, es la cura de nuestro deseo de venganza. El silencio de Dios es la tierra donde
muere nuestro orgullo y brota la verdadera fe, la fe humilde, la fe que no hace preguntas
a Dios, sino que se entrega a él con la confianza de un niño”.
La oración de
los fieles ha pedido ayuda al Señor para “no convertirnos jamás en verdugos de los
hermanos indefensos”, a “tomar posturas valientes para defender a los débiles”, a
“rechazar el agua de Pilato porque no limpia las manos, sino que las mancha de sangre
inocente”.
La meditación de la quinta estación ha recordado a Cristo esperándonos
en el camino, en el rellano, en el hospital, en la cárcel... en las periferias de
las ciudades y se ha rezado para que rompa las cadenas que nos impiden correr hacia
los demás, porque “el bienestar nos está deshumanizando... y la publicidad monótona
de esta sociedad es una invitación a morir en el egoísmo”. También se ha recordado
a las miles de “personas sin rostro hoy, las personas que se ven desplazadas al margen
de la vida, en el exilio del abandono, en la indiferencia que mata a los indiferentes”.
La
dolorosa pasión de Dios que constituye la agresión a la familia ha dado paso a la
meditación sobre el llanto de las “madres de crucificados, madres de asesinos, madres
de drogadictos, madres de terroristas, madres de violadores, madres de dementes: ¡...pero
siempre madres!”. Un llanto que debe rebosar en amor que educa, en fortaleza que guía,
en severidad que corrige, en diálogo que construye, en presencia que habla. El llanto
ha de impedir otros llantos... el gemido silencioso de tantas madres heridas por los
hijos: ¡heridas hasta morir..., siguiendo vivas!
La décima estación se ha detenido
en el cuerpo humillado de Cristo que se convierte en denuncia de todas las humillaciones
del cuerpo humano. Un cuerpo que hoy se vende y se compra frecuentemente en las calles
de las ciudades, por las calles de la televisión, en las casas convertidas en calle.
Todo ello en medio de un silencio general que se ha ido imponiendo ladinamente, difundiéndose
además la convicción de que la pureza es enemiga del amor.
Pero no todo es
negatividad, la duodécima estación, meditando sobre la muerte de Jesús en la Cruz,
se ha subrayado el desbordante amor que renueva la humanidad, porque “de la cruz nace
la vida nueva de Saulo, de la cruz nace la conversión de Agustín, de la cruz nace
la pobreza feliz de Francisco de Asís, de la cruz nace la bondad expansiva de Vicente
de Paúl, de la cruz nace el heroísmo de Maximiliano Kolbe, de la cruz nace la maravillosa
caridad de Madre Teresa de Calcuta, de la cruz nace la valentía de Juan Pablo II,
de la cruz nace la revolución del amor: por eso la cruz no es la muerte de Dios, sino
el nacimiento de su Amor en el mundo”.
La última estación ha sido la de la
similitud entre la vida y un “largo y melancólico sábado santo”. “Todo parece haber
terminado, se diría que triunfa el malvado, que el mal es más fuerte que el bien.
Pero la fe nos hace ver a lo lejos, nos hace vislumbrar la luz de un nuevo día más
allá de este día. La fe nos garantiza que la última palabra la tiene Dios: solamente
Dios. La fe es verdaderamente una lamparilla, pero es la única que ilumina la
noche del mundo: su llama humilde se funde con las primeras luces del día: el día
de Cristo Resucitado. La historia, pues, no termina en el sepulcro, sino que brota
en el sepulcro: así lo prometió Jesús, así fue, y así será”.