La traición de Judas se repite hoy: Cristo sigue siendo vendido a editores y libreros
por miles de millones de dólares, en un mundo en el que la ficción supera a la realidad
porque es más rentable
Viernes, 14 abr (RV).- El predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa
ha acusado esta tarde duramente a millones de personas en el mundo “inducidas por
hábiles retocadores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazaret nunca fue, en
realidad, crucificado”. En la celebración de la Pasión del Señor, presidida por Benedicto
XVI esta tarde en la Basílica de San Pedro, el padre Cantalamessa, en su predicación
del Viernes Santo, ha denunciado cómo la traición de Judas se repite también hoy cuando
“Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por treinta denarios,
sino a editores y libreros por miles de millones de dólares...”
El predicador
de la Casa Pontificia ha manifestado en este sentido que “nadie conseguirá frenar
esta ola especulativa que, es más, registrará una crecida con la inminente salida
de cierta película; pero habiéndome ocupado durante años de Historia de los Orígenes
Cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un equívoco descomunal que
está en el fondo de toda esta literatura pseudohistórica”.
Una densísima predicación
del padre Cantalamessa, en la que han tenido lugar pensadores insignes de la historia,
filósofos, escritores, como Raymon Brown, que denunció la penosa percepción existente
en la naturaleza humana que cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más
sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que suscita.
“Personas
que jamás se molestarían en leer un análisis serio de las tradiciones históricas sobre
la pasión, muerte y resurrección de Jesús, -ha subrayado el predicador de la Casa
Pontificia- son fascinadas por cada nueva teoría según la cual Él no fue crucificado
y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María
Magdalena hacia La India... [o hacia Francia, según la versión más actualizada]… Estas
teorías demuestran que cuando se trata de la Pasión de Jesús, a pesar de la máxima
popular, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más
rentable» [2].
El padre capuchino ha analizado también el Evangelio de Judas,
del que se ha hablado mucho estos días para rebatir que “si Jesús ordena Él mismo
al apóstol que le traicione es porque, muriendo, el espíritu divino que está en Él
podrá finalmente liberarse de la implicación de la carne y volver a subir al cielo.
El matrimonio orientado a los nacimientos hay que evitarlo (encratismo); la mujer
se salvará sólo si el «principio femenino» (thelus) personificado por ella se transforma
en el principio masculino, esto es, si deja de ser mujer. ¡Lo cómico es que actualmente
hay quien cree ver en estos escritos la exaltación del principio femenino, de la sexualidad,
del pleno y desinhibido goce de este mundo material, en polémica con la Iglesia oficial
que, con su maniqueísmo, siempre habría conculcado todo ello! El mismo equívoco que
se observa a propósito de la doctrina de la reencarnación. Presente en las religiones
orientales como un castigo debido a culpas precedentes y como aquello a lo que se
anhela poner fin con todas las fuerzas, aquella es acogida en occidente como una maravillosa
posibilidad de volver a vivir y a gozar indefinidamente de este mundo.
Millones
de personas burdamente manipuladas por los medios de comunicación “Son asuntos
que no merecerían tratarse en este lugar y en este día, pero no podemos permitir que
el silencio de los creyentes sea tomado por vergüenza y que la buena fe (¿o la necedad?)
de millones de personas sea burdamente manipulada por los medios de comunicación sin
levantar un grito de protesta en nombre no sólo de la fe, sino también del sentido
común y de la sana razón”.
Para Cantalamessa este ha sido el momento de volver
a oír la advertencia de Dante Alighieri: «Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo, y no penséis que os lave cualquier agua...
¡Sed hombres, y no ovejas insensatas!».
Antes de centrarse en el mejor modo
de reflexionar en el misterio del Viernes Santo, el predicador ha calificado todas
estas versione de la vida de Jesús como “fantasías, que tienen todas una explicación
común: estamos en la era de los medios de comunicación, y a los medios más que la
verdad les interesa la novedad”.
A continuación el predicador ha abordado la
Carta Encíclica de Benedicto XVI: “Dios es amor”, para explicar que “si todas las
Biblias del mundo fueran destruidas por alguna catástrofe o furor iconoclasta y quedara
sólo una copia, y también ésta estuviera tan dañada que sólo quedara una página entera,
e igualmente esta página estuviera tan estropeada que sólo se pudiera leer una línea:
si tal línea es la de la Primera Carta de Juan, donde está escrito: «¡Dios es amor!»,
toda la Biblia se habría salvado, porque todo el contenido está ahí”.
Para
el padre capuchino « el amor de Dios: está ahí, al alcance de la mano, capaz de iluminar
y caldear todo en nuestra vida, pero pasamos la existencia en la oscuridad y el frío.
Es el único motivo verdadero de tristeza de la vida”.
“La encíclica «Deus
caritas est» indica un nuevo modo de hacer apología de la fe cristiana, tal vez el
único posible hoy y ciertamente el más eficaz. No contrapone los valores sobrenaturales
a los naturales, el amor divino al amor humano, el eros al agapé, sino que muestra
su armonía originaria, que siempre hay que redescubrir y sanar a causa del pecado
y de la fragilidad humana”.
“Existen tres órdenes de grandeza, ha recordado
el padre Cantalamessa citando a Pascal en un célebre pensamiento. El primero es el
orden material o de los cuerpos: en él sobresale quien tiene muchos bienes, quien
está dotado de fuerza atlética o de belleza física. Es un valor que no hay que despreciar,
pero el más bajo. Por encima de él está el orden del genio y de la inteligencia, en
el que se distinguen los pensadores, los inventores, los científicos, los artistas,
los poetas. Éste es un orden de calidad diferente. Al genio no le añade ni le quita
nada ser rico o pobre, guapo o feo. Éste del genio es un valor ciertamente más elevado
que el precedente, pero no aún el supremo. Por encima de él existe otro orden de grandeza,
y es el orden del amor, de la bondad (Pascal lo llama el orden de la santidad y de
la gracia). Una gota de santidad --decía Gounod-- vale más que un océano de genio.
Al santo no le añade ni le quita nada ser guapo o feo, docto o iletrado. Su grandeza
es de un orden distinto”. Y el cristianismo pertenece a este tercer nivel.
Retomando
la Encíclica del Papa, el predicador de la Casa Pontificia ha subrayado que “el eros
de Dios para con el hombre es a la vez el ágape. No sólo porque se da del todo gratuitamente,
sin ningún mérito anterior, sino porque es amor que perdona”. Un amor tan grande que
da la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos: he aquí el sentido de
la frase de Jesús. Los hombres pueden ser, o dárselas de enemigos de Dios; Dios nunca
podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres
(y sobre las madres).
La frase de Jesús muriendo: “Padre, perdónales, porque
no saben lo que hacen”, refleja precisamente la imperiosa necesidad que tenemos hoy
de misericordia y capacidad de perdón para no resbalar cada vez más en el abismo de
una violencia globalizada. “Tener misericordia –ha dicho Cantalamessa- significa apiadarse
en el corazón respecto al propio enemigo, comprender de qué pasta estamos hechos todos
y por lo tanto perdonar... Un común destino de muerte se cierne sobre todos. ¡La humanidad
está envuelta por tanta oscuridad e inclinada bajo tanto sufrimiento que deberíamos
también tener un poco de compasión y de solidaridad los unos con los otros!”
El
amor, centro absoluto de esta predicación de Viernes Santo del padre Cantalamessa
engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo.
No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor
tiende a la eternidad»
Y en este contexto el padre capuchino ha explicado cómo
“en nuestra sociedad se cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué relación puede
haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio; qué necesidad de «vincularse»
tiene el amor, que es todo impulso y espontaneidad. Así, son cada vez más numerosos
quienes rechazan la institución del matrimonio y optan por el llamado amor libre o
la simple convivencia de hecho. Sólo si se descubre la relación profunda y vital que
hay entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente
a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «atarse» a amar para
siempre y no tener miedo a hacer del amor un «deber»”.
«Sólo cuando existe
el deber de amar –ha recordado el predicador citando al filósofo que, después de Platón,
ha escrito las cosas más bellas sobre el amor, Kierkegaard--, sólo entonces el amor
está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en
feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación».
El sentido de estas palabras es que la persona que ama, cuanto más intensamente ama,
más percibe con angustia el peligro que corre su amor. Peligro que no viene de otros,
sino de ella misma. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse
y no amar más, o cambiar el objeto de su amor. Y ya que, ahora que está en la luz
del amor, ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he aquí que
se previene «atándose» a amar con el vínculo del deber y anclando, de este modo, a
la eternidad su acto de amor, el cual se sitúa en el tiempo.
También ha tenido
espacio en esta predicación la Odisea de Homero para explicar el porqué humano y existencial
del matrimonio indisoluble y en un plano diferente, de los votos religiosos: “Ulises
deseaba volver a ver su patria y a su esposa, pero tenía que atravesar el lugar de
las sirenas que fascinan a los navegantes con su canto y les llevan a estrellarse
contra las rocas. ¿Qué hizo? Se hizo atar al mástil de la nave, después de haber tapado
con cera los oídos a sus compañeros. Al llegar a tal lugar, hechizado gritaba para
que le desataran y poder alcanzar a las sirenas, pero sus compañeros no podían oírle,
y así pudo volver a ver su patria y volver a abrazar a su esposa e hijo. Es un mito,
pero ayuda a entender el porqué, también humano y existencial, del matrimonio «indisoluble»
y, en un plano diferente, de los votos religiosos”.
“Estas consideraciones,
ha finalizado el predicador, no bastarán para modificar la cultura presente que exalta
la libertad de cambiar y la espontaneidad del momento, la práctica del «usar y tirar»
aplicada también al amor. Pero que por lo menos sirvan, estas consideraciones, para
confirmar la bondad y la belleza de la propia elección a aquellos que han decidido
vivir el amor entre el hombre y la mujer según el proyecto de Dios y sirvan para animar
a muchos jóvenes a hacer la misma opción”.
Texto completo
de la Predicación del Viernes Santo
«DIOS DEMUESTRA SU AMOR POR
NOSOTROS»
Predicación del Viernes Santo 2006 en la Basílica de San Pedro del
Predicador de la Casa Pontificia P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
1.
«¡Sed, cristianos, más firmes al moveros!»
«Vendrá un tiempo en que los hombres
no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se
harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos
de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4,3-4)
Esta palabra de la Escritura
--sobre todo la alusión al prurito de oír cosas nuevas-- se está realizando de modo
nuevo e impresionante en nuestros días. Mientras nosotros celebramos aquí el recuerdo
de la Pasión y Muerte del Salvador, millones de personas son inducidas por hábiles
retocadores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazaret nunca fue, en realidad,
crucificado.
«Existe una percepción penosa en la naturaleza humana --escribía
hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión, Raymond Brown: cuanto
más fantástico es el escenario imaginado, más sensacional es la propaganda que recibe
y más fuerte el interés que suscita. Personas que jamás se molestarían en leer un
análisis serio de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección
de Jesús, son fascinadas por cada nueva teoría según la cual Él no fue crucificado
y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María
Magdalena hacia La India... [o hacia Francia, según la versión más actualizada]… Estas
teorías demuestran que cuando se trata de la Pasión de Jesús, a pesar de la máxima
popular, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más
rentable» [2].
Se habla mucho de la traición de Judas, y no se percibe que
se está repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por
treinta denarios, sino a editores y libreros por miles de millones de denarios...
Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa que, es más, registrará una crecida
con la inminente salida de cierta película; pero habiéndome ocupado durante años de
Historia de los Orígenes Cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un
equívoco descomunal que está en el fondo de toda esta literatura pseudohistórica.
El error garrafal consiste en el hecho de que se utilizan estos escritos para
hacerles decir exactamente lo contrario de lo que pretendían. Estos forman parte de
la literatura gnóstica del siglo II y III. La visión gnóstica --una mezcla de dualismo
platónico y de doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas-- sostiene que el
mundo material es una ilusión, obra del Dios del Antiguo Testamento, que es un dios
malo, o al menos inferior; Cristo no murió en la cruz porque jamás había asumido,
más que en apariencia, un cuerpo humano, siendo éste indigno de Dios (docetismo).
Si Jesús, según el Evangelio de Judas, del que se ha hablado mucho estos días,
ordena Él mismo al apóstol que le traicione es porque, muriendo, el espíritu divino
que está en Él podrá finalmente liberarse de la implicación de la carne y volver a
subir al cielo. El matrimonio orientado a los nacimientos hay que evitarlo (encratismo);
la mujer se salvará sólo si el «principio femenino» (thelus) personificado por ella
se transforma en el principio masculino, esto es, si deja de ser mujer [3].
¡Lo
cómico es que actualmente hay quien cree ver en estos escritos la exaltación del principio
femenino, de la sexualidad, del pleno y desinhibido goce de este mundo material, en
polémica con la Iglesia oficial que, con su maniqueísmo, siempre habría conculcado
todo ello! El mismo equívoco que se observa a propósito de la doctrina de la reencarnación.
Presente en las religiones orientales como un castigo debido a culpas precedentes
y como aquello a lo que se anhela poner fin con todas las fuerzas, aquella es acogida
en occidente como una maravillosa posibilidad de volver a vivir y a gozar indefinidamente
de este mundo.
Son asuntos que no merecerían tratarse en este lugar y en
este día, pero no podemos permitir que el silencio de los creyentes sea tomado por
vergüenza y que la buena fe (¿o la necedad?) de millones de personas sea burdamente
manipulada por los medios de comunicación sin levantar un grito de protesta en nombre
no sólo de la fe, sino también del sentido común y de la sana razón. Es el momento,
creo, de volver a oír la advertencia de Dante Alighieri:
«Sed, cristianos,
más firmes al moveros: no seáis como pluma a cualquier soplo, y no penséis
que os lave cualquier agua.
Tenéis el antiguo y nuevo Testamento, y el
pastor de la Iglesia que os conduce; y esto es bastante ya para salvaros…
¡Sed
hombres, y no ovejas insensatas!». [4]
2. ¡La Pasión ha precedido a la Encarnación!
Pero
dejemos de lado estas fantasías, que tienen todas una explicación común: estamos en
la era de los medios de comunicación, y a los medios más que la verdad les interesa
la novedad. Concentrémonos en el misterio que estamos celebrando. El mejor modo de
reflexionar, este año, en el misterio del Viernes Santo sería releer por entero la
primera parte de la Encíclica del Papa «Deus caritas est». Al no poder hacerlo aquí,
desearía al menos comentar algunos pasajes suyos que se refieren más directamente
al misterio de este día. Leemos en la encíclica:
«Poner la mirada en el costado
traspasado de Cristo, del que habla Juan, ayuda a comprender lo que ha sido el punto
de partida de esta Carta encíclica: “Dios es amor”. Es allí, en la cruz, donde puede
contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor.
Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar»
[5].
Sí, ¡Dios es amor! Si todas las Biblias del mundo, se ha dicho, fueran
destruidas por alguna catástrofe o furor iconoclasta y quedara sólo una copia, y también
ésta estuviera tan dañada que sólo quedara una página entera, e igualmente esta página
estuviera tan estropeada que sólo se pudiera leer una línea: si tal línea es la de
la Primera Carta de Juan, donde está escrito: «¡Dios es amor!», toda la Biblia se
habría salvado, porque todo el contenido está ahí.
El amor de Dios es luz,
es felicidad, es plenitud de vida. Es el torrente que Ezequiel vio salir del templo
y que, donde llega, sana y suscita vida; es el agua que sacia toda sed prometida a
la samaritana. Jesús también nos repite a nosotros, como a ella: «¡Si conocieras el
don de Dios!». Viví mi infancia en una casa de campo a pocos metros de un tendido
eléctrico de alta tensión, pero nosotros vivíamos a oscuras o a la luz de las velas.
Entre nosotros y el tendido estaba el ferrocarril, y, con la guerra en marcha, nadie
pensaba en superar el pequeño obstáculo. Así ocurre con el amor de Dios: está ahí,
al alcance de la mano, capaz de iluminar y caldear todo en nuestra vida, pero pasamos
la existencia en la oscuridad y el frío. Es el único motivo verdadero de tristeza
de la vida.
Dios es amor, y la cruz de Cristo es la prueba suprema de ello,
la demostración histórica. Hay dos modos de manifestar el propio amor hacia alguien,
decía un autor del oriente bizantino, Nicolás Cabasilas. El primero consiste en hacer
el bien a la persona amada, en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido,
consiste en sufrir por ella. Dios nos amó en el primer modo, o sea, con amor de generosidad,
en la creación, cuando nos llenó de dones, dentro y fuera de nosotros; nos amó con
amor de sufrimiento en la redención, cuanto inventó su propio anonadamiento, sufriendo
por nosotros los más terribles padecimientos, a fin de convencernos de su amor [6].
Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ya la verdad de que «Dios es amor».
3. Tres órdenes de grandeza
La encíclica «Deus caritas est» indica
un nuevo modo de hacer apología de la fe cristiana, tal vez el único posible hoy y
ciertamente el más eficaz. No contrapone los valores sobrenaturales a los naturales,
el amor divino al amor humano, el eros al agapé, sino que muestra su armonía originaria,
que siempre hay que redescubrir y sanar a causa del pecado y de la fragilidad humana.
«El eros --escribe el Papa-- quiere remontarnos “en éxtasis” hacia lo divino, llevarnos
más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de
ascesis, renuncia, purificación y recuperación» [8]. El Evangelio está, sí, en competencia
con los ideales humanos, pero en el sentido literal de que acude a su realización:
los sana, los eleva, los protege. No excluye el eros de la vida, sino el veneno del
egoísmo del eros.
Existen tres órdenes de grandeza, dijo Pascal en un célebre
pensamiento [9]. El primero es el orden material o de los cuerpos: en él sobresale
quien tiene muchos bienes, quien está dotado de fuerza atlética o de belleza física.
Es un valor que no hay que despreciar, pero el más bajo. Por encima de él está el
orden del genio y de la inteligencia, en el que se distinguen los pensadores, los
inventores, los científicos, los artistas, los poetas. Éste es un orden de calidad
diferente. Al genio no le añade ni le quita nada ser rico o pobre, guapo o feo.
Éste
del genio es un valor ciertamente más elevado que el precedente, pero no aún el supremo.
Por encima de él existe otro orden de grandeza, y es el orden del amor, de la bondad
(Pascal lo llama el orden de la santidad y de la gracia). Una gota de santidad --decía
Gounod-- vale más que un océano de genio. Al santo no le añade ni le quita nada ser
guapo o feo, docto o iletrado. Su grandeza es de un orden distinto.
El cristianismo
pertenece a este tercer nivel. En la novela Quo vadis, un pagano pregunta al apóstol
Pedro, recién llegado a Roma: «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; vuestra
religión, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro le responde: ¡el amor! [10]. El amor es lo más
frágil que existe en el mundo; se le representa, y lo es, como un niño. Se le puede
dar muerte con muy poco, como --lo hemos contemplado con horror en Italia en las pasadas
semanas-- se puede hacer con un niño. Sabemos por experiencia en qué se convierten
el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor y la bondad...
4.
Amor que perdona
«El eros de Dios para con el hombre --prosigue la encíclica--,
es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito
anterior, sino también porque es amor que perdona» (n.10).
También esta cualidad
resplandece en el grado máximo en el misterio de la cruz. «Nadie tiene mayor amor
que el que da su vida por sus amigos», había dicho Jesús en el cenáculo (Jn 15,13).
Se desearía exclamar: Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por
los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino por tus enemigos!
Pablo dice que a duras penas se encuentra quién esté dispuesto a morir por un justo,
pero se encuentra. «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la
prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió
por nosotros»; «Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5,6-8).
Sin
embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos»
en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos
que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26,50) no porque Judas le amara,
¡sino porque Él le amaba! No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos,
considerándoles amigos: he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden
ser, o dárselas de enemigos de Dios; Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la
terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).
Debemos
reflexionar en qué modo, concretamente, el amor de Cristo en la cruz puede ayudar
al hombre de hoy a encontrar, como dice la encíclica, «la orientación de su vivir
y de su amar». Aquél es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere
destruir al enemigo, sino en todo caso la enemistad (Ef 2,16). Jeremías, el más cercano
entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios diciendo: «Vea yo tu venganza
contra ellos» (Jr 11,20); Jesús muere diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen» (Lc 23,34).
Es precisamente de esta misericordia y capacidad
de perdón de lo que tenemos necesidad hoy, para no resbalar cada vez más en el abismo
de una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses: «Revestíos, pues,
como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas [literalmente] de misericordia,
de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos
mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos
también vosotros» (Col 3,12-13)
Tener misericordia significa apiadarse (misereor)
en el corazón (cordis) respecto al propio enemigo, comprender de qué pasta estamos
hechos todos y por lo tanto perdonar. Cuánta verdad en el verso de nuestro Pascoli:
«¡Hombres, tened paz! Que en la prona tierra grande es el misterio» [11]. Un común
destino de muerte se cierne sobre todos. ¡La humanidad está envuelta por tanta oscuridad
e inclinada («prona») bajo tanto sufrimiento que deberíamos también tener un poco
de compasión y de solidaridad los unos con los otros!
5. El deber de amar
Hay
otra enseñanza que nos viene del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo. El
amor de Dios por el hombre es fiel y eterno: «Con amor eterno te he amado», dice Dios
al hombre en los profetas (Jr, 31,3), y también: «En mi lealtad no fallaré» (Sal 89,34).
Dios se ha ligado a amar para siempre, se ha privado de la libertad de volver atrás.
Es éste el sentido profundo de la alianza que en Cristo se ha transformado en «nueva
y eterna».
En la encíclica papal leemos: «El desarrollo del amor hacia sus
más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo,
y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —“sólo esta persona”—,
y en el sentido del “para siempre”. El amor engloba la existencia entera y en todas
sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto
que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad» [12].
En
nuestra sociedad se cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué relación puede haber
entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio; qué necesidad de «vincularse»
tiene el amor, que es todo impulso y espontaneidad. Así, son cada vez más numerosos
quienes rechazan la institución del matrimonio y optan por el llamado amor libre o
la simple convivencia de hecho. Sólo si se descubre la relación profunda y vital que
hay entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente
a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «atarse» a amar para
siempre y no tener miedo a hacer del amor un «deber».
«Sólo cuando existe
el deber de amar --apuntó el filósofo que, después de Platón, ha escrito las cosas
más bellas sobre el amor, Kierkegaard--, sólo entonces el amor está garantizado para
siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia;
asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación» [13]. El sentido
de estas palabras es que la persona que ama, cuanto más intensamente ama, más percibe
con angustia el peligro que corre su amor. Peligro que no viene de otros, sino de
ella misma. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar
más, o cambiar el objeto de su amor. Y ya que, ahora que está en la luz del amor,
ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he aquí que se previene
«atándose» a amar con el vínculo del deber y anclando, de este modo, a la eternidad
su acto de amor, el cual se sitúa en el tiempo.
Ulises deseaba volver a ver
su patria y a su esposa, pero tenía que atravesar el lugar de las sirenas que fascinan
a los navegantes con su canto y les llevan a estrellarse contra las rocas. ¿Qué hizo?
Se hizo atar al mástil de la nave, después de haber tapado con cera los oídos a sus
compañeros. Al llegar a tal lugar, hechizado gritaba para que le desataran y poder
alcanzar a las sirenas, pero sus compañeros no podían oírle, y así pudo volver a ver
su patria y volver a abrazar a su esposa e hijo [14]. Es un mito, pero ayuda a entender
el porqué, también humano y existencial, del matrimonio «indisoluble» y, en un plano
diferente, de los votos religiosos.
Estas consideraciones no bastarán para
modificar la cultura presente que exalta la libertad de cambiar y la espontaneidad
del momento, la práctica del «usar y tirar» aplicada también al amor. Pero que por
lo menos sirvan, estas consideraciones, para confirmar la bondad y la belleza de la
propia elección a aquellos que han decidido vivir el amor entre el hombre y la mujer
según el proyecto de Dios y sirvan para animar a muchos jóvenes a hacer la misma opción.
No nos queda más que entonar con Pablo el himno al amor victorioso de Dios.
Nos invita ha realizar con él una maravillosa experiencia de sanación interior. Piensa
en todas las cosas negativas y en los momentos críticos de su vida: la tribulación,
la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Los contempla
a la luz de la certeza del amor de Dios y grita: «¡Pero en todo esto salimos vencedores
gracias a aquél que nos amó!».
Alza entonces la mirada; desde su vida personal
pasa a considerar el mundo que le rodea y el destino humano universal, y de nuevo
la misma certeza gozosa: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida..., ni lo presente
ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura
alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro» (Rm 8, 37-39).
Recojamos su invitación, en este Viernes de Pasión,
y repitamos para nosotros sus palabras mientras, dentro de poco, adoremos la cruz
de Cristo.
--------------------------------------- [1] H. Bloom, en el
ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, The Gospel of Thomas, HarperSan
Francisco, s.d., p. 125. [2] R. Brown, The Death of the Messiah, II, New York 1998,
pp. 1092-1096. [3] Ver el logion 114 en el mismo Evangelio de Tomás (ed. Mayer,
p. 63); en el Evangelio de los Egipcios Jesús dice: «He venido a destruir las obras
de la mujer» (Cf. Clemente Al., Stromati, III, 63). Esto explica por qué el Evangelio
de Tomás se convierte en el evangelio de los maniqueos, mientras que fue combatido
severamente por los autores eclesiásticos (por ejemplo por Hipólito de Roma) que defendían
la bondad del matrimonio y de la creación en general. [4] Paradiso, V, 73-80. [5]
Benedicto XVI, Enc. «Deus caritas est», n.12. [6] Cf. N. Cabasilas, Vita in Cristo,
VI, 2 (PG 150, 645) [7] Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6,6 (GCS, 1925,
p. 384 s). [8] Enc. «Deus caritas est», n.5. [9] Cf. B. Pascal, Pensieri, 793,
ed. Brunschvicg. [10] Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, cap. 33. [11] Giovanni
Pascoli, «I due fanciulli». [12] Enc. «Deus caritas est», n.6. [13] S. Kierkegaard,
Gli atti dell’amore, I, 2, 40, ed. a cura di C. Fabro, Milano 1983, p. 177 ss. [14]
Cf. Odisea, canto XII. [15] Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio
23 (ed. Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612). [16] Eschilo, Agamennone, vv. 717
ss.