Tradicional repaso de la situación mundial en el discurso del Papa al Cuerpo Diplomático
Lunes, 9 ene (RV).- Benedicto XVI ha recibido esta mañana al Cuerpo Diplomático acreditado
ante la Santa Sede, con motivo del tradicional encuentro del Papa para el intercambio
de parabienes de comienzos de año. A los Embajadores, a los Pueblos y Gobiernos que
representan, a sus familiares y colaboradores, el Santo Padre les ha expresado su
«deseo de alegría cristiana. Que ésta sea la alegría de la fraternidad universal traída
por Cristo, una alegría rica de verdaderos valores y abierta a una generosa participación»,
con el anhelo de que ella les acompañe y aumente cada día del año que acaba de empezar.
A continuación les ofrecemos el contenido íntegro del mensaje pronunciado por el Papa.
“La
paz -lo constatamos con dolor- en muchas partes del mundo está impedida, herida o
amenazada. ¿Cuál es el camino hacia la paz? En el Mensaje que he dirigido para la
celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este año he querido afirmar: “Donde
y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo
casi natural el camino de la paz” (n. 3). En la verdad, la paz.
Mirando
la situación del mundo de hoy, en el que, junto a funestos escenarios de conflictos
bélicos, abiertos o latentes, o sólo aparentemente calmados, se puede apreciar - gracias
a Dios - un esfuerzo valiente y tenaz por parte de muchos hombres y de muchas instituciones
en favor de la paz, quisiera proponer, como un estímulo fraterno, algunas reflexiones
que presento en unos sencillos enunciados.
Primero: el compromiso por
la verdad es el alma de la justicia. Quien se compromete por la verdad debe rechazar
la ley del más fuerte, que se basa en la mentira y que –en el ámbito nacional e internacional-
tantas veces ha provocado tragedias en la historia del hombre. La mentira a menudo
se presenta con una apariencia de verdad, pero en realidad siempre es selectiva y
tendenciosa, orientada de forma egoísta a instrumentalizar al hombre y, en definitiva,
a anularlo. Sistemas políticos del pasado, pero no sólo del pasado, son un amargo
ejemplo de ello. En el lado opuesto están la verdad y la veracidad, que llevan al
encuentro del otro, a su reconocimiento y al acuerdo. Por su propio resplandor -splendor
veritatis-, la verdad no puede dejar de difundirse; y el amor de lo verdadero,
por su dinamismo intrínseco, está orientado totalmente a la comprensión imparcial
y ecuánime, así como a la participación, no obstante cualquier dificultad.
Vuestra
experiencia de diplomáticos confirma que, también en las relaciones internacionales,
la búsqueda de la verdad logra individuar las diversidades hasta en los matices más
sutiles y sus correspondientes exigencias, y por eso mismo también los límites que
se han de respetar y no sobrepasar, en la defensa de todo legítimo interés de las
partes. Esta misma búsqueda de la verdad os lleva, al mismo tiempo, a afirmar con
fuerza lo que es común, lo que pertenece a la naturaleza misma de las personas, de
cada pueblo y de cada cultura, y que debe ser respetado igualmente. Y cuando estos
aspectos, distintos y complementarios -la diversidad y la igualdad- son conocidos
y reconocidos, entonces los problemas pueden solucionarse y las discordias resolverse
según justicia; entonces son posibles acuerdos profundos y duraderos. En cambio, cuando
uno de ellos es desconocido o no es tomado en su debida consideración, entonces se
produce la incomprensión, el enfrentamiento, la tentación de la violencia y del abuso
de poder.
Con una evidencia casi ejemplar, estas consideraciones me parecen
aplicables en aquel punto neurálgico de la escena mundial que es Tierra Santa. En
ella el Estado de Israel tiene que poder subsistir pacíficamente de acuerdo con las
normas del derecho internacional; en ella, por igual, el Pueblo palestino ha de poder
desarrollar serenamente las propias instituciones democráticas por un futuro libre
y próspero.
Estas consideraciones pueden aplicarse de una manera más amplia
al contexto mundial actual, en el cual sin duda se ha vislumbrado el peligro de un
choque de civilizaciones. El peligro se hace más agudo por el terrorismo organizado,
que se extiende ya a escala mundial. Sus causas son numerosas y complejas, además
de las ideológicas y políticas, unidas a aberrantes concepciones religiosas. El terrorismo
no duda en atacar a personas inermes, sin ninguna distinción, o en imponer chantajes
inhumanos, provocando el pánico en poblaciones enteras, para obligar a los responsables
políticos a favorecer los planes de los terroristas mismos. Ninguna circunstancia
puede justificar esta actividad criminal, que llena de infamia a quien la realiza
y que es mucho más deplorable cuando se apoya en una religión, rebajando así la pura
verdad de Dios a la medida de la propia ceguera y perversión moral.
El compromiso
por la verdad por parte de las diplomacias, sea a nivel bilateral como plurilateral,
puede dar una aportación esencial, para que las innegables diversidades que caracterizan
a pueblos de diferentes partes del mundo y sus culturas puedan recomponerse no sólo
en una coexistencia tolerante, sino en un más alto y más rico proyecto de humanidad.
En siglos pasados los intercambios culturales entre judaísmo y helenismo, entre mundo
romano, mundo germánico y mundo eslavo, como también entre mundo árabe y mundo europeo,
han enriquecido la cultura y favorecido las ciencias y las civilizaciones. Así hoy
debería darse de nuevo y en mayor medida, existiendo de hecho unas posibilidades de
intercambio y de recíproca comprensión mucho más favorables. Por esto lo que hoy se
pide es, ante todo, que se elimine todo obstáculo para el acceso a la información
por medio de la prensa y de los modernos medios informáticos, y, además, que se intensifiquen
los intercambios de profesores y de estudiantes entre las disciplinas humanísticas
de las universidades de las diversas regiones culturales.
El segundo enunciado
que quisiera proponer es: el compromiso por la verdad da fundamento y vigor al
derecho a la libertad. La grandeza singular del ser humano tiene su última raíz
en esto: el hombre puede conocer la verdad. Y el hombre la quiere conocer. Pero la
verdad puede alcanzarse sólo en la libertad. Esto es válido para todas las verdades,
como se ve en la historia de las ciencias; pero es cierto de manera eminente para
las verdades en las que lo que está en juego es el hombre mismo en cuánto tal, las
verdades del espíritu: las que conciernen al bien y al mal, las grandes metas y perspectivas
de la vida, la relación con Dios. Porque ellas no se pueden alcanzar sin que esto
lleve consigo profundas repercusiones en la orientación de la propia vida. Y una vez
hechas propias libremente, necesitan además espacios de libertad para poder ser vividas
en todas las dimensiones de la vida humana.
Aquí es donde interviene naturalmente
la acción de cada Estado, así como la actividad diplomática interestatal. En la evolución
actual del derecho internacional se ve con creciente sensibilidad que ningún Gobierno
puede desentenderse de la tarea de garantizar a los propios ciudadanos unas condiciones
adecuadas de libertad, sin perjudicar por eso mismo la propia credibilidad como interlocutor
en las cuestiones internacionales. Y eso es justo: porque en la defensa de los derechos
inherentes a la persona en cuanto tal, garantizados internacionalmente, se debe otorgar
un valor prioritario al espacio reservado a los derechos a la libertad dentro de cada
Estado, sea en la vida pública como en la privada, sea en las relaciones económicas
como en las políticas, sea en las relaciones culturales como en las religiosas.
A
este propósito es bien conocido, Señoras y Señores Embajadores, cómo la acción de
la diplomacia de la Santa Sede está, por su naturaleza, orientada a promover, entre
los diversos ámbitos en que debe desarrollarse la libertad, el aspecto de la libertad
de religión. Por desgracia, en algunos Estados, incluso entre los que pueden alardear
de tradiciones culturales pluriseculares, la libertad, lejos de ser garantizada, es
más bien violada gravemente, particularmente respecto a las minorías. A este propósito
quisiera sólo recordar lo establecido con gran claridad en la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre. Los derechos fundamentales del hombre son los mismos en
todas las latitudes; y entre ellos un lugar preeminente tiene que ser reconocido al
derecho a la libertad de religión, porque concierne a la relación humana más importante,
la relación con Dios. Quisiera decir a todos los responsables de la vida de las Naciones:
¡si no teméis la verdad, no debéis temer la libertad!. La Santa Sede, cuando por doquier
pide condiciones de verdadera libertad para la Iglesia católica, las pide igualmente
para todos.
Quisiera pasar a un tercer enunciado: el compromiso por la
verdad abre el camino al perdón y a la reconciliación. Surge una objeción ante
la conexión indispensable entre el compromiso por la verdad y la paz: las diferentes
convicciones sobre la verdad dan lugar a tensiones, a incomprensiones, a debates,
tanto más fuertes cuanto más profundas son las convicciones mismas. A lo largo de
la historia, éstas también han dado lugar a violentas contraposiciones, a conflictos
sociales y políticos, e incluso a guerras de religión. Esto es verdad, y no se puede
negar; pero esto ha ocurrido siempre por una serie de causas concomitantes, que poco
o nada tenían que ver con la verdad y la religión, y siempre -porque se quiere sacar
provecho de medios realmente irreconciliables- con el puro compromiso por la verdad
y con el respeto de la libertad requerido por la verdad. Por lo que concierne específicamente
a la Iglesia católica, ella condena los graves errores cometidos en el pasado, tanto
por parte de sus miembros como de sus instituciones, y no ha dudado en pedir perdón.
Lo exige el compromiso por la verdad.
La petición de perdón y el don del perdón,
igualmente debido -porque para todos vale la advertencia de Nuestro Señor: “¡el
que esté sin pecado, que tire la primera piedra!” (cf. Jn 8,7)- son elementos
indispensables para la paz. La memoria queda purificada, el corazón apaciguado, y
se vuelve pura la mirada sobre lo que la verdad exige para desarrollar pensamientos
de paz. No puedo dejar de recordar las iluminadoras palabras de Juan Pablo II: “No
hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” (Mensaje para la Jornada mundial
de la Paz, 1 enero 2002). Con humildad y profundo amor, las repito a los responsables
de las Naciones, en particular de aquéllas donde las heridas físicas y morales de
los conflictos están más vivas y es más apremiante la necesidad de paz. Mi pensamiento
se dirige espontáneamente a la tierra donde nació Jesucristo, el Príncipe de la Paz,
que tuvo palabras de paz y perdón para todos; pienso en el Líbano, cuya población
debe encontrar, también con la ayuda de la solidaridad internacional, su vocación
histórica de colaboración sincera y fructuosa entre las comunidades de diferentes
credos; pienso igualmente en todo el Oriente Medio, particularmente en Irak, cuna
de grandes civilizaciones, enlutado diariamente en estos años por sangrientos actos
terroristas. Pienso en África, y sobre todo en los Países de la Región de los Grandes
Lagos, donde todavía se sufren las trágicas consecuencias de las guerras fratricidas
de los años pasados; pienso en las poblaciones indefensas del Darfur, golpeadas con
execrable ferocidad, con peligrosas repercusiones internacionales; y pienso en tantas
otras tierras, de diversas partes del mundo, que son teatro de cruentos conflictos.
Entre
las grandes tareas de la diplomacia se debe contar indudablemente con la de hacer
comprender a todas las partes en conflicto que, si aman la verdad, no pueden dejar
de reconocer los errores - y no sólo los de los otros -, ni pueden rechazar el abrirse
al perdón, pedido y concedido. El compromiso por la verdad - que ciertamente les interesa
- los convoca a la paz, a través del perdón. La sangre derramada no grita venganza,
pero sí invoca respeto por la vida y la paz. Ojalá pueda la Peacebuilding Commission,
instituida recientemente por la ONU, responder eficazmente a esta exigencia fundamental
de la humanidad, con la cooperación llena de buena voluntad por parte de todos.
Señoras
y Señores Embajadores, quisiera proponeros un último enunciado: el compromiso por
la paz abre camino a nuevas esperanzas. Es como una conclusión lógica de lo que
he tratado de ilustrar hasta ahora. ¡Porque el hombre es capaz de verdad! Lo es tanto
sobre los grandes problemas del ser, como sobre los grandes problemas del obrar: en
la esfera individual y en las relaciones sociales, en el ámbito de un pueblo como
de la humanidad entera. La paz, hacia la que debe y puede llevarla su compromiso,
no es sólo el silencio de las armas; es, más bien, una paz que favorece la formación
de nuevos dinamismos en las relaciones internacionales, dinamismos que a su vez se
transforman en factores de conservación de la paz misma. Y sólo lo son si responden
a la verdad del hombre y a su dignidad. Y por esto no se puede hablar de paz allá
donde el hombre no tiene ni siquiera lo indispensable para vivir con dignidad. Pienso
ahora en las multitudes inmensas de poblaciones que padecen hambre. Aunque no estén
en guerra, la suya no se puede llamar paz: más aún, son víctimas inermes de la guerra.
Vienen también espontáneamente a mi mente las imágenes sobrecogedoras de los grandes
campos de prófugos o de refugiados - en muchas partes del mundo - acogidos en precarias
condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres
humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo
con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás? Mi pensamiento se
dirige también a todos los que, por condiciones de vida indigna, se ven impulsados
a emigrar lejos de su País y de sus seres queridos, con la esperanza de una vida más
humana. Ni podemos olvidar tampoco la plaga del tráfico de personas, que es una vergüenza
para nuestro tiempo.
Muchas personas de buena voluntad, diversas instituciones
internacionales y organizaciones no gubernativas, no se han quedado inactivo frente
a estas “emergencias humanitarias”, así como frente a otros dramáticos problemas del
hombre. Pero se requiere un mayor esfuerzo conjunto de las diplomacias para individuar
en la verdad, y superar con valentía y generosidad, los obstáculos que impiden encontrar
todavía soluciones eficaces y dignas del hombre. Y la verdad exige que ninguno de
los Estados prósperos se sustraiga a las propias responsabilidades y al deber de ayuda,
utilizando con mayor generosidad los propios recursos. Se puede afirmar, sobre la
base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas
destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable
de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia
humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza
a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones
que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales,
que por circunstancias incontroladas.
¡Señoras y Señores Embajadores! En
la Navidad de Cristo la Iglesia ve cumplida la profecía del Salmista: “Amor y Verdad
se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan; la Verdad brotará de la tierra, y de
los cielos se asomará la Justicia” (Sal 84,11-12). Al comentar estas palabras
inspiradas, el gran Padre de la Iglesia, san Agustín, haciéndose intérprete de la
fe de toda la Iglesia, exclama: “La verdad brota de la tierra: Cristo, que ha dicho:
Yo soy la Verdad, ha nacido de la Virgen” (Sermo 185).
La Iglesia vive
siempre de esta verdad; pero de modo particular se ilumina con ella y se alegra en
esta etapa del año litúrgico. Y a la luz de esta verdad mis palabras, dirigidas a
vosotros y para vosotros, que representáis aquí a la mayor parte de las Naciones del
mundo, quieren ser al mismo tiempo testimonio y augurio: ¡en la verdad, la paz!
¡Con este espíritu, os deseo a todos muy cordialmente un feliz año!