Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006: Benedicto XVI dirige apremiantes llamamientos
en favor del derecho humanitario y del desarme y contra el terrorismo y la amenaza
nuclear
Martes, 13 dic (RV).- «En la verdad, la paz». En su Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz 2006, presentado hoy, Benedicto XVI dirige apremiantes llamamientos en favor
del derecho humanitario y del desarme y contra el terrorismo y la amenaza nuclear.
En el camino hacia la paz, el Papa constata señales de esperanza en particular para
las poblaciones tan castigadas de Palestina - la tierra de Jesús - y para algunas
regiones de África y de Asia.
«La paz no puede reducirse a la simple ausencia
de conflictos armados», es resultado de un orden diseñado y querido por el amor de
Dios, por lo que el Santo Padre hace hincapié en que la paz «exige a todos los niveles
el ejercicio de una responsabilidad mayor: la de conformar —en la verdad, en la justicia,
en la libertad y en el amor— la historia humana con el orden divino».
Benedicto
XVI recuerda que la mentira y el padre de la mentira impiden la paz. La mentira está
relacionada con el drama del pecado y sus consecuencias perversas han causado y siguen
causando efectos devastadores en la vida de los individuos y de las naciones. Como
en el siglo pasado, cuando «sistemas ideológicos y políticos aberrantes han tergiversado
de manera programada la verdad y han llevado a la explotación y al exterminio de un
número impresionante de hombres y mujeres, e incluso de familias y comunidades enteras».
Con seria preocupación ante las mentiras de nuestro tiempo, «telón de fondo
de escenarios amenazadores de muerte en diversas regiones del mundo», el Papa asegura
que «todos los hombres pertenecen a una misma y única familia» y advierte de que «la
exaltación exasperada de las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo».
Insistiendo
en la importancia del perdón y la reconciliación y en que «Jesús es la verdad que
nos da la paz», el Papa hace hincapié en el valor de la verdad de la paz, «incluso
en las situaciones trágicas de guerra». Por lo que dedica una parte de su Mensaje
a la importancia de que se respete e impulse sin cesar «el derecho internacional humanitario»,
elaborado por la Comunidad Internacional y constantemente apoyado por la Santa Sede
«para limitar lo más posible las consecuencias devastadoras de la guerra, sobre todo
entre la población civil». Recomendando que es preciso garantizar su correcta aplicación,
actualizándolo con normas concretas capaces de hacer frente «a los escenarios variables
de los actuales conflictos armados, así como al empleo de armamentos nuevos y cada
vez más sofisticados», Benedicto XVI piensa con gratitud en las Organizaciones Internacionales
y en todos los que trabajan con esfuerzo constante para aplicar el derecho internacional
humanitario.
Lamentando que «hoy en día, la verdad de la paz sigue estando
en peligro y negada de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y
acciones criminales, es capaz de tener al mundo en estado de ansiedad e inseguridad»,
Benedicto XVI reitera las numerosas intervenciones de sus Predecesores Pablo VI y
Juan Pablo II «para denunciar la terrible responsabilidad de los terroristas y condenar
la insensatez de sus planes de muerte». Planes inspirados con frecuencia en un nihilismo
trágico y sobrecogedor, que el Papa Juan Pablo II describió con estas palabras: «
Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad,
manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede
odiar y destruir todo ».
Pero «no sólo el nihilismo, sino también el fanatismo
religioso, que hoy se llama frecuentemente fundamentalismo, puede inspirar y alimentar
propósitos y actos terroristas», advierte el Papa, recordando que «intuyendo desde
el principio el peligro destructivo que representa el fundamentalismo fanático, Juan
Pablo II lo denunció enérgicamente, llamando la atención sobre quienes pretenden imponer
con la violencia la propia convicción acerca de la verdad, en vez de proponerla a
la libre aceptación de los demás. Y añadía: ‘Pretender imponer a otros con la violencia
lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y,
en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen’ ».
No sólo, «tanto el nihilismo
como el fundamentalismo mantienen una relación errónea con la verdad: los nihilistas
niegan la existencia de cualquier verdad, los fundamentalistas tienen la pretensión
de imponerla con la fuerza». Y es que «aun cuando tienen orígenes diferentes y sus
manifestaciones se producen en contextos culturales distintos, el nihilismo y el fundamentalismo
coinciden en un peligroso desprecio del hombre y de su vida y, en última instancia,
de Dios mismo».
En efecto, insiste Benedicto XVI «en la base de tan trágico
resultado común está, en último término, la tergiversación de la plena verdad de Dios:
el nihilismo niega su existencia y su presencia providente en la historia; el fundamentalismo
fanático desfigura su rostro benevolente y misericordioso, sustituyéndolo con ídolos
hechos a su propia imagen. En el análisis de las causas del fenómeno contemporáneo
del terrorismo es deseable que, además de las razones de carácter político y social,
se tengan en cuenta también las más hondas motivaciones culturales, religiosas e ideológicas».
Ante
los riesgos que vive la humanidad en nuestra época, el Pontífice recuerda que es tarea
de todos los católicos intensificar en todas las partes del mundo el anuncio y el
testimonio del ‘Evangelio de la paz’, proclamando que Dios es Amor que salva y desea
ver que sus hijos se reconocen como hermanos, al servicio del bien común de la familia
humana.
«La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para extirparlo
del corazón de los hombres lleva a la humanidad, temerosa y empobrecida, hacia opciones
que no tienen futuro», advierte también el Papa, recordando la misión de los cristianos
de ser testigos convincentes de Dios, al servicio de la paz, colaborando en el ámbito
ecuménico, así como con las otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad.
Al
observar el actual contexto mundial, constatando con agrado algunas señales prometedoras
en el camino de la construcción de la paz, Benedicto XVI se refiere a la disminución
numérica de los conflictos armados. «Pasos muy tímidos en el camino de la paz, pero
que permiten vislumbrar ya un futuro de mayor serenidad, en particular para las poblaciones
tan castigadas de Palestina, la tierra de Jesús, y para los habitantes de algunas
regiones de África y de Asia, que esperan desde hace años una conclusión positiva
de los procesos de pacificación y reconciliación emprendidos». Signos consoladores,
que deben ser confirmados y consolidados, sobre todo por parte de la Comunidad Internacional
y de sus Organismos, encargados de prevenir los conflictos y dar una solución pacífica
a los actuales.
Sin caer en un «optimismo ingenuo», y sin olvidar que,
por desgracia, existen todavía «sangrientas contiendas fratricidas y guerras desoladoras
que siembran lágrimas y muerte en vastas zonas de la tierra», Benedicto XVI pone en
guardia contra situaciones en las que conflictos encubiertos pueden estallar de nuevo
causando una destrucción de imprevisible magnitud. El Papa señala preocupación ante
las autoridades que, en lugar de hacer lo que está en sus manos para promover eficazmente
la paz, «fomentan en los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones,
asumen una gravísima responsabilidad: ponen en peligro, en zonas ya de riesgo, los
delicados equilibrios alcanzados a costa de laboriosas negociaciones, contribuyendo
así a hacer más inseguro y sombrío el futuro de la humanidad».
Y ¿qué decir,
además, de los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar la seguridad
de su País?, pregunta el Papa afirmando que este planteamiento, «además de funesto,
es totalmente falaz». En una guerra nuclear «no habría vencedores, sino sólo víctimas».
La verdad de la paz exige que todos — «tanto los gobiernos que de manera declarada
u oculta poseen armas nucleares, como los que quieren procurárselas» — inviertan conjuntamente
su orientación con opciones claras y firmes, para que se llegue a un «desarme nuclear
progresivo y concordado». Y, además «los recursos ahorrados de este modo podrían emplearse
en proyectos de desarrollo en favor de todos los habitantes y, en primer lugar, de
los más pobres».
El Santo Padre menciona «con amargura» los datos sobre «un
aumento preocupante de los gastos militares y del comercio siempre próspero de las
armas, mientras se quedan como estancadas en el pantano de una indiferencia casi general
el proceso político y jurídico emprendido por la Comunidad Internacional para consolidar
el camino del desarme.¿Qué futuro de paz será posible si se continúa invirtiendo en
la producción de armas y en la investigación dedicada a desarrollar otras nuevas?»
Con el profundo anhelo de que la Comunidad Internacional sepa encontrar la
valentía y la cordura de impulsar - decidida y conjuntamente - el desarme, aplicando
concretamente el derecho a la paz, que es propio de cada hombre y de cada pueblo,
el Santo Padre vuelve a señalar que «los primeros beneficiarios de una valiente opción
por el desarme serán los países pobres que, después de tantas promesas, reclaman justamente
la realización concreta del derecho al desarrollo».
Derecho reafirmado por
la ONU, que cuenta con la confianza de la Iglesia católica, con el deseo de que se
realice una renovación institucional y operativa que la haga capaz de responder a
las nuevas exigencias de la época actual, caracterizada por el fenómeno difuso de
la globalización. «La Organización de las Naciones Unidas ha de llegar a ser un instrumento
cada vez más eficiente para promover en el mundo los valores de la justicia, de la
solidaridad y de la paz».
Al concluir su mensaje, el Papa invita a los
cristianos a ser discípulos atentos y disponibles del Señor, escuchando el Evangelio,
en una labor intensa y capilar de educación y de testimonio y pide que se intensifique
la oración, porque la paz es ante todo don de Dios que se ha de suplicar continuamente.
Con confianza filial en María, la Madre del Príncipe de la Paz. Que por su intercesión
la humanidad incremente su aprecio por este bien fundamental y se comprometa a consolidar
su presencia en el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las generaciones
venideras.
Mensaje completo MENSAJE DE SU SANTIDAD BENEDICTO
XVI PARA LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 ENERO 2006 LIBRERIA
EDITRICE VATICANA CIUDAD DEL VATICANO
EN LA VERDAD, LA PAZ
1. Con
el tradicional Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, al principio del nuevo año,
deseo hacer llegar un afectuoso saludo a todos los hombres y a todas las mujeres del
mundo, de modo especial a los que sufren a causa de la violencia y de los conflictos
armados. Es también un deseo lleno de esperanza por un mundo más sereno, en el que
aumente el número de quienes, tanto individual como comunitariamente, se esfuerzan
por seguir las vías de la justicia y la paz.
2. Antes de nada, quisiera rendir
un homenaje agradecido a mis amados Predecesores, los grandes Pontífices Pablo VI
y Juan Pablo II, inspirados artífices de paz. Animados por el espíritu de las Bienaventuranzas,
supieron leer en los numerosos acontecimientos históricos que marcaron sus respectivos
Pontificados la intervención providencial de Dios, que nunca olvida la suerte del
género humano. Como incansables mensajeros del Evangelio, invitaron repetidamente
a todos a reemprender desde Dios la promoción de una convivencia pacífica en todas
las regiones de la tierra. Mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz sigue
la línea de esta noble enseñanza: con él, deseo confirmar una vez más la firme voluntad
de la Santa Sede de continuar sirviendo a la causa de la paz. El nombre mismo de Benedicto,
que adopté el día en que fui elegido para la Cátedra de Pedro, quiere indicar mi firme
decisión de trabajar por la paz. En efecto, he querido hacer referencia tanto al Santo
Patrono de Europa, inspirador de una civilización pacificadora de todo el Continente,
así como al Papa Benedicto XV, que condenó la primera Guerra Mundial como una « matanza
inútil » 1 y se esforzó para que todos reconocieran las razones superiores de la paz.
3.
El tema de reflexión de este año —« En la verdad, la paz »— expresa la convicción
de que, donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad,
emprende de modo casi natural el camino de la paz. La Constitución pastoral Gaudium
et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado hace ahora 40 años, afirma
que la humanidad no conseguirá construir « un mundo más humano para todos los hombres,
en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan
a la verdad de la paz ».2 Pero, ¿a qué nos referimos al utilizar la expresión « verdad
de la paz »? Para contestar adecuadamente a esta pregunta se ha de tener presente
que la paz no puede reducirse a la simple ausencia de conflictos armados, sino que
debe entenderse como « el fruto de un orden asignado a la sociedad humana por su divino
Fundador », un orden « que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta,
han de llevar a cabo ».3 En cuanto resultado de un orden diseñado y querido por el
amor de Dios, la paz tiene su verdad intrínseca e inapelable, y corresponde « a un
anhelo y una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable ».4
4. La
paz, concebida de este modo, es un don celestial y una gracia divina, que exige a
todos los niveles el ejercicio de una responsabilidad mayor: la de conformar —en la
verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor— la historia humana con el orden
divino. Cuando falta la adhesión al orden trascendente de la realidad, o bien el respeto
de aquella « gramática » del diálogo que es la ley moral universal, inscrita en el
corazón del hombre; 5 cuando se obstaculiza y se impide el desarrollo integral de
la persona y la tutela de sus derechos fundamentales; cuando muchos pueblos se ven
obligados a sufrir injusticias y desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar
la consecución del bien de la paz? En efecto, faltan los elementos esenciales que
constituyen la verdad de dicho bien. San Agustín definía la paz como « tranquillitas
ordinis »,6 la tranquilidad del orden, es decir, aquella situación que permite en
definitiva respetar y realizar por completo la verdad del hombre.
5. Entonces,
¿quién y qué puede impedir la consecución de la paz? A este propósito, la Sagrada
Escritura, en su primer Libro, el Génesis, resalta la mentira pronunciada al principio
de la historia por el ser de lengua bífida, al que el evangelista Juan califica como
« padre de la mentira » (Jn 8,44). La mentira es también uno de los pecados que recuerda
la Biblia en el capítulo final de su último Libro, el Apocalipsis, indicando la exclusión
de los mentirosos de la Jerusalén celeste: «¡Fuera... todo el que ame y practique
la mentira! » (22,15). La mentira está relacionada con el drama del pecado y sus consecuencias
perversas, que han causado y siguen causando efectos devastadores en la vida de los
individuos y de las naciones. Baste pensar en todo lo que ha sucedido en el siglo
pasado, cuando sistemas ideológicos y políticos aberrantes han tergiversado de manera
programada la verdad y han llevado a la explotación y al exterminio de un número impresionante
de hombres y mujeres, e incluso de familias y comunidades enteras. Después de tales
experiencias, ¿cómo no preocuparse seriamente ante las mentiras de nuestro tiempo,
que son como el telón de fondo de escenarios amenazadores de muerte en diversas regiones
del mundo? La auténtica búsqueda de la paz requiere tomar conciencia de que el problema
de la verdad y la mentira concierne a cada hombre y a cada mujer, y que es decisivo
para un futuro pacífico de nuestro planeta.
6. La paz es un anhelo imborrable
en el corazón de cada persona, por encima de las identidades culturales específicas.
Precisamente por esto, cada uno ha de sentirse comprometido en el servicio de un bien
tan precioso, procurando que ningún tipo de falsedad contamine las relaciones. Todos
los hombres pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de las
propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la conciencia
de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para poder
valorar mejor las propias diferencias históricas y culturales, buscando la coordinación,
en vez de la contraposición, con los miembros de otras culturas. Estas simples verdades
son las que hacen posible la paz; y son fácilmente comprensibles cuando se escucha
al propio corazón con pureza de intención. Entonces la paz se presenta de un modo
nuevo: no como simple ausencia de guerra, sino como convivencia de todos los ciudadanos
en una sociedad gobernada por la justicia, en la cual se realiza en lo posible, además,
el bien para cada uno de ellos. La verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones
fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y la reconciliación,
a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada. En concreto,
el discípulo de Cristo, que se ve acechado por el mal y por eso necesitado de la intervención
liberadora del divino Maestro, se dirige a Él con confianza, consciente de que « Él
no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca » (1 P 2,22; cf. Is 53,9). En efecto,
Jesús se presentó como la Verdad en persona y, hablando en una visión al vidente del
Apocalipsis, manifestó un rechazo total a « todo el que ame y practique la mentira
» (Ap 22,15). Él es quien revela la plena verdad del hombre y de la historia. Con
la fuerza de su gracia es posible estar en la verdad y vivir de la verdad, porque
sólo Él es absolutamente sincero y fiel. Jesús es la verdad que nos da la paz. 7.
La verdad de la paz ha de tener un valor en sí misma y hacer valer su luz beneficiosa,
incluso en las situaciones trágicas de guerra. Los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano
II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, subrayan que « una vez estallada
desgraciadamente la guerra, no todo es lícito entre los contendientes ».7 La Comunidad
Internacional ha elaborado un derecho internacional humanitario para limitar lo más
posible las consecuencias devastadoras de la guerra, sobre todo entre la población
civil. La Santa Sede ha expresado en numerosas ocasiones y de diversas formas su apoyo
a este derecho humanitario, animando a respetarlo y aplicarlo con diligencia, convencida
de que, incluso en la guerra, existe la verdad de la paz. El derecho internacional
humanitario se ha de considerar una de las manifestaciones más felices y eficaces
de las exigencias que se derivan de la verdad de la paz. Precisamente por eso, se
impone como un deber para todos los pueblos respetar este derecho. Se ha de apreciar
su valor y es preciso garantizar su correcta aplicación, actualizándolo con normas
concretas capaces de hacer frente a los escenarios variables de los actuales conflictos
armados, así como al empleo de armamentos nuevos y cada vez más sofisticados.
8.
Pienso con gratitud en las Organizaciones Internacionales y en todos los que trabajan
con esfuerzo constante para aplicar el derecho internacional humanitario. ¿Cómo podría
olvidar, a este respecto, a tantos soldados empeñados en delicadas operaciones para
controlar los conflictos y restablecer las condiciones necesarias para lograr la paz?
A ellos deseo recordar también las palabras del Concilio Vaticano II: « Los que, destinados
al servicio de la patria, se encuentran en el ejército, deben considerarse a sí mismos
como servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos, y mientras desempeñan
correctamente esta función, contribuyen realmente al establecimiento de la paz ».8
En esta apremiante perspectiva se sitúa la acción pastoral de los Obispados castrenses
de la Iglesia católica: dirijo mi aliento tanto a los Ordinarios como a los capellanes
castrenses para que sigan siendo, en todo ámbito y situación, fieles evangelizadores
de la verdad de la paz.
9. Hoy en día, la verdad de la paz sigue estando en
peligro y negada de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y acciones
criminales, es capaz de tener al mundo en estado de ansiedad e inseguridad. Mis Predecesores
Pablo VI y Juan Pablo II intervinieron en muchas ocasiones para denunciar la terrible
responsabilidad de los terroristas y condenar la insensatez de sus planes de muerte.
En efecto, estos planes se inspiran con frecuencia en un nihilismo trágico y sobrecogedor,
que el Papa Juan Pablo II describió con estas palabras: « Quien mata con atentados
terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación
ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo ».9
Pero no sólo el nihilismo, sino también el fanatismo religioso, que hoy se llama frecuentemente
fundamentalismo, puede inspirar y alimentar propósitos y actos terroristas. Intuyendo
desde el principio el peligro destructivo que representa el fundamentalismo fanático,
Juan Pablo II lo denunció enérgicamente, llamando la atención sobre quienes pretenden
imponer con la violencia la propia convicción acerca de la verdad, en vez de proponerla
a la libre aceptación de los demás. Y añadía: « Pretender imponer a otros con la violencia
lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y,
en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen ».10
10. Bien mirado, tanto
el nihilismo como el fundamentalismo mantienen una relación errónea con la verdad:
los nihilistas niegan la existencia de cualquier verdad, los fundamentalistas tienen
la pretensión de imponerla con la fuerza. Aun cuando tienen orígenes diferentes y
sus manifestaciones se producen en contextos culturales distintos, el nihilismo y
el fundamentalismo coinciden en un peligroso desprecio del hombre y de su vida y,
en última instancia, de Dios mismo. En efecto, en la base de tan trágico resultado
común está, en último término, la tergiversación de la plena verdad de Dios: el nihilismo
niega su existencia y su presencia providente en la historia; el fundamentalismo fanático
desfigura su rostro benevolente y misericordioso, sustituyéndolo con ídolos hechos
a su propia imagen. En el análisis de las causas del fenómeno contemporáneo del terrorismo
es deseable que, además de las razones de carácter político y social, se tengan en
cuenta también las más hondas motivaciones culturales, religiosas e ideológicas.
11.
Ante los riesgos que vive la humanidad en nuestra época, es tarea de todos los católicos
intensificar en todas las partes del mundo el anuncio y el testimonio del « Evangelio
de la paz », proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es una condición
previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Dios es Amor
que salva, Padre amoroso que desea ver cómo sus hijos se reconocen entre ellos como
hermanos, responsablemente dis- puestos a poner los diversos talentos al servicio
del bien común de la familia humana. Dios es fuente inagotable de la esperanza que
da sentido a la vida personal y colectiva. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra
de bien y de paz. La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para
extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad, temerosa y empobrecida,
hacia opciones que no tienen futuro. Esto ha de impulsar a los creyentes en Cristo
a ser testigos convincentes de Dios, que es verdad y amor al mismo tiempo, poniéndose
al servicio de la paz, colaborando ampliamente en el ámbito ecuménico, así como con
las otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad.
12. Al observar
el actual contexto mundial, podemos constatar con agrado algunas señales prometedoras
en el camino de la construcción de la paz. Pienso, por ejemplo, en la disminución
numérica de los conflictos armados. Ciertamente, se trata todavía de pasos muy tímidos
en el camino de la paz, pero que permiten vislumbrar ya un futuro de mayor serenidad,
en particular para las poblaciones tan castigadas de Palestina, la tierra de Jesús,
y para los habitantes de algunas regiones de África y de Asia, que esperan desde hace
años una conclusión positiva de los procesos de pacificación y reconciliación emprendidos.
Son signos consoladores, que necesitan ser confirmados y consolidados mediante una
acción concorde e infatigable, sobre todo por parte de la Comunidad Internacional
y de sus Organismos, encargados de prevenir los conflictos y dar una solución pacífica
a los actuales.
13. No obstante, todo esto no debe inducir a un optimismo ingenuo.
En efecto, no se puede olvidar que, por desgracia, existen todavía sangrientas contiendas
fratricidas y guerras desoladoras que siembran lágrimas y muerte en vastas zonas de
la tierra. Hay situaciones en las que el conflicto, encubierto como el fuego bajo
la ceniza, puede estallar de nuevo causando una destrucción de imprevisible magnitud.
Las autoridades que, en lugar de hacer lo que está en sus manos para promover eficazmente
la paz, fomentan en los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones,
asumen una gravísima responsabilidad: ponen en peligro, en zonas ya de riesgo, los
delicados equilibrios alcanzados a costa de laboriosas negociaciones, contribuyendo
así a hacer más inseguro y sombrío el futuro de la humanidad. ¿Qué decir, además,
de los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar la seguridad
de su País? Junto con innumerables personas de buena voluntad, se puede afirmar que
este planteamiento, además de funesto, es totalmente falaz. En efecto, en una guerra
nuclear no habría vencedores, sino sólo víctimas. La verdad de la paz exige que todos
—tanto los gobiernos que de manera declarada u oculta poseen armas nucleares, como
los que quieren procurárselas— inviertan conjuntamente su orientación con opciones
claras y firmes, encaminándose hacia un desarme nuclear progresivo y concordado. Los
recursos ahorrados de este modo podrían emplearse en proyectos de desarrollo en favor
de todos los habitantes y, en primer lugar, de los más pobres.
14. A este propósito,
se han de mencionar con amargura los datos sobre un aumento preocupante de los gastos
militares y del comercio siempre próspero de las armas, mientras se quedan como estancadas
en el pantano de una indiferencia casi general el proceso político y jurídico emprendido
por la Comunidad Internacional para consolidar el camino del desarme. ¿Qué futuro
de paz será posible si se continúa invirtiendo en la producción de armas y en la investigación
dedicada a desarrollar otras nuevas? El anhelo que brota desde lo más profundo del
corazón es que la Comunidad Internacional sepa encontrar la valentía y la cordura
de impulsar nuevamente, de manera decidida y conjunta, el desarme, aplicando concretamente
el derecho a la paz, que es propio de cada hombre y de cada pueblo. Los diversos Organismos
de la Comunidad Internacional, comprometiéndose a salvaguardar el bien de la paz,
obtendrían la autoridad moral que es indispensable para hacer creíbles e incisivas
sus iniciativas.
15. Los primeros beneficiarios de una valiente opción por
el desarme serán los Países pobres que, después de tantas promesas, reclaman justamente
la realización concreta del derecho al desarrollo. Este derecho también ha sido reafirmado
solemnemente en la reciente Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas,
que ha celebrado este año el 60 aniversario de su fundación. La Iglesia católica,
a la vez que confirma su confianza en esta Organización internacional, desea su renovación
institucional y operativa que la haga capaz de responder a las nuevas exigencias de
la época actual, caracterizada por el fenómeno difuso de la globalización. La Organización
de las Naciones Unidas ha de llegar a ser un instrumento cada vez más eficiente para
promover en el mundo los valores de la justicia, de la solidaridad y de la paz. La
Iglesia, por su parte, fiel a la misión que ha recibido de su Fundador, no deja de
proclamar por doquier el « Evangelio de la paz ». Animada por su firme convicción
de prestar un servicio indispensable a cuantos se dedican a promover la paz, recuerda
a todos que, para que la paz sea auténtica y duradera, ha de estar construida sobre
la roca de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Sólo esta verdad puede sensibilizar
los ánimos hacia la justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos
a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria. Ciertamente, sólo sobre
la verdad de Dios y del hombre se construyen los fundamentos de una auténtica paz.
16.
Al concluir este mensaje, quiero dirigirme de modo particular a los creyentes en Cristo,
para renovarles la invitación a ser discípulos atentos y disponibles del Señor. Escuchando
el Evangelio, queridos hermanos y hermanas, aprendemos a fundamentar la paz en la
verdad de una existencia cotidiana inspirada en el mandamiento del amor. Es necesario
que cada comunidad se entregue a una labor intensa y capilar de educación y de testimonio,
que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo
la verdad de la paz. Al mismo tiempo, pido que se intensifique la oración, porque
la paz es ante todo don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Gracias a la
ayuda divina, resultará ciertamente más convincente e iluminador el anuncio y el testimonio
de la verdad de la paz. Dirijamos con confianza y filial abandono la mirada hacia
María, la Madre del Príncipe de la Paz. Al principio de este nuevo año le pedimos
que ayude a todo el Pueblo de Dios a ser en toda situación agente de paz, dejándose
iluminar por la Verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Que por su intercesión la
humanidad incremente su aprecio por este bien fundamental y se comprometa a consolidar
su presencia en el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las generaciones
venideras.
1Llamamiento a los Jefes de los pueblos beligerantes (1 agosto 1917):
AAS 9 (1917) 423. 2N. 77. 3Ibíd. 78. 4Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
mundial de la paz 2004, 9. 5Cf. Juan Pablo II, Discurso a la 50a Asamblea General
de las Naciones Unidas, 5 octubre 1995, 3. 6De civitate Dei, XIX, 13. 7N. 79. 8Ibíd. 9Mensaje
para Jornada mundial de la Paz 2002, 6. 10Ibíd. Vaticano, 8 de diciembre de
2005 TYPIS VATICANIS