Miércoles, 2 nov (RV).- La conmemoración de los Fieles difuntos, tiene profundas raíces
en la tradición de la Iglesia católica. Nuestros cementerios se llenan de flores,
y los cristianos elevan oraciones por sus seres queridos. Tenemos noticia de estas
prácticas desde el Antiguo Testamento, y ya en la era cristiana San Agustín cuenta
que lo único que le pidió su madre al morir fue esto: "No te olvides de ofrecer oraciones
por mi alma". El precioso gesto de acordarnos de nuestros seres queridos, nos ennoblece
a nosotros, agradecidos con quienes nos trasmitieron la vida y la Fe cristiana.
Los
muertos no están alegres, porque nosotros lloramos. Salieron de las tinieblas,
y aquí, lamentamos su ausencia. ¿Por qué no reír con ellos el triunfo de su carrera, y
no disfrutar el premio que, insensatos, les negamos?
La muerte, desde el punto
de vista humano, es decir, desde la línea del luto para acá, es temida, tenebrosa,
lamentable y lamentada, obscura, tétrica, llorada. ¿Quién se atreve a hablar así,
desde el rostro del muerto hacia allá? A pesar de todo, nuestros hermanos difuntos
(qué pena no poder hablar en colores, como las letras que tengo delante), están en
nosotros como la esplendorosa flor en el capullo, o la abundante espiga en el grano
que enterró el agricultor.
Repito el verso con que inicié: Los muertos
no están alegres, porque nosotros lloramos. Salieron de las tinieblas, y aquí,
lamentamos su ausencia. ¿Por qué no reír con ellos el triunfo de su carrera, y
no disfrutar el premio que, insensatos, les negamos?
La muerte es un absoluto
misterio, pero debemos ser con nosotros mismos tan íntegros como lo fue el célebre
filósofo griego Sócrates. Sócrates dice: "El temor a la muerte, señores, no es otra
cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que creemos saber sobre lo que no se sabe.
Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo
todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males".
Aunque
sí contamos con dos certezas irrefutables. Sabemos que es absolutamente cierto que
habremos de morir, y también que es absolutamente incierto cuándo y cómo. Por eso
la Iglesia, a través Monjes de Cluny, desde el año 998, celebra memoria, en el día
siguiente al de la festividad de Todos los Santos, de todos los difuntos. La fecha
se nos hace trágica, pero desde el siglo XIV se incluyó esta celebración en el calendario
de la Iglesia romana.
Digo celebración, porque la fe cristiana proclama que:
“…aunque la certeza de morir nos entristece… la vida de los que en ti creemos, no
termina, se transforma y así, al morir, adquirimos una mansión eterna en el cielo”
Y
la liturgia de este día nos hace escuchar: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a
Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre
los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita
en vosotros”. Para un creyente, la duda y el horror de la muerte, han sido vencidos.
Es la victoria de la fe en Cristo.
Permanece entre nosotros, sin embargo, “la
ansiosa espera de la creación gime y sufre dolores de parto, porque desea vivamente
la revelación de los hijos de Dios. Y no sólo ella -sigue diciendo San Pablo- también
nosotros gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo”.
Que
nuestra oración por los difuntos, revierta esperanzada sobre nosotros.
Juan
José Fernández Ibáñez, de la Compañía de Jesús