El Dios
del que queremos a hablar desde el cristianismo, es Cristo, en el cual es Dios quien
se revela. Y este Dios, o es todo el empuje de las fuerzas positivas que hacen mi
ser, o no es nadie. Cuando yo experimento un deseo de ser libre, es Dios quien me
hace desear la libertad. ¿Experimento un deseo de que nadie pise o maltrate a nadie?
Es Dios que vela por la dignidad de todo ser humano. Cuando soy capaz de desprenderme
de mis bienes y vender mi casa para irme de misionero a China, es Dios el que me ha
empujado. ¿Quiero una sociedad más libre y más justa en el siglo XXI? Es Dios quien
está poniendo en mí esa aspiración tan noble. Este es Dios, el que empuja por dentro,
por lo más vivo y último del hombre. Dios nunca llega al hombre como esclavitud ni
como coacción. Y esto es típico de Jesucristo y de los profetas del Antiguo Testamento.
Sin
embargo, la mayoría de las veces hablamos de Dios como de una fuerza exterior que
le llega al hombre, y le llega de una forma totalmente inoportuna. Algunos profetas
del Antiguo Testamento hablan de Dios como de aquel que viene a podar, a segar, incluso
a devastar. Aunque en cierto modo es así, sin embargo no es esa la verdad fundamental.
La verdad fundamental es que Dios nunca le llega al hombre como una imposición, como
una coacción y menos todavía como una esclavitud, nunca.
Es estremecedor
el relato que hace Jeremías de su vocación. Es verdad que Jeremías se siente como
forzado por Dios, pero comienza su confesión con una palabra que libra al relato de
toda violencia, y esta palabra es SEDUCCION. Cuando uno se enamora se ve violentado
por el amor, pero qué gozosa es esa violencia.
“Me sedujiste, Señor, y
me dejé seducir. Había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis
huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía. Escuchaba las calumnias de la
gente: ¡Terror por doquier!, ¡denunciadle!, ¡denunciémosle! Todos aquellos con quienes
me saludaba esperaban un traspiés mío: ¡A ver si se distrae, y tomaremos venganza
de él! Pero Yahvé está conmigo, cual campeón poderoso. ¡Cantad a Yahvé, alabad a
Yahvé, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de manos de malhechores”¡ (Jer.
20, 7)
Cuando percibes que Dios te resulta un estorbo, ese no es Dios.
Cuando sientes que Dios llega a lo más íntimo tuyo, a lo que te hace ser tú, y te
estorba, eso no es Dios. Puedes pasar de él perfectamente, no es Dios, porque Dios
nunca estorba, nunca, aunque lo predique el más santo de los predicadores. Dios es
aquello que nos hace ser: "En él vivimos, nos movemos y somos" (Hech. 17, 28); y Dios
es aquello que hace que las cosas sean; no es que nosotros deseemos ser libres o estar
alegres, es que "somos de su linaje", sigue diciendo San Pablo; él es nuestro ser,
libertad y alegría, El es el fundamento de todo.
Volvamos a tema. Dios
está en el corazón del hombre: ¿Cómo hablar de Dios hoy?, ¿cómo podríamos decírselo
al hombre de hoy, a ese hombre nuevo y distinto del siglo XXI? De nuevo la clave:
SEGUIMOS SUS HUELLAS, las de Jesús. ¿Y dónde están sus huellas hoy?
Hoy,
como siempre, en el hombre, en el hombre nuevo. Fíjate que Jesús siempre habla del
nombre nuevo, que es justamente aquel a quien queremos mostrar y llevar a Dios. Debemos
admitir que el mundo nuevo lo hace siempre el hombre nuevo. Lo que hace que yo sea
viejo no es la edad, sino lo que no tengo de humano, por ejemplo anclarme en el pasado
y no mirar hacia adelante. Lo humano, el hombre que soy, siempre es un hambriento
de novedades, siempre.
Por eso, el hombre que pone como argumento sus
ochenta años para que no le cambien las cosas, es sospechoso. Este tiene un espíritu
viejo. Hay que enterrar el hombre viejo para que crezca el hombre nuevo constantemente
en nosotros.
El siglo XXI ya está aquí, lleno de novedades, y lo que nos
sigue caracterizando es la inquietud, siempre buscamos lo nuevo.
En la
portada de un libro que se llama La historia de Occidente, de Van der Meer, aparece
un medallón con el retrato de San Agustín. En el medallón se ve un hombre a lomos
de una burra. Es San Agustín haciendo el camino de Tagaste hasta Milán. El hombre
camina siempre. Y San Agustín, por el hecho de caminar, se iba a encontrar, sin saberlo
de antemano, con San Ambrosio, quien provocaría su conversión.
En la inscripción
podemos leer: "el hombre occidental siempre camina hacia adelante, no siempre hacia
lo mejor, pero siempre hacia lo bueno y nuevo". Es decir, no se camina porque se nos
asegure un camino de rosas, sino porque el caminar siempre nos lleva al éxito, a la
sorpresa, a lo nuevo. Esa es la aventura de la fe, de la que seguiremos hablando los
próximos días.
Siguiendo las HUELLAS. El hombre no es más que una huella,
pero una huella hecha a imagen de Dios en la tierra.