Cientos de jóvenes acogieron al Papa en la Vigilia de Colonia
Sábado, 20 ago (RV).- A la llegada del Santo Padre a la explanada de Maria – Marielfield
– todos los jóvenes allí congregados, unos 800.000, vitorearon al Papa con cantos
alzando las banderas y cantando la canción que durante estas Jornadas han inundado
las citas que se habían programado. Benedicto XVI acogió con gran agrado las interpretaciones
musicales y las actuaciones de bailes y malabares que le fueron ofrecidas. Este fue
el discurso que el Papa pronunció para todos los jóvenes congregados durante la noche:
Queridos
jóvenes:
En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos
llegado al momento que san Mateo describe así en su Evangelio: «Entraron en la casa
(sobre la que se había parado la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de
rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron
a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación
interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado a este Rey
recién nacido de modo diferente. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para
obtener del Rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían
que el mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de
que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar
también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado
un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya,
restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este
Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de
Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos
a la renovación del mundo. Eran de esas personas que «tienen hambre y sed de justicia»
(Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos
para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio.
Aunque
otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran
seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer
de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa si no en el palacio del
Rey. No obstante, ahora se postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán
de que Herodes – el Rey al que habían acudido – le acechaba con su poder, de modo
que a la familia no le quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey era
muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de
cómo acostumbramos a imaginarlo. Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo
momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido.
Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea
sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y, con ello cambiar también ellos mismos.
Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente al poder de los grandes del mundo.
Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerle
también a Él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del
poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto
de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26,53).
Al poder estridente y pomposo de este mundo, Él contrapone el poder inerme del amor,
que en la Cruz – y después siempre en la historia – sucumbe y, sin embargo, constituye
la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el Reino de Dios.
Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos
tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios.
Habían venido
para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Éste
era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía
también sus presentes – oro, incienso y mirra –, dones que se hacían a un Rey considerado
divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes
que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como
su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo
un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a Él la causa de
la justicia y del bien en el mundo. En esto, tenían razón. Pero ahora aprenden que
esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de
un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste es poco
para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer
el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad,
del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán: ¿Para
qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo servir a que Dios esté presente
en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse
a sí mismos. Saliendo de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero
Rey, en el seguimiento de Jesús.
Queridos amigos, podemos preguntarnos lo
que todo esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza
diversa de Dios, que ha de orientar nuestras vidas, suena bien, pero queda algo vago
y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de oriente son
sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado
constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está
cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de
los santos – conocidos o desconocidos – mediante los cuales el Señor nos ha abierto
a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía.
En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son
la estela luminosa que Dios ha dejando en el transcurso de la historia, y sigue dejando
aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, ha beatificado y canonizado a
un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. En estas figuras
ha querido demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una
vida del modo justo: a vivir a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido
personas que no han buscado obstinadamente la propia felicidad, sino que han querido
simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. De este modo,
ellos nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas
verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos
reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en
los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo
lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar – tal vez en el dolor – la palabra
de Dios al terminar del obra del creación: «Y era muy bueno». Basta pensar en figuras
como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Ávila, san Ignacio de Loyola,
san Carlos Borromeo, a los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XVIII, que
han animado y orientado el movimiento social, o a los santos de nuestro tiempo: Maximiliano
Kolbe, Edith Stein, Madre Teresa, Padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos
lo que significa «adorar» y lo que quiere decir vivir a medida del niño de Belén,
a medida de Jesucristo y de Dios mismo.
Los santos, hemos dicho, son los
verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo
de los santos, sólo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo
del mundo. En el siglo pasado hemos vivido revoluciones cuyo programa común fue no
esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo
para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, un punto de vista
humano y parcial se tomó como criterio absoluto de orientación. La absolutización
de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre,
sino que le priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan
el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el
garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico.
La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo
que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y, ¿qué puede salvarnos, si no
es el amor?
Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas.
Muchos hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica
la violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios. Los
Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de Belén.«Quien me
ha visto a mí, ha visto al Padre», dijo Jesús a Felipe (Jn 14,9). En Jesucristo, que
por nosotros permitió que su corazón fuera traspasado, en Él se ha manifestado el
verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han
precedido. Entonces iremos por el camino justo.
Esto significa que no nos construimos
un Dios privado, un Jesús privado, sino que creemos y nos postramos ante el Jesús
que nos muestran las Sagradas Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada
Iglesia se manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante
de nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos
lo ha dicho: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña. El
Papa Juan Pablo II, que nos ha mostrado el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos
santos que ha proclamado, también ha pedido perdón por el mal causado en el transcurso
de la historia por las palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo,
también a nosotros nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a
entrar, con todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos
que comenzó a formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista
la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar
estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores.
La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia
de Dios, mediante la cual Él establece un espacio de comunión y unidad en todos los
continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran
familia; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos
lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende
el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la
tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos
con la estrella que ilumina la historia.
«Entraron en la casa, vieron
al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). Queridos
amigos, ésta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí,
en la Hostia consagrada, Él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se
oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente
así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en
tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12,24). Él está presente,
como entonces en Belén. Y nos invita a esa peregrinación interior que se llama adoración.
Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación del espíritu, y pidámosle a Él
que nos guíe. Amén.