Mensaje de Benedicto XVI en el encuentro ecuménico de Colonia
Viernes, 19 ago (RV).- El Santo Padre ha mantenido esta tarde un encuentro ecuménico
en el arzobispado de Colonia, a continuación les ofrecemos el texto íntegro del discurso
de Benedicto XVI:
Queridos hermanos y hermanas en Cristo, nuestro común Señor
Es para mi una alegría encontrarme con vosotros, representantes de las otras
Iglesias y Comunidades eclesiales, durante mi visita en Alemania. Os saludo muy cordialmente
a todos. Procediendo yo mismo de este País, conozco bien la situación penosa que la
ruptura de la unidad en la profesión de la fe ha comportado para muchas personas y
familias. Este es un motivo más por el que, tras mi elección como Obispo de Roma,
como Sucesor del apóstol Pedro, he manifestado el firme propósito de asumir como una
prioridad de mi Pontificado la recuperación de la unidad de los cristianos, plena
y visible. Con ello he querido conscientemente seguir las huellas de mis dos grandes
Predecesores: de Pablo VI, que hace ya más de cuarenta años firmó el Decreto conciliar
sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, y de Juan Pablo II, que después hizo de
este documento el criterio inspirador de su actuación. En el diálogo ecuménico, Alemania
es un lugar de particular importancia. En efecto, no es sólo el País donde tuvo origen
la Reforma; también es uno de los Países en los que surgió el movimiento ecuménico
del siglo XX. A causa de los flujos migratorios del siglo pasado, también cristianos
de las Iglesias ortodoxas y de las antiguas Iglesias del Oriente han encontrado en
este País una nueva patria. Esto ha favorecido indudablemente la confrontación y el
intercambio. Nos alegramos todos al constatar que el diálogo, con el pasar del tiempo,
ha suscitado un redescubrimiento de la hermandad y ha creado entre los cristianos
de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales un clima más abierto y confiado.
Mi venerado Predecesor, en su Encíclica Ut unum sint (1995), ha indicado precisamente
en esto un fruto particularmente significativo del diálogo (cf. nn. 41s.; 64).
La
hermandad entre los cristianos no es simplemente un vago sentimiento y tampoco nace
de una forma de indiferencia respecto a la verdad. Se basa en la realidad sobrenatural
de un único Bautismo, que nos inserta en el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,13;
Ga 3,28; Col 2,12). Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos
como único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2,5), subrayando nuestra común
pertenencia a Él (cf. Unitatis redintegratio, 22; Ut unum sint, 42). Sobre este fundamento,
el diálogo ha dado sus frutos. Quisiera mencionar la revisión, auspiciada por Juan
Pablo II durante su primera visita a Alemania en 1980, de las condenas recíprocas
y, sobre todo, la «Declaración común sobre la doctrina de la justificación» (1999),
que fue un resultado de dicha revisión y llevó a un acuerdo sobre cuestiones fundamentales
que habían sido objeto de controversias desde el siglo XVI. Además, hay que reconocer
con gratitud los resultados obtenidos en las diversas tomas de posición comunes sobre
asuntos importantes, como las cuestiones fundamentales sobre la defensa de la vida
y la promoción de la justicia y la paz. Soy muy consciente de que muchos cristianos
en este País, y no sólo en él, se esperan más pasos concretos de acercamiento. También
yo los espero. En efecto, el mandamiento del Señor, pero también la hora presente
impone continuar de modo convencido el diálogo a todos los niveles de la vida de la
Iglesia. Obviamente, éste debe desarrollarse con sinceridad y realismo, con paciencia
y perseverancia, con plena fidelidad al dictamen de la conciencia. No se puede mantener
un diálogo a costas del verdad; el diálogo tiene que desarrollarse en la caridad y
en la verdad.
No pretendo desarrollar aquí un programa de temas inmediatos
de diálogo; esto es tarea de los teólogos en colaboración con los Obispos. Permitidme
solamente una observación: las cuestiones eclesiológicas, y especialmente la del ministerio
consagrado, o sea, del sacerdocio, están ligadas inseparablemente a la cuestión sobre
la relación entre Escritura e Iglesia, es decir, a instancia de la justa interpretación
de la Palabra de Dios y su desarrollo en la vida de la Iglesia.
Una prioridad
urgente en el diálogo ecuménico la constituye también las grandes cuestiones éticas
que plantea nuestro tiempo; en este campo, los hombres de hoy en búsqueda, esperan
con razón una respuesta común de los cristianos, que, gracias a Dios, en muchos casos
casi se ha encontrado. Pero, desdichadamente, no siempre. A causa de las contradicciones
en este campo, el testimonio evangélico y la orientación ética debida a los fieles
y a la sociedad pierden fuerza, asumiendo muchas veces características vagas, y descuidando
así nuestro deber de dar a nuestro tiempo el testimonio necesario. Nuestras divisiones
contrastan con la voluntad de Jesús y nos desautorizan ante los hombres.
¿Qué
significa restablecer la unidad de todos los cristianos? La Iglesia católica pretende
lograr la plena unidad visible de los discípulos de Cristo, tal como la ha definido
el Concilio Ecuménico Vaticano II en varios de sus documentos (cf. Lumen gentium,
nn. 8;13; Unitatis redintegratio, nn. 2;4; etc.). Según nuestra convicción, dicha
unidad existe en la Iglesia católica sin posibilidad de que se pierda (cf. Unitatis
redintegratio, n. 4). No significa, sin embargo, uniformidad en todas las expresiones
de la teología y la espiritualidad, en las formas litúrgicas y en la disciplina. Unidad
en la multiplicidad y multiplicidad en la unidad. En la homilía en la solemnidad de
San Pedro y San Pablo, el pasado 29 de junio, he subrayado que la plena unidad y la
verdadera catolicidad van juntas. Una condición necesaria para que esta coexistencia
tenga lugar es que el compromiso por la unidad se purifique y se renueve continuamente,
crezca y madure. El diálogo puede contribuir a lograr este objetivo. El diálogo es
más que un intercambio de ideas: es un intercambio de dones (cf. Ut unum sint, n.
28), en el que las Iglesias y las Comunidades eclesiales pueden poner a disposición
su propio tesoro (cf. Lumen gentium, nn. 8;15; Unitatis redintegratio, nn. 3;14s;
Ut unum sint, nn. 10.14). Precisamente por este compromiso, el camino puede continuar
paso a paso hasta llegar a la plena unidad, cuando, finalmente, «lleguemos todos a
la unidad de la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, el hombre perfecto, a medida
de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13). Es obvio que un diálogo como éste sólo puede
llevarse a cabo hasta el fondo en un contexto de espiritualidad sincera y coherente.
No podemos «hacer» la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente
como don del Espíritu Santo. Por tanto, el ecumenismo espiritual, es decir, la oración,
la conversión y la santidad de vida, son el corazón del movimiento ecuménico (cf.
Unitatis redintegratio, n. 8; Ut unum sint, nn. 15s; 21 etc.). También se podría decir
que la mejor forma de ecumenismo consiste en vivir según el Evangelio.
Veo
con especial optimismo el hecho de que hoy se está desarrollando una especie de «red»,
de conexión espiritual entre católicos y cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades
eclesiales: cada uno se compromete en la oración, en la revisión de la propia vida,
en la purificación de la memoria, en la apertura a la caridad. El padre del ecumenismo
espiritual, Paul Couturier, ha hablado a este respecto de un «claustro invisible»,
que acoge en su recinto a estas almas apasionadas de Cristo y su Iglesia. Estoy convencido
de que, si un número creciente de personas se une a la oración del Señor «para que
todos sean uno» (Jn 17,21), dicha plegaria en el nombre de Jesús no caerá en vacío
(cf. Jn 14,13; 15,7.16 etc.). Con la ayuda que viene de lo alto, encontraremos soluciones
practicables en las diversas cuestiones aún abiertas y, al final, el deseo de unidad
será colmado cuando y como Él quiera. Os invito a todos a recorrer conmigo este camino.