“El Señor da fuerza a su pueblo y lo bendice con la paz", palabras de Benedicto XVI
en su visita a la sinagoga de Colonia
Viernes, 19 ago (RV).- Benedicto XVI ha iniciado este segundo día en Colonia - en
la que es la XX Jornada Mundial de la Juventud - con la celebración, en privado, de
la Santa Misa en la capilla del arzobispado de dicha ciudad alemana. A la ceremonia
han asistido un grupo de veinte jóvenes del Comité Organizador de estas jornadas.
Tras
este acto, el Pontífice se ha trasladado a la Villa Hammerschmidt de Bonn, en donde
reside el presidente de la República Federal Alemana, Horst Köhler, quien ha recibido
a Benedicto XVI intercambiándose ambos sendos regalos. A mediodía el Papa se ha dirigido
a la Sinagoga de Colonia, en donde ha sido recibido por su rabino, Natanael Teitelbeaum,
quien ha acompañado al Pontífice hasta la sala de la Memoria, lugar que recuerda las
víctimas del nacional socialismo y del terrorismo.
Tras esta emotiva visita,
el rabino ha acompañado al Papa al altar, desde donde ha escuchado la lectura del
Pentateuco en hebreo, para pasar después al canto del Salmo 22: “El Señor es mi pastor,
nada me falta”. Seguidamente, y tras sonar el “schofar” – cuerno que con su sonido
hace un llamamiento a la paz – uno de los presidentes de la sinagoga, Abraham Lehrer,
ha saludado en nombre de toda la comunidad al Santo Padre.
Lehrer en su mensaje
ha destacado la importancia de esta visita del Pontífice a una sinagoga en el que
es su primer viaje al extranjero desde que fuera nombrado Papa. En estos términos
se ha expresado el rabino de la sinagoga, Netanel Teitelbaum, quien ha recordado a
Benedicto XVI la importancia de mantener el diálogo entre judíos y cristianos.
Seguidamente,
el Santo Padre ha pronunciado un discurso muy emotivo a todos los presentes, estas
fueron sus palabras:
Distinguidas señoras, ilustres señores, Queridos hermanos
y hermanas
¡Schalom lêchém! Tras la elección como sucesor del apóstol Pedro,
deseaba ardientemente, con ocasión de mi primera visita a Alemania, encontrarme con
la comunidad hebrea de Colonia y los representantes del judaísmo alemán. Quisiera
enlazar esta visita con lo ocurrido el 17 de noviembre de 1980, cuando mi venerado
predecesor, el Papa Juan Pablo II, en su primer viaje a Alemania, se encontró en Maguncia
con el Comité Central Hebreo en Alemania y la Conferencia Rabínica. Deseo confirmar
también en esta circunstancia mi intención de continuar el camino hacia una mejora
de las relaciones y de la amistad con el pueblo hebreo, en el que el Papa Juan Pablo
II ha dado pasos decisivos (cf. A la Delegación del International Jewish Committee
on Interreligious Consultations, 9 junio 2005: L’Osservatore Romano, 10 junio 2005,
p. 5).
La comunidad judía de Colonia puede sentirse realmente «en casa» en
esta ciudad. En efecto, ésta es la sede más antigua de una comunidad hebrea en territorio
alemán: se remonta a la Colonia de la época romana. La historia de las relaciones
entre la comunidad hebrea y la comunidad cristiana es compleja y a menudo dolorosa.
Ha habido periodos de buena convivencia, aunque también se ha producido la expulsión
de los judíos de Colonia en el año 1424. Después, en el siglo XX, en el tiempo más
oscuro de la historia alemana y europea, una demencial ideología racista, de matriz
neopagana, dio origen al intento, planeado y realizado sistemáticamente por el régimen,
de exterminar el judaísmo europeo: se produjo así lo que ha pasado a la historia como
la Shoá. Sólo en Colonia, las víctimas conocidas por su nombre de este crimen inaudito,
y hasta aquel momento también inimaginable, se elevan a 7.000; en realidad, seguramente
fueron muchas más. No se reconocía la santidad de Dios, y por eso se menospreció también
la sacralidad de la vida humana.
Este año se celebra el 60º aniversario de
la liberación de los campos de concentración nazis, en los que millones de judíos
– hombres, mujeres y niños – fueron llevados a la muerte en las cámaras de gas e incinerados
en los hornos crematorios. Hago mías las palabras escritas por mi venerado Predecesor
con ocasión del 60º aniversario de la liberación de Auschwitz y digo también: «Me
inclino ante todos los que experimentaron aquella manifestación del mysterium iniquitatis».
Los acontecimientos terribles de entonces han de «despertar incesantemente las conciencias,
extinguir los conflictos y exhortar a la paz» (Mensaje por la liberación de Auschwitz,
15 enero 2005). Hemos de recordarnos a la vez de Dios y de su sabio proyecto para
el mundo por Él creado: Él, advierte el Libro de la Sabiduría, es «amante de la vida»
(11, 26).
Se cumple también este año el 40° aniversario de la promulgación
de la Declaración Nostra aetate, del Concilio Ecuménico Vaticano II, que ha abierto
nuevas perspectivas en las relaciones judeocristianas en un clima de diálogo y solidaridad.
Esta Declaración, en el capítulo cuarto, recuerda nuestras raíces comunes y el rico
patrimonio espiritual que comparten judíos y cristianos. Tanto los judíos como los
cristianos reconocen en Abraham a su padre común en la fe (cf. Ga 3,7; Rm 4,11s.),
y hacen referencia a las enseñanzas de Moisés y los profetas. La espiritualidad de
los judíos, al igual que los cristianos, se alimenta de los Salmos. Con el apóstol
Pablo, los cristianos están convencidos que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables»
(Rm 11,29; cf, 9,6.11; 11,1s). Teniendo en cuenta la raíz hebrea del cristianismo
(cf. Rm 11,16.24), mi venerado Predecesor, confirmando un juicio de los Obispos alemanes,
dijo: «Quién encuentra a Jesucristo encuentra al hebraísmo» (Insegnamenti, vol. III/2,
1980, p. 1272).
La Declaración conciliar Nostra aetate, por tanto, «deplora
los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objeto
los judíos de cualquier tiempo y por parte de cualquier persona» (n. 4). Dios nos
ha creado a todos «a su imagen» (cf. Gn 1,27), honrándonos así con una dignidad trascendente.
Ante Dios, todos los hombres tienen la misma dignidad, a cualquier pueblo, cultura
o religión que pertenezcan. Por esta razón la Declaración Nostra aetate también habla
con gran consideración de los musulmanes (cf. n. 3), y de los pertenecientes a otras
religiones (cf. n. 2). Fundándose en la dignidad humana común a todos, la Iglesia
católica «reprueba, como ajena al espíritu de Cristo, cualquier discriminación o vejación
por motivos de raza o color, de condición o religión» (ibíd., n. 5). La Iglesia es
consciente del deber que tiene de trasmitir, tanto en la catequesis como en cada aspecto
de su vida, esta doctrina a las nuevas generaciones que no han visto los terribles
acontecimientos ocurridos antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Es una tarea
especialmente importante porque, desafortunadamente, hoy resurgen nuevos signos de
antisemitismo y aparecen diversas formas de hostilidad generalizada hacia los extranjeros.
¿Cómo no ver en eso un motivo de preocupación y cautela? La Iglesia católica se compromete
– lo reafirmo también esta ocasión – en favor de la tolerancia, el respeto, la amistad
y la paz entre todos los pueblos, las culturas y las religiones.
En los cuarenta
años transcurridos desde la Declaración conciliar Nostra aetate, tanto en Alemania
como en el ámbito internacional se ha hecho mucho para mejorar y ahondar las relaciones
entre judíos y cristianos. Además de las relaciones oficiales, y gracias sobre todo
a la colaboración entre los especialistas en ciencias bíblicas, se han entablado muchas
amistades. A este propósito, recuerdo las diversas declaraciones de la Conferencia
Episcopal alemana y la actividad benéfica de la «Sociedad para la colaboración cristiano-hebrea
de Colonia», que ha contribuido a que la comunidad hebrea, a partir del año 1945,
pudiera sentirse nuevamente «en su casa» en Colonia y se estableciera una buena convivencia
con las comunidades cristianas. Pero queda aún mucho por hacer. Hemos de conocernos
recíprocamente mucho más y mejor. Por eso aliento a un diálogo sincero y confiado
entre judíos y cristianos: sólo de este modo será posible llegar a una interpretación
compartida sobre cuestiones históricas aún discutidas y, sobre todo, avanzar en la
valoración, desde el punto de vista teológico, de la relación entre hebraísmo y cristianismo.
Este diálogo, para ser sincero, no debe ocultar o minimizar las diferencias existentes:
también en lo que, por nuestras íntimas convicciones de fe, nos distinguen unos de
otros, y precisamente en ello, hemos de respetarnos recíprocamente.
Finalmente,
no debemos mirar sólo hacia atrás, hacia el pasado, sino también hacia delante, hacia
las tareas de hoy y de mañana. Nuestro rico patrimonio común y nuestra relación fraterna
inspirada en una confianza creciente, nos obligan a dar conjuntamente un testimonio
todavía más concorde, colaborando prácticamente en favor de la defensa y la promoción
de los derechos del hombre y el carácter sagrado de la vida humana, de los valores
de la familia, de la justicia social y de la paz en el mundo. El Decálogo (cf. Ex
20; Dt 5) es nuestro patrimonio y compromiso común. Los diez mandamientos no son una
carga, sino la indicación del camino hacia una vida en plenitud. Lo son particularmente
para los jóvenes que encuentro en estos días y que tengo muy presentes en el corazón.
Es mi deseo que sepan reconocer en el Decálogo la lámpara para sus pasos, la luz en
su camino (cf. Sal 118,105). Los adultos tienen la responsabilidad de pasar a los
jóvenes la antorcha de la esperanza que fue entregada por Dios tanto a los judíos
como a los cristianos, para que las fuerzas del mal «nunca más» prevalezcan, y las
generaciones futuras, con la ayuda de Dios, puedan construir un mundo más justo y
pacífico en el que todos los hombres tengan el mismo derecho de ciudadanía.
Concluyo
con las palabras del Salmo 29, que son un deseo y también una oración: «El Señor da
fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz».
¡Que él nos escuche!
Tras el discurso del Santo Padre, todos los presentes se han puesto en pie
aplaudiendo ante las palabras pronunciadas por el Pontífice. Al Papa le han sido presentados
varios miembros de la comunidad que han destacado por su trabajo en la integración
en Alemania de los judíos inmigrantes de los países de Europa Oriental. La ceremonia
en la sinagoga, ha finalizado con el canto en hebreo del “Ssim Shalom”: “Danos paz,
cosas buenas, bendiciones, gracia, amor y misericordia, a nosotros y a todo Israel,
tu pueblo (…)”. Seguidamente el Pontífice ha salido de la sinagoga rumbo al arzobispado
de Colonia, donde ha comido con 12 jóvenes, 10 en representación de los cinco continentes,
y dos en representación de Alemania.