Mensaje de acogida del Papa a los jóvenes durante la navegación por el Rhin
Viernes, 19 ago (RV).- A continuación les ofrecemos el mensaje que el Santo Padre
dirigió a todos los jóvenes que junto a él navegaron ayer por las aguas del Rhin.
Queridos
jóvenes:
Es una dicha encontrarme con vosotros aquí, en Colonia, a orillas
del Rhin. Habéis venido desde varias partes de Alemania, de Europa, del mundo, haciéndoos
peregrinos tras los Magos de Oriente. Siguiendo sus huellas, queréis descubrir a Jesús.
Habéis aceptado emprender el camino para llegar también vosotros a contemplar, personal
y comunitariamente, el rostro de Dios manifestado en el niño acostado en el pesebre.
Como vosotros, también yo me he puesto en camino para, con vosotros, arrodillarme
ante la blanca Hostia consagrada, en la que los ojos de la fe reconocen la presencia
real del Salvador del mundo. Todos juntos seguiremos meditando sobre el tema de esta
Jornada Mundial del Juventud: «Venimos a adorarlo» (Mt 2,2).
Os saludo
y os recibo con inmensa alegría, queridos jóvenes, tanto si venís de cerca como de
lejos, caminando por las sendas del mundo y los derroteros de vuestra vida. Saludo
particularmente a los que han venido de Oriente, como los Magos. Representáis a las
incontables muchedumbres de nuestros hermanos y hermanas de la humanidad que esperan,
sin saberlo, que aparezca en su cielo la estrella que los conduzca a Cristo, Luz de
las Gentes, para encontrar en Él la respuesta que sacie la sed de sus corazones. Saludo
con afecto también a los que estáis aquí y no habéis recibido el bautismo, a los que
no conocéis todavía a Cristo o no os reconocéis en la Iglesia. Precisamente a vosotros
os invitaba de modo particular a este encuentro el Papa Juan Pablo II; os agradezco
que hayáis decidido venir a Colonia. Alguno de vosotros podría tal vez identificarse
con la descripción que Edith Stein hizo de su propia adolescencia, ella, que vivió
después en el Carmelo de Colonia: «Había perdido conscientemente y deliberadamente
la costumbre de rezar». Durante estos días podréis recobrar la experiencia vibrante
de la oración como diálogo con Dios, del que sabemos que nos ama y al que, a la vez,
queremos amar. Quisiera decir a todos insistentemente: abrid vuestro corazón a Dios,
dejad sorprenderos por Cristo. Dadle el «derecho a hablaros» durante estos días. Abrid
las puertas de vuestra libertad a Su amor misericordioso. Presentad vuestras alegrías
y vuestras penas a Cristo, dejando que Él ilumine con Su luz vuestra mente y acaricie
con Su gracia vuestro corazón. En estos días benditos de alegría y deseo de compartir,
haced la experiencia liberadora de la Iglesia como lugar de la misericordia y de la
ternura de Dios para con los hombres. En la Iglesia y mediante la Iglesia llegaréis
a Cristo que os espera.
Al llegar hoy a Colonia para participar con vosotros
en la XX Jornada Mundial de la Juventud, me surge espontáneamente el recuerdo emocionado
y agradecido del Siervo de Dios, tan querido por todos nosotros, Juan Pablo II, que
tuvo la idea brillante de convocar a los jóvenes de todo el mundo para celebrar juntos
a Cristo, único Redentor del género humano. Gracias al diálogo profundo que se ha
desarrollado durante más de veinte años entre el Papa y los jóvenes, muchos de ellos
han podido profundizar la fe, establecer lazos de comunión, apasionarse por la Buena
Nueva de la salvación en Cristo y proclamarla en muchas partes de la tierra. Este
gran Papa ha sabido entender los desafíos que se presentan a los jóvenes de hoy y,
confirmando su confianza en ellos, no ha dudado en incitarlos a proclamar con valentía
el Evangelio y ser constructores intrépidos de la civilización de la verdad, del amor
y de la paz.
Ahora me corresponde a mí recoger esta extraordinaria herencia
espiritual que nos ha dejado el Papa Juan Pablo II. Él os ha querido, vosotros le
habéis entendido y habéis correspondido con el entusiasmo de vuestra edad. Ahora,
todos juntos tenemos el cometido de llevar a la práctica sus enseñanzas. Con este
compromiso estamos aquí, en Colonia, peregrinos tras las huellas de los Magos. Según
la tradición, en griego sus nombres eran Melchor, Gaspar y Baltasar. Mateo refiere
en su Evangelio la pregunta que ardía en el corazón de los Magos: «¿Dónde está el
Rey de los Judíos que ha nacido?» (Mt 2, 2). Su búsqueda era el motivo por el cual
emprendieron el largo viaje hasta Jerusalén. Por eso soportaron fatigas y sacrificios,
sin ceder al desaliento y a la tentación de volver atrás. Ésta era la única pregunta
que hacían cuando estaban cerca de la meta. También nosotros hemos venido a Colonia
porque hemos sentido en el corazón, si bien de forma diversa, la misma pregunta que
inducía a los hombres de Oriente a ponerse en camino. Es cierto que hoy no buscamos
ya a un rey; pero estamos preocupados por la situación del mundo y preguntamos: ¿Dónde
encuentro los criterios para mi vida; dónde los criterios para colaborar de modo responsable
en la edificación del presente y del futuro de nuestro mundo? ¿De quién puedo fiarme;
a quién confiarme? ¿Dónde está aquél que puede darme la respuesta satisfactoria a
los anhelos del corazón? Plantearse dichas cuestiones significa reconocer, ante todo,
que el camino no termina hasta que se ha encontrado a Quien tiene el poder de instaurar
el Reino Universal de justicia y paz, al que los hombres aspiran, aunque no lo sepan
construir por sí solos. Hacerse estas preguntas significa además buscar a Alguien
que ni se engaña ni puede engañar, y que por eso es capaz de ofrecer una certidumbre
tan firme, que merece la pena vivir por ella y, si fuera preciso, también morir por
ella.
Cuando se perfila en el horizonte de la existencia una respuesta como
ésta, queridos amigos, hay que saber tomar las decisiones necesarias. Es como alguien
que se encuentra en una bifurcación: ¿Qué camino tomar, el qué sugieren las pasiones
o el qué indica la estrella que brilla en la conciencia? Los Magos, una vez que oyeron
la respuesta «en Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta» (Mt 2,5), decidieron
continuar el camino y llegar hasta el final, iluminados por esta palabra. Desde Jerusalén
fueron a Belén, es decir, desde la palabra que les había indicado dónde estaba el
Rey de los Judíos que buscaban, hasta el encuentro con aquel Rey, que es al mismo
tiempo el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. También a nosotros se nos
dice aquella palabra. También nosotros hemos de hacer nuestra opción. En realidad,
pensándolo bien, ésta es precisamente la experiencia que hacemos en la participación
en cada Eucaristía. En efecto, en cada Misa, el encuentro con la Palabra de Dios nos
introduce en la participación del misterio de la Cruz y resurrección de Cristo y de
este modo nos introduce en la Mesa eucarística, en la unión con Cristo. En el altar
está presente al que los Magos vieron acostado entre pajas: Cristo, el Pan vivo bajado
del cielo para dar la vida al mundo, el verdadero Cordero que da su propia vida para
la salvación de la humanidad. Iluminados por la Palabra, siempre es en Belén – la
«Casa del pan» – donde podremos tener ese encuentro sobrecogedor con la indecible
grandeza de un Dios que se ha humillado hasta el punto hacerse ver en el pesebre y
de darse como alimento sobre el altar.
¡Podemos imaginar el asombro de
los Magos ante el Niño en pañales! Sólo la fe les permitió reconocer en la figura
de aquel niño al Rey que buscaban, al Dios al que la estrella les había guiado. En
Él, cubriendo el abismo entre lo finito y lo infinito, entre lo visible y lo invisible,
el Eterno ha entrado en el tiempo, el Misterio se ha dado a conocer, mostrándose ante
nosotros en los frágiles miembros de un niño recién nacido. «Los Magos están asombrados
ante lo que allí contemplan: el cielo en la tierra y la tierra en el cielo; el hombre
en Dios y Dios en el hombre; ven encerrado en un pequeñísimo cuerpo aquello que no
puede ser contenido en todo el mundo» (San Pedro Crisólogo, Serm. 160,2). Durante
estas jornadas, en este «Año de la Eucaristía», contemplaremos con el mismo asombro
a Cristo presente en el Tabernáculo de la misericordia, en el Sacramento del altar.
Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear,
tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazareth, oculto en la Eucaristía. Sólo
Él da plenitud de vida a la humanidad. Decid, con María, vuestro «sí» al Dios que
quiere entregarse a vosotros. Os repito hoy lo que he dicho al principio de mi pontificado:
« Quien deja entrar a Cristo [en la propia vida] no pierde nada, nada – absolutamente
nada – de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se
abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes
potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que
es bello y lo que nos libera» (Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino,
24 abril 2005). Estad plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que hay de
hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de
Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo.
Os invito a que
os esforcéis estos días a servir sin reservas a Cristo, cueste lo que cueste. El encuentro
con Jesucristo os permitirá gustar interiormente la alegría de su presencia viva y
vivificante, para testimoniarla después en vuestro entorno. Que vuestra presencia
en esta ciudad sea el primer signo de anuncio del Evangelio mediante el testimonio
de vuestro comportamiento y alegría de vivir. Hagamos surgir de nuestro corazón un
himno de alabanza y acción de gracias al Padre por tantos bienes que nos ha dado y
por el don de la fe que celebraremos juntos, manifestándolo al mundo desde esta tierra
del centro de Europa, de una Europa que debe mucho al Evangelio y a los que han dado
testimonio de él a lo largo de los siglos.
Ahora me haré peregrino hacia
la catedral de Colonia para venerar allí las reliquias de los santos Magos, que decidieron
abandonar todo para seguir la estrella que los condujo al Salvador del género humano.
También vosotros, queridos jóvenes, habéis tenido o tendréis ocasión de hacer la misma
peregrinación. Estas reliquias no son más que el signo frágil y pobre de lo que ellos
fueron y vivieron hace tantos siglos. Las reliquias nos conducen a Dios mismo; en
efecto, es Él quien, con la fuerza de su gracia, da a seres frágiles la valentía de
testimoniarlo ante del mundo. Cuando la Iglesia nos invita a venerar los restos mortales
de los mártires y de los santos, no olvida que, en definitiva, se trata de pobres
huesos humanos, pero huesos que pertenecían a personas en las que se ha posado la
potencia trascendente de Dios. Las reliquias de los santos son huellas de la presencia
invisible pero real que ilumina las tinieblas del mundo, manifestando el Reino de
los cielos que habita dentro de nosotros. Ellas proclaman, con nosotros y por nosotros:
«Maranatha» – «Ven, Señor Jesús». Queridos, con estas palabras os saludo y os cito
para la vigilia del sábado por la tarde. A todos, ¡hasta luego!