2005-04-06 13:03:35

Juan Pablo II nos enseñó que la edad y la enfermedad no son un obstáculo para amar con pasión la vida


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Miércoles, 6 abr (RV).- “El don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él”. Con estas palabras, llevadas a la práctica hasta el final, Juan Pablo II se dirigía en 1999 a los ancianos, en una entrañable carta que se unía a la iniciativa de la ONU para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar muchos y difíciles problemas.

Bien lo supo el Pontífice, quien en sus últimos años padeció el paso inexorable del tiempo y sus consecuencias. Y más que nunca fiel a su máxima “No tengáis miedo” afrontó hasta el final, su firme convicción de que la vejez es simplemente otra etapa de la vida, con características peculiares, y en cierto sentido, privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la experiencia, porque el tiempo es un gran maestro.

Juan Pablo II nos enseñó, especialmente en sus últimos años, que la edad y la degeneración física no son obstáculo alguno para seguir amando con pasión la vida, ni una barrera infranqueable para identificarse espiritualmente con los más jóvenes.

“Si nos detenemos a analizar la situación actual -escribía el Papa en su Carta a los Ancianos-, constatamos como, en algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es mucho menos a causa de una mentalidad que pone en primer término la utilidad inmediata y la productividad del hombre. A causa de esta actitud, la llamada tercera o cuarta edad es frecuentemente infravalorada, y los ancianos mismos se sienten inducidos a preguntarse si su existencia es todavía útil”.

De hecho, “los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas”.

“Los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra”. Con estas palabras el Papa volvía a aludir a un concepto muy recurrente durante su Pontificado: la solidaridad. La ayuda mutua y el respeto por quienes han gastado generosamente su vida por los demás, y en el otoño de la vida, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, siguen sintiéndose parte viva de la sociedad. “Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los distintos caminos”.

“A medida que se prolonga la media de vida y crece del número de los ancianos, será cada vez más urgente promover esta cultura de una ancianidad acogida y valorada, no relegada al margen”. En esta proposición del Santo Padre, “el ideal sigue siendo la permanencia del anciano en la familia, con la garantía de eficaces ayudas sociales para las crecientes necesidades que conllevan la edad o la enfermedad. Sin embargo, hay situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el ingreso en "residencias de ancianos", para que el anciano pueda gozar de la compañía de otras personas y recibir una asistencia específica. Dichas instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que pueden dar un precioso servicio, en la medida en que se inspiran en criterios no sólo de eficacia organizativa, sino también de una atención afectuosa.

Y en este contexto podemos observar las actitudes encontradas ante la vejez; de quienes la viven dominados por la compasión, con angustia y congoja ante los padecimientos del anciano, sentimientos que inevitablemente le transmiten y quienes, acostumbrados a mirar a la vejez con los ojos de quien atraviesa una nueva etapa del recorrido, comunican nuevas energías, que permiten saborear, a pesar de las limitaciones, el gusto por la vida.







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