Domingo, 27 mar (RV).- En este día, S. Atanasio anunciaba a los cristianos que acudían
a la Eucaristía: «¡hemos entrado en el gran domingo!». Sí, hoy es el domingo primero
de todos los domingos del año. Justo por ser la conmemoración anual de lo que celebramos
cada domingo los cristianos: el día de la resurrección del Señor. Es el día lo que
hace que la misa del domingo sea más importante que todas las demás; y es este domingo,
marcado como aniversario de la resurrección de Cristo, lo que hace que sea el más
festivo. Cada pueblo o grupo humano establece sus fiestas: son las fechas en que reafirma
y celebra, de la forma más expresiva, los hitos decisivos que marcaron su historia;
los acontecimientos que fraguaron su propia identidad; los fundamentos que sostienen
su esperanza. Los cristianos celebramos hoy nuestra gran fiesta: Cristo, nuestro Señor,
ha resucitado y nosotros hemos pasado con Él de la muerte a la vida.
Celebramos, pues, el misterio central de nuestra fe. Tal y como desde aquel día nos
lo transmitieron los testigos privilegiados del acontecimiento. Por eso precisamente,
la Iglesia quiere escuchar hoy ese testimonio apostólico original en el que se funda
todo lo que cree. Fue en casa de Cornelio, un romano convertido al Evangelio, donde
Pedro lo proclamó por primera vez a los que no eran ya judíos. En nombre de los Doce,
decía: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo Jesús en Judea y en Jerusalén.
Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo
ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros,
que hemos comido y bebido con él después de la resurrección. Nos encargó predicar
al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos.
El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben, por su
nombre, el perdón de los pecados».
Sí, Pedro y sus compañeros tuvieron que abrirse paulatinamente a esa experiencia del
Señor resucitado: desde el desconcierto ante el hecho del sepulcro vacío, hasta que
los encuentros con el mismo Resucitado se lo fueron clarificando. Es éste el recorrido
que la Iglesia quiere también revivir, durante el tiempo pascual que hoy inaugura
hasta Pentecostés. El Evangelio nos cuenta, pues, la primera reacción de aquellos
discípulos, al descubrir el sepulcro vacío. Fue María Magdalena quien dio la voz de
alarma, en aquella primera mañana de Pascua: «Se han llevado del sepulcro al Señor
y no sabemos dónde lo han puesto». Camino del sepulcro salieron Pedro y el otro discípulo,
a quien tanto quería Jesús. Éste llegó antes, pero esperó a que entrara primero el
que era primero que él. Pedro sólo se fijó en lo que podía ver: las vendas por el
suelo; y el sudario con que habían cubierto el rostro de Jesús, no por el suelo con
las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo
que no sólo vio, sino que también creyó.
Y es que el sudario plegado con cuidado, pero aparte ya, era todo un «signo» de que
en el rostro del Resucitado se desvelaría por fin, sin otras apariencias, la gloria
de Dios. Pedro era uno de los que siempre se dejó llevar por las apariencias de la
realidad palpada. Por eso, sólo pudo ver el «signo», sin lograr comprender aún su
significado. Pero el otro discípulo, impulsado más por el amor, tenía el corazón mejor
dispuesto para alcanzar lo que sólo la fe puede hacer entender. Y, por eso, no sólo
vio, sino que también creyó. Toda una experiencia que nos da la clave de nuestra propia
fe: aquellos primeros discípulos son los fundamentos de nuestra fe, porque son los
testigos que lo pudieron ver; pero aceptar su testimonio se funda en ese amor que
nos da la capacidad para alcanzar la dicha de creer sin ver. Sí, la fe en el Señor
Jesús es fruto también de una opción radical: la de los que, no conformándose con
sólo los bienes de la tierra, aspiran a los bienes de arriba, donde está Cristo sentado
a la derecha de Dios, como nos dice hoy el Apóstol. Es ésta la condición para poder
gozar la experiencia de vida nueva que entraña cada domingo, sin convertirlo en un
día más de la tierra.