Sábado 26 mar (RV).- Durante el sábado santo de la sepultura del Señor, la Iglesia
permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte y su descenso
a los infiernos; y esperando en la oración y el ayuno su Resurrección. (PFP 73)
Al viernes santo le sigue el sábado, el día de Jesús muerto en el sepulcro. Ayer escuchamos
que “dando un fuerte grito, expiró”. Todo estaba cumplido, Él estaba muerto. Y no
fue una muerte aparente. Jesús ha muerto verdaderamente en la carne y ya está con
los muertos. Él, como nos cuenta Mateo “como Jonás permaneció tres días y tres noches
en el vientre de la ballena, así Él permaneció tres días y tres noches en el corazón
de la tierra”. Su sepultura y sepulcro confirman su muerte, según el sentido del Nuevo
Testamento. Él, el crucificado, ahora yace en el sepulcro y está en el reino de los
muertos como un muerto más. Hemos llegado a la tarde del viernes santo y al sábado
santo. Ha llegado el silencio sepulcral.
Silencio, ayuno y austeridad no vacíos, sino llenos de sentido: están llenos de esperanza,
contenidos, en espera de la fiesta... Oración y meditación junto al sepulcro del Señor:
Jesús en el sepulcro es el mejor símbolo del Mesías que se ha abrazado con el dolor,
la muerte y el silencio de todos los hombres de todos los tiempos. Pero es una situación
esperanzada: dormiré y descansaré en paz; mi carne descansa serena; espero gozar de
la dicha del Señor en el país de la vida.
No podemos anticipar a este día la alegría pascual. El Sábado Santo es como un paréntesis
entre el dolor de ayer y la alegría de mañana. Más aún, el Sábado encierra un misterio
que no se puede decir con palabras ni expresar por medio de ritos. Es una ocasión
para meditar sobre la seriedad de una muerte que no ha sido una ficción ni un paseo,
por otro lado penoso, hacia una resurrección prevista y esperada.
Ciertamente Jesús era animado por la esperanza, manifestada en los salmos con los
que ora a su Padre Dios, y que habían sostenido a los creyentes en el Antiguo Testamento.
Dios no abandona en su fidelidad al mísero y afligido, no le deja morir en las manos
de sus enemigos y le ofrece después una existencia más fecunda. Pero esta certeza
sólo se ampliaban tímidamente hacia el más allá. A pesar de estas premisas bíblicas,
la perspectiva histórica de Jesús se encuentra con una violencia feroz que no le consiente
escapatoria alguna y le empuja hacia el abismo de la muerte.
¿Qué ocurrirá después con Él? Nosotros ya lo sabemos y esperamos con certeza el anuncio
pascual. Pero es necesario que nos detengamos a reflexionar hasta que punto la muerte
a atrapado al Maestro bueno y de que profundidad lo ha resucitado Dios. Incluso en
esta situación, entre los muertos, Jesús ha compartido en todo el destino humano.
Pero, ¿qué significa para los vivos y para los muertos este sábado? Para los contemporáneos
del Señor representó sólo un Jesús difunto que ha pasado al más allá; un Jesús “histórico”
puro y simple, un hombre como los demás que ha nacido para morir, con un nombre que
pronto será olvidado. Incluso, sus discípulos camino de Emaús, afirman: “Fue un profeta
potente en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo... los sumos sacerdotes
y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que fuera el libertador de Israel. Y ya ves, hace ya dos días
que sucedió esto”.
Este es un aspecto del Sábado Santo, pero hay otro. Es el día en el que, con Jesús
muerto, se revela una vez más el significado último y la fuerza íntima de la cruz.
Es el momento en el que el Señor, ausente de la tierra, escondido para el ojo humano,
avanza hasta el punto extremo de la muerte, y una vez muerto, desde lo alto de la
cruz, con el Evangelio de la cruz, penetra profundamente en ella. De este modo se
convierte en un prólogo escondido de la Pascua, ya que el amor derramado en la cruz
inicia ya a ser victorioso.