Sois de Cristo [1 Cor 3,21-23]
Martes, 25 ene (RV).-
Esta frase de san Pablo a los corintios podría ser el grito del Octavario que hoy
termina a las Iglesias que salen a mar abierta en la navecilla ecuménica. Sois de
Cristo. Mejor aún, y haciendo el quiebro del aserto al imperativo: ¡Sed de Cristo!
Bien comprendía san Pablo que Dios actuó en la creación a través de su Hijo para renovar
y reconciliar todas las cosas. Como servidores y ministros, pues, estamos unidos cuando
comprendemos que nuestro servicio comienza en él y se dirige hacia Dios, fuente de
nuestra unidad. Yo soy el primero y el último, podemos leer en Isaías (Is 44,1-8).
A ese pensamiento de prioridades y ultimidades vino el propio Jesús en el evangelio
de san Marcos: Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos (Mc 9,33-35).
La ciencia del ecumenismo afirma que Dios está igualmente en los primeros que en los
últimos. Unos y otros, todos, somos de él y de nadie más. Sobre esto se funda nuestra
unidad: en saber que por el bautismo Cristo nos ha incorporado a sí mismo y nos ha
hecho una cosa con él. La unidad que compartimos en Cristo es mucho más grande que
todas las diferencias, del pasado y del presente, que dividen hoy a nuestras Iglesias.
Al pertenecer a Cristo nos debemos unos a otros y somos responsables los unos de los
otros. Por ello, Cristo nos llama a construir juntos su cuerpo, que es la Iglesia,
como compañeros de trabajo y servidores de fraternidad. Los cristianos están llamados
a vivir y obrar juntos, fraternalmente, en testimonio de su fe y en su servicio en
favor de las personas necesitadas. Las divisiones, desacuerdos, querellas y disputas
que nacen de las personas (Pablo, Apolo, Cefas, quien sea), rechazan no sólo a nuestros
hermanos y hermanas en Cristo, sino al mismo Cristo.
En cuanto templo de Dios, la Iglesia es lugar de oración común y la más poderosa expresión
de nuestra común pertenencia cristiana. Cada oración común es una victoria sobre nuestras
divisiones y una celebración de la unidad intereclesial. Nos unimos a quienes –poco
importa el lugar y la época- pertenecen o han pertenecido a Cristo y en espíritu han
venerado o veneran al Señor. Desdichadamente a veces no conseguimos hacerlo con arreglo
a la unidad que Cristo nos dejó. Cuando no podemos orar juntos, particularmente en
torno a la mesa del Señor, nuestra desunión salta a la vista del mundo. Todas las
Iglesias sin excepción, por eso mismo, tienen todavía mucho que
«
construir
»
.
Por ser de Cristo somos de Dios. Y Dios cumple su obra en el mundo para salvar y sanar
a los que sufren, reconciliar a los que están en guerra, hacer nuevas todas las cosas.
Sabemos que una edificación así está sometida a prueba y que el resultado de nuestras
acciones saldrá un día a la luz. Vivimos anticipadamente el balance final de acuerdo
con nuestro quehacer cotidiano. No sabemos cuándo ni bajo qué forma tendrá lugar el
juicio, pero sí sabemos que nuestro juez será Dios. Alabemos al Padre por las riquezas
de lo creado y por la redención concedida mediante su Espíritu que nos une en su
«
Hijo amado
» (Mt 3, 17)
, y que nuestra búsqueda común de la unidad sea
«
para alabanza de su gloria
» (Ef 1, 12)
. Ojalá el Octavario que hoy se clausura haya servido para que las Iglesias difundan
a los cuatro vientos su decidida entrega a la gracia del ecumenismo, y de ahora en
adelante testimonien con mayor fuerza persuasiva, si cabe, su fe común en la unidad.
Pedro Langa
La vida en Cristo: locura y sabiduría [1 Cor 3,18-20]
Lunes, 24 ene (RV).-
Con ayuda del ecumenismo empezamos a entrever la locura de las divisiones intereclesiales.
Mucho contribuye a ello san Pablo exhortando a los corintios a vivir concordes, evitando
divisiones y
«
unidos en un mismo pensar y un mismo sentir
»
(1 Cor 1,10). De la única Iglesia de Cristo surgieron en el pasado numerosas divisiones
en vez de compartir sus hijos el mismo espíritu y la misma meta. Probablemente responda
ello a un mundo donde el individualismo y el deseo de competir se interpreta como
señal de sabiduría. El Apóstol, en cambio, proclama el mensaje de Cristo que se humilló
aceptando nuestras debilidades humanas hasta la muerte: Lo que es locura para el mundo,
--puntualiza claramente-- Dios lo elige para confundir a los sabios (1 Cor 1,17-30).
Lo había dicho ya Jesús: Es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros
(Mt 10,17-25).
En los países de antigua tradición cristiana, las Iglesias fueron a menudo tentadas
por desmedidas ansias de poder, cuando no por el uso incorrecto del mismo. Todavía
hoy puede asaltarnos la tentación de buscar apoyo en las relaciones del poder y en
las ventajas que puede aportar la pertenencia a una mayoría, sin apoyarnos en los
debates de nuestra sociedad, muchas veces vacíos. Las Iglesias tienen recibido el
mandato de testimoniar el fundamento común para la vida del mundo, a saber, Jesucristo
y su palabra, que nada ni nadie puede cambiar. Los profetas no se arredraron ante
las dificultades ni cesaron por ello de recordar que sus palabras, pensamientos o
admoniciones no eran propios, sino mensaje de Dios.
El mismo Job comprendía que la búsqueda de la sabiduría se originaba más allá de sus
fuentes, en el soplo de Dios. Sabiduría, ésta, en la que se apoyó el Apóstol de las
Gentes para proclamar a Jesucristo crucificado, locura para los sabios de su tiempo.
Cristo crucificado, en efecto, era, según el Apóstol, un escándalo y una locura para
las gentes de aquel tiempo, pero añade que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría
humana; y la fragilidad de Dios, más fuerte que la fuerza humana. Si reparamos en
ello, comprobaremos que el Cristo que los Evangelios nos presentan no actúa como héroe
sino como aquél cuyo poder no es de este mundo. Se inclina hacia los marginados, asiste
a los moribundos, se revela a los pecadores, otorga el perdón incluso a los justos
y gentes piadosas que no ven posibilidad alguna de recibirlo.
Abajado hasta la figura itinerante del peregrino cubierto con andrajos de pobreza
por los caminos de este mundo, Jesucristo sigue confiándonos la palabra de la cruz.
Entre nuestras Iglesias separadas por la locura de los hombres, la acogida de la unidad
puede parecer proyecto insensato: en el corazón de un mundo dividido, herido por las
guerras y la violencia, en cambio, la búsqueda de la paz y de la reconciliación queda
como la única sabiduría. La sabiduría de la cruz, pues, dibuja el camino a seguir
en el común testimonio de unidad intereclesial.
Dios sigue dejando a la humanidad que va en su busca este misterioso anuncio: el camino
de la vida, y en este caso también el camino de la unidad, pasa por Cristo crucificado
y resucitado. Locura y sabiduría de la cruz, por tanto, es lo que las Iglesias necesitan
en su peregrinación evangelizadora. Ése ha de ser el objetivo a cubrir: proclamar
la buena nueva de la salvación por la cruz de Jesucristo, testimonio de vida para
todos. Estupenda circunstancia la del Octavario, que ya toca a su fin, para impetrar
de Jesucristo la fidelidad cristiana de su Iglesia. Sepa ella bien, y Dios lo quiera,
abrir a todas las naciones la sabiduría del Espíritu.
Pedro Langa
Vosotros sois templo de Dios [1 Cor 3,16-17]
Domingo 23, ene (RV).-
En sus esfuerzos por animar a los cristianos de Corinto, san Pablo tuvo que definir
cuáles eran las principales notas de su identidad: habían recibido el don del Espíritu;
habían llegado a ser templo de Dios; estaban edificados a su imagen y semejanza. Realidad
es ésta que invita igualmente a los cristianos actuales a vivir unidos en el Espíritu
Santo, quien, a su vez, los une en el único fundamento posible, que es Cristo. Dice
la Biblia que Dios creó al hombre a su imagen (cf. Gn 1,26-27). Está con ello aludiendo,
entre otras cosas, a la identidad.
La cuestión de la identidad no es nueva, pues. Los seres humanos siempre han estado
tentados de comprender y vivir lo que verdaderamente son y lo que se les ha prohibido
ser. Hoy día, cuando nos hallamos inmersos en un mundo que se caracteriza por los
constantes cambios, por un pluralismo difuso y proteico y atormentado, la búsqueda
de identidad propia se hace necesaria; se ha convertido ya en aspiración creciente
por ser asunto capital. Preciso es recordar asimismo que nos enfrentamos al problema
y hemos de resolverlo no sólo en cuanto personas, sino también como comunidades cristianas
y como Iglesias.
Intentar dar con nuestra identidad en lo que nos distingue de los otros y lo que nos
hace ser únicos. Lo escrito por el Apóstol de las Gentes a los corintios dos mil años
hace, vale también para nuestros días. Debemos tratar el problema de la identidad
desde otras perspectivas pluralistas: no somos, por ejemplo, más
«
especiales
», más «de otra pasta», que diría Fray Luis,
porque seamos diferentes los unos de los otros, sino por haber recibido el don del
Espíritu, ese Don, con mayúscula, que está presente en todo ser humano en cuanto creado
a imagen de Dios.
Ninguna persona, pues, tiene derecho alguno a destruirlo. Estamos con quienes Dios
quiso estar: seres en los que mora su Espíritu de bondad. Para que Dios entre en comunión
con nosotros, es preciso que nosotros comulguemos unos con otros. Y pues esta llamada
a la comunión rebasa los límites de nuestras comunidades cristianas, el escándalo
de nuestras divisiones en cuanto Iglesias cristianas se intensifica y exige de modo
imperativo superarlas. También las diferencias son parte de nuestra identidad cristiana,
ya que vivimos en situaciones y culturas diferentes, somos hombres y mujeres marcados
por experiencias personales y por la historia de las comunidades en que vivimos.
Pero aún así, nos une y congrega el Espíritu Santo, por cuyo don podemos vivir como
Dios desea y nos ha revelado en Jesucristo, a saber: santos, capaces de ofrecer nuestro
amor y de otros recibirlo.
La causa de la unidad intenta por todos los medios abatir las barreras de raza y religión.
No pretende arramblar con la identidad de cada cual. Pretende, más bien, potenciarla,
afinarla, ennoblecerla, consolidarla. Recordando estas verdades, el Octavario puede
ser magnífico momento para agradecer a Dios el don de la vida, de esta vida que a
él y a su divina obra nos vincula. Ayúdenos, en cuanto Iglesias, a recibirlo en plenitud
para remover estorbos y facilitar caminos. La bondad de su Espíritu se encargará de
que podamos crecer en el amor y en la unidad de Cristo.
Pedro Langa
Dios juzga nuestros esfuerzos de constructores [1 Cor 3,13-15]
Sábado, 22 ene (RV).- A nadie se le oculta que en el diario afán se manifiesta el
buen o mal hacer de cada uno. Iglesias hubo en el pasado más ocupadas, a veces, en
resolver sus problemas internos que en proclamar el mensaje de la muerte y resurrección
de Jesucristo como fundamento de la vida cristiana. San Pablo, en cambio, siempre
autocrítico, no cesa de considerarse responsable de sí mismo ante Dios. Es lo que
las Iglesias debieran hacer. Revelaría ello entonces en qué medida hemos sido buenos
discípulos del Señor y hasta qué punto practicamos ecumenismo de calidad.
Contra ti, contra ti solo pequé, prorrumpe arrepentido el salmista (Sal 51(50),1-4.9-13).
Y el Apóstol a los filipenses: Considerad que los demás son mejores que vosotros (Flp
2,1-5). ¡Casi nada! Imaginemos la nota ecuménica que saldría a la superficie si esto
se aplicase entre las Iglesias. Tendríamos, cuando menos, la elemental dosis de humildad
para facilitar la conversión del corazón, ese requisito imprescindible del ecumenismo
verdadero. Ya es señalado milagro que Dios haya querido asociarnos a su obra de amor
en el mundo, cuyo fundamento, Jesucristo, no nos exime, por cierto, de tener que asumir
el oficio de constructores.
Explicando esto a los cristianos de Corinto, san Pablo solía insistir igualmente sobre
el hecho de que Dios somete a prueba la construcción misma: porque debe aflorar también
que somos buenos constructores. Si lo somos. Nuestra salvación no depende únicamente
de nuestras obras, es verdad, pero, se niegue o no, seguimos siendo responsables ante
Dios de cuanto hacemos u omitimos. Cumple comprender con el Apóstol, pues, que seremos
juzgados con arreglo al buen o mal uso de los dones que Dios nos ha concedido para
la edificación de su reino.
Responsables de nuestros comunes actos ante Dios y el prójimo, algo parecido acontece
con las Iglesias buscando la unidad. Quién no recuerda los servidores de la parábola
a quienes el dueño encomienda sus bienes y les exige buen uso de ellos. Todos hemos
recibido un tesoro: la frágil vida de nuestro planeta, de los hermanos y hermanas
que pregonan por el mundo todo la buena nueva del Evangelio. Concedidos al pueblo
de Dios, sus dones son medios ideales de compartir, de aprendizaje frente a logros
y fracasos. Y nuestra capacidad de bien obrar y de juntos edificar, todavía hoy se
ve sometida a prueba.
Compartir suena bien, pero es verbo de muy difícil conjugación. Equivale, entre otras
cosas, a dialogar, a caminar juntos, a reconciliarse. Es ir de la mano, miembros todos
de una sola Iglesia, en esa confraternizadora causa de la unidad cristiana que a todos
incumbe. Compartir, en resumen, es el lazo de oro que ata nuestro corazón inquieto
a la infinita quietud de Dios.
Apenas hace quince días que celebrábamos las fiestas navideñas. Su tierna entraña
revela, puestos a teólogos, que el bondadoso Jesús Niño dejó en Belén muy claro para
las Iglesias qué representa y a dónde conduce el verbo compartir en sentido eclesial.
Magnífica ocasión es ésta, en todo caso, para darle gracias por la confianza que en
nosotros puso a la hora de edificar el Reino compartiendo su divino amor. Háganos
él estar atentos a su voluntad soberana, y que nos ilumine para mejor percibir la
dolorida voz de su amarga queja por tantas divisiones. Ojalá seamos capaces de aprender
los unos de los otros la sublime lección que hoy como entonces sigue viniendo de su
ruego al Padre:
«
Que todos sean uno
» (
Jn 17, 21).
Pedro Langa
Que se edifique sobre este fundamento [1 Cor 3,12-13] Viernes, 21 ene (RV).-
Gran responsabilidad ecuménica la nuestra. El fundamento ahí lo tenemos ya, pero el
edificio a construir en él depende del trabajo de cada constructor, y está por ver
que cualquier actitud, sin más, sea signo del don recibido. Escribiendo a los corintios,
san Pablo subraya que existe diversidad de dones y servicios, pero que todos proceden
del mismo y único Señor. La diversidad es ofrecida por el mismo Espíritu para el bien
de todos y para la unidad del cuerpo de la Iglesia
(cf. 1 Cor 12, 4)
. Dice, pues, el mensaje paulino que es preciso utilizar sabiamente dichos dones para
edificar la Iglesia y construir así puentes como signo de esperanza y de unidad. Puentes
son, precisamente, los que las Iglesias necesitan en su mancomunado esfuerzo evangelizador
del mundo posmoderno, y puentes, por fortuna, los que no se cansa de tender el diálogo
ecuménico.
Vamos a restaurar la muralla de Jerusalén
(Ne 2,17-18 )
, se puede leer en la Memoria de Nehemías. Y el salmista recuerda a quienes trabajan
de sol a sol en el apasionante campo de la unidad cristiana algo que de tan repetido
tiene trazas de axioma: Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles
(Sal 127 (126)
. No cesa el Apóstol de recordar a los corintios la base de toda causa ecuménica,
o sea, la maravillosa conjunción de unidad y pluralismo, ya que, dice, Hay diversidad
de dones, pero el Espíritu es el mismo
(1 Cor 12,4-11)
. Antes lo había adelantado Jesús de otra manera: no todos los que trabajan por restaurar
la unidad cristiana, no todos los que llegan a la viña del Señor, tienen por qué hacerlo
a la misma hora. Un amo de casa salió al amanecer a contratar obreros para su viña
(Mt 20,1-16)
. Al amanecer, sí. Pero volvió a media mañana. Insistió al mediodía, y tornó incluso
por la tarde.
En Cristo, pues, se manifiestan la salvación y la liberación de la humanidad entera.
Él es fundamento y fuente de la vida nueva que Dios nos da. Don de Dios: don total.
Nada podemos añadir a lo que suyo es, pero tampoco permanecer pasivos o indiferentes.
La respuesta ha de ir con arreglo a los diferentes dones recibidos; ponerlos todos
al servicio de la unidad cristiana.
Porque no todo lo que se hace en nombre de Cristo, necesariamente lo está
«
a imagen
»
. Cristo y su reconciliación han sido a veces eclipsados por la arrogancia, por la
lucha de poder, por las ambiciones.
«
Edificar la Iglesia
»
no es precisamente levantar unos contra otros barreras confesionales, ni edificar
nuestros
«
monumentos
»
, por supuesto. Las Iglesias deben enseñar a construir puentes, a colaborar, a dialogar.
Sólo así darán testimonio de esperanza y frutos de unión en Cristo. Las antiguas heridas
pueden curarse y los desafíos de nuestro mundo conjuntamente afrontarse respetando
cada uno las tradiciones y los dones del otro.
Nuestro fundamento, Cristo, a todos hermana. Es la base sobre la cual se edifica
la única y verdadera Iglesia, llena de amor por los pobres, los marginados, los que
confían en Dios y esperan su Reino. La reconciliación de Dios, por eso mismo, nos
compromete a todos, como personas y como Iglesias, a ser piedras vivas de unidad en
Cristo. Sólo de esta forma Cristo aparecerá cada día de modo más evidente como nuestro
fundamento. Las Iglesias han recibido de Dios abundantes y diversos dones. Ayúdenos
Cristo a ver tal abundancia y diversidad nunca como un obstáculo, sino siempre como
enriquecimiento que permita edificar su morada en el mundo.
Pedro Langa
Cristo es el fundamento [1 Cor 3,10-11]
Jueves, 20 ene (RV).-
Lo es del mundo, de la Iglesia y del ecumenismo. Si las Iglesias actuaran consecuentes
con un título así el problema de sus divisiones estaría resuelto. ¿En qué medida las
tensiones intercristianas están provocadas por diferencias doctrinales? ¿Sobredosis
de cabeza o excesiva frialdad del corazón? ¿Hasta qué punto lo que los cristianos
hacen entre sí responde más al poder que a servir? Preguntas todas que no cesan. Las
formula cada día el ecumenismo. San Pablo tuvo que afrontarlas y responderlas en Corinto
dejando claro que la solución a tales enredos no proviene sino de la humildad en servir.
Sólo del humilde servicio fraterno puede brotar la plena unidad cristiana. Es, si
bien se mira, la profunda lección que enseña este año el Octavario: aprender de una
vez y para siempre que los cristianos somos compañeros de viaje que caminan juntos
«
entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios
»
(LG 8; S. Agustín. De Civitate Dei, XVIII, 51, 2)
; obreros contratados a distinta hora que trabajan codo con codo en su Viña; esforzados
albañiles que construyen sobre el único fundamento que es Cristo. Sólo así nuestro
recíproco apoyo permitirá sentir hasta qué punto Dios mismo nos echa diariamente una
mano y se encarga de rematar la obra emprendida.
Consuela escuchar a Isaías: Yo pongo una piedra sólida que sirva de fundamento
(Is 28, 14-16)
. Entusiasma repetir con el salmista: La piedra desechada es la piedra angular
(Sal 118 (117),16-24 )
. Anima reconocer con san Pablo que Jesucristo es la piedra angular (Ef 2,19-22),
convencidos de lo que Jesús dejó dicho para siempre: La casa edificada sobre roca
no se derrumbará
(Mt 7,24-27)
. El ecumenismo, por eso, encierra un encanto del que por completo carece el diálogo
interreligioso. Y ese encanto no es otro que Jesús. Dios ha colocado en él, por obra
del Espíritu, el fundamento común de los bautizados, única base sobre la cual se alza
la Iglesia de Dios. Y puesto que nadie puede poner otra, los cristianos confesamos
juntos cuanto Dios ha realizado en Cristo. El afirma nuestra convicción y nuestra
gratitud.
En su esfuerzo por cimentarse en este único fundamento, los cristianos deben hacer
frente común contra quienes rechazan a Cristo. Hoy más que nunca, su aspiración ha
de ser convertirse en levadura de la sociedad, aferrados a la Gracia. Teniendo fe
en Cristo, no hay por qué vacilar. Si Él fue rechazado, también sus discípulos lo
serán, pero bien sabido, eso sí, que las peores pruebas son aquellas que los cristianos
se infligen entre sí con rivalidades y disputas.
El movimiento ecuménico, por eso, debe afrontar los desafíos sin miedo a utilizar,
como punto de partida de su testimonio en el mundo, lo que otros estiman como inútil;
convencidos de que construir sobre el fundamento sólido y común, que es Cristo, significa
trabajar juntos, desde un mismo punto de partida y juntos mirar al mismo fin de unitatis
redintegratio. La fuerza del amor de Cristo, además, nos llena de esperanza de que
todo lo realizado en su nombre está destinado a perdurar por mucho que se interpongan
las dificultades, ya que Cristo es el principio y el fin.
Buena ocasión es ésta del Octavario para reconocer que por obra del Espíritu Santo
Dios ha establecido en Cristo el único fundamento sobre el que está edificada la Iglesia.
Estupenda circunstancia también para darle gracias por lo que ha hecho por nosotros
en Cristo, y por haber sostenido constantemente a su Iglesia contra todo intento de
socavarla o destruirla. Ayúdenos él con su Espíritu para seguir fieles en la noble
y santa causa que aspira a restaurar la unidad de la Iglesia sobre el único fundamento
posible, que es Cristo.
Pedro Langa
Dios da el crecimiento [1 Cor 3,5-9]
Miércoles, 19 ene (RV).-
San Pablo califica de carnal a la Iglesia en Corinto y llama niños a sus fieles porque
no reina en ellos la unidad. Las Iglesias de Eslovaquia, organizadoras este año de
la Semana, se preguntan en qué medida su crecimiento ha sido auténtico durante los
últimos tres lustros de libertad. Cualquier Iglesia, en resumen, podría ser objeto
de un reproche así, vistos inconclusos aún los retos conciliares, y persistentes todavía
las tensiones interconfesionales. Lección magnífica la de este Octavario, si al fin
comprendieran las Iglesias que deben orar para que los cristianos crezcan en la fe
y este crecimiento esté marcado por la unión en el servicio intereclesial.
Muchos dones tenían los corintios, sin duda, pero les faltaba la unidad del espíritu,
y de ahí que Pablo rechace su forma de ser cristianos y les precise que ni él ni Apolo
son
«
dueños
»
de lo que les pertenece, sino
«
servidores (de otros) para ser llamados a la fe
»
(1 Cor 3, 5). Ni siquiera ejerce este ministerio gracias a sus solas fuerzas, sino
según los dones recibidos del Cielo. Bien se le alcanza que
«
el Hijo del Hombre vino al mundo no para ser servido, sino para servir
» (Mt 20, 28), y que todos
sus dones, siendo así, han de ser puestos al servicio del plan de Dios, de suerte
que indiquen bien a las claras que el autor es más que el destinatario.
Hoy, como en tiempos paulinos, unos plantan y otros son los que proveen cada día de
lo necesario para el crecimiento, y otros los que se ocupan de la cosecha. Antaño,
las personas se pasaban la vida bregando en el mismo pueblo; los pastores locales
podían subvenir a las necesidades espirituales de sus menesterosos fieles desde el
momento en que sembraban la semilla del Evangelio hasta la recolección de frutos.
Hoy se da el caso de personas comprometidas en este proceso de crecimiento no sin
problemas. Hasta en Iglesias de la misma confesión se producen tensiones como en Corinto.
Olvidan sus fieles a menudo
«
que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer
»
(1 Cor 3, 7)
en la fe. Como los corintios, también nosotros hoy estamos invitados ecuménicamente
a ser administradores que deben rendir cuentas de su gestión. Importa más que mucho,
pues, realizar este servicio investidos de la responsabilidad del trabajo que se realiza
para la gloria divina. Debemos ofrecer nuestras cualidades a Aquél a quien servimos;
poner nuestras competencias sobre Cristo, único fundamento; construir la unidad al
servicio del amor.
Destruido por el pecado este mundo perfecto, he aquí que se nos llama al servicio
de su restauración de igual modo que, en la Iglesia, a la diaconía de unitatis redintegratio.
Servicio que nos une ya en su funcionamiento, pues comporta superar barreras confesionales
y culturales, que son las más difíciles. La sabiduría del ecumenismo nos dice que
Dios quiere semejante salud por nuestro medio; y restaurar la unidad eclesial en nosotros
y con nosotros dentro. Buscando esta unidad, por tanto, los cristianos pueden mostrar
que más allá de
«
Pablo y de Apolo
»
están los de Cristo. Él sólo, y sólo Él, puede hacernos crecer en el amor del Padre,
y en el servicio al Espíritu de santidad y unidad en el mundo. Ocasión propicia la
del Octavario, en consecuencia, para bendecir a quien nos bendijo asociándonos a su
Reino; para saber servir más que ser servidos; para ser fieles administradores de
su creación. En una palabra: para comprender que si Dios da el crecimiento, da también
la unidad.
Pedro Langa
Cristo, fundamento único de la Iglesia (1 Cor 3, 1-23)
Martes, 18 ene (RV).- El mensaje paulino de corintios relacionando a Cristo y a la
Iglesia proporciona este 2005, todavía novicio y recental, la consigna del Octavario.
El proyecto esta vez ha partido del Comité teológico del Consejo Ecuménico de Iglesias
de Eslovaquia, decidido a volar alto con el Apóstol de las Gentes a base de hacer
de Cristo y de la Iglesia las dos alas necesarias para surcar el espacio unitario.
Es como si el citado grupo hubiera querido alzar el vuelo de sus reflexiones precisando
que la identidad ecuménica empieza y acaba en Cristo por la Iglesia. Lo cual es muy
de agradecer en esta época de posmodernidad, en la que tanto se habla de diálogo interreligioso
y de glamour de religiones, y tan poco, en cambio, del ecumenismo.
El Decreto Unitatis redintegratio, de cuya promulgación se acaba de cumplir el pasado
noviembre el cuadragésimo aniversario, no parece sino que fuera una partitura cristológica
cuando precisa con aire sinfónico que
«
una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor» (UR 1) y reconoce que
«
participan en este movimiento de la unidad, llamado ecuménico, los que invocan al
Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador» (Ib.). Y como si lo escrito fuera
poco, insiste:
«
Nuestra atención se dirige, ante todo, a los cristianos que confiesan públicamente
a Jesucristo como Dios y Señor y Mediador único entre Dios y los hombres» (UR 20).
¡Mejor síntesis ecuménica, imposible!
En esta catequesis radiofónica, pues, quisiera uno recordar al Cristo de la última
Cena que ruega para
«que todos sean uno» (Jn 17, 21). Unidad solemnemente pedida y suplicada, la suya,
«que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos
»
. Unidad, además, que «no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra
»
; que «no equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos, sino
que pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad
»
(UUS 9).
Unidad que en la más alta escuela teológica, la de los Padres y Doctores de la Iglesia,
encuentra su modelo y su espejo y su querencia en la estrechísima, indisoluble unión
de naturalezas en Cristo, a las que representa el dikerion, ese instrumento con el
que los obispos orientales bendicen durante la Divina Liturgia. Unidad elegida por
el propio Cristo como signo de eficacia evangelizadora:
«
que todos sean uno…, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
El mensaje del Octavario, por eso, apunta este año al corazón del ecumenismo cuando
nos recuerda que
«
Cristo (es el) fundamento único de la Iglesia» (1 Cor 3, 1-23), de suerte que la división
«
contradice clara y abiertamente su voluntad, es un escándalo para el mundo y perjudica
a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura» (UUS 6, UR 1).
Y puesto que no hay ecumenismo que valga sin conversión interior (cf. UUS 15; UR 7),
y toda conversión debe ser cristiana, la conclusión huelga: practicar el ecumenismo
es convertirse a Cristo.
Hemos de saludar, sí, que los organizadores del Octavario hayan querido esta vez regalarnos
los oídos del alma subiendo la cuesta de enero con un lema tan cristológico y eclesiológico
a la vez. Diríase que en sus acordes suena toda la música del Vaticano II y la melodía
toda del movimiento ecuménico. Mientras haya un eclesiólogo convencido, habrá vivencia
cristológica llena de luz interior; y habrá también entonces, cómo no, vocación ecuménica
de verdad.