2005-01-18 12:37:33

Semana de oración por la unidad de los cristianos


Sois de Cristo [1 Cor 3,21-23]
Martes, 25 ene (RV).- Esta frase de san Pablo a los corintios podría ser el grito del Octavario que hoy termina a las Iglesias que salen a mar abierta en la navecilla ecuménica. Sois de Cristo. Mejor aún, y haciendo el quiebro del aserto al imperativo: ¡Sed de Cristo! Bien comprendía san Pablo que Dios actuó en la creación a través de su Hijo para renovar y reconciliar todas las cosas. Como servidores y ministros, pues, estamos unidos cuando comprendemos que nuestro servicio comienza en él y se dirige hacia Dios, fuente de nuestra unidad. Yo soy el primero y el último, podemos leer en Isaías (Is 44,1-8). A ese pensamiento de prioridades y ultimidades vino el propio Jesús en el evangelio de san Marcos: Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos (Mc 9,33-35). 

La ciencia del ecumenismo afirma que Dios está igualmente en los primeros que en los últimos. Unos y otros, todos, somos de él y de nadie más. Sobre esto se funda nuestra unidad: en saber que por el bautismo Cristo nos ha incorporado a sí mismo y nos ha hecho una cosa con él. La unidad que compartimos en Cristo es mucho más grande que todas las diferencias, del pasado y del presente, que dividen hoy a nuestras Iglesias. Al pertenecer a Cristo nos debemos unos a otros y somos responsables los unos de los otros. Por ello, Cristo nos llama a construir juntos su cuerpo, que es la Iglesia, como compañeros de trabajo y servidores de fraternidad. Los cristianos están llamados a vivir y obrar juntos, fraternalmente, en testimonio de su fe y en su servicio en favor de las personas necesitadas. Las divisiones, desacuerdos, querellas y disputas que nacen de las personas (Pablo, Apolo, Cefas, quien sea), rechazan no sólo a nuestros hermanos y hermanas en Cristo, sino al mismo Cristo.

En cuanto templo de Dios, la Iglesia es lugar de oración común y la más poderosa expresión de nuestra común pertenencia cristiana. Cada oración común es una victoria sobre nuestras divisiones y una celebración de la unidad intereclesial. Nos unimos a quienes –poco importa el lugar y la época- pertenecen o han pertenecido a Cristo y en espíritu han venerado o veneran al Señor. Desdichadamente a veces no conseguimos hacerlo con arreglo a la unidad que Cristo nos dejó. Cuando no podemos orar juntos, particularmente en torno a la mesa del Señor, nuestra desunión salta a la vista del mundo. Todas las Iglesias sin excepción, por eso mismo, tienen todavía mucho que « construir » .

Por ser de Cristo somos de Dios. Y Dios cumple su obra en el mundo para salvar y sanar a los que sufren, reconciliar a los que están en guerra, hacer nuevas todas las cosas. Sabemos que una edificación así está sometida a prueba y que el resultado de nuestras acciones saldrá un día a la luz. Vivimos anticipadamente el balance final de acuerdo con nuestro quehacer cotidiano. No sabemos cuándo ni bajo qué forma tendrá lugar el juicio, pero sí sabemos que nuestro juez será Dios. Alabemos al Padre por las riquezas de lo creado y por la redención concedida mediante su Espíritu que nos une en su « Hijo amado » (Mt 3, 17) , y que nuestra búsqueda común de la unidad sea « para alabanza de su gloria » (Ef 1, 12) . Ojalá el Octavario que hoy se clausura haya servido para que las Iglesias difundan a los cuatro vientos su decidida entrega a la gracia del ecumenismo, y de ahora en adelante testimonien con mayor fuerza persuasiva, si cabe, su fe común en la unidad.

Pedro Langa

La vida en Cristo: locura y sabiduría [1 Cor 3,18-20]
Lunes, 24 ene (RV).- Con ayuda del ecumenismo empezamos a entrever la locura de las divisiones intereclesiales. Mucho contribuye a ello san Pablo exhortando a los corintios a vivir concordes, evitando divisiones y « unidos en un mismo pensar y un mismo sentir » (1 Cor 1,10). De la única Iglesia de Cristo surgieron en el pasado numerosas divisiones en vez de compartir sus hijos el mismo espíritu y la misma meta. Probablemente responda ello a un mundo donde el individualismo y el deseo de competir se interpreta como señal de sabiduría. El Apóstol, en cambio, proclama el mensaje de Cristo que se humilló aceptando nuestras debilidades humanas hasta la muerte: Lo que es locura para el mundo, --puntualiza claramente-- Dios lo elige para confundir a los sabios (1 Cor 1,17-30).  Lo había dicho ya Jesús: Es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros (Mt 10,17-25).   

En los países de antigua tradición cristiana, las Iglesias fueron a menudo tentadas por desmedidas ansias de poder, cuando no por el uso incorrecto del mismo. Todavía hoy puede asaltarnos la tentación de buscar apoyo en las relaciones del poder y en las ventajas que puede aportar la pertenencia a una mayoría, sin apoyarnos en los debates de nuestra sociedad, muchas veces vacíos. Las Iglesias tienen recibido el mandato de testimoniar el fundamento común para la vida del mundo, a saber, Jesucristo y su palabra, que nada ni nadie puede cambiar. Los profetas no se arredraron ante las dificultades ni cesaron por ello de recordar que sus palabras, pensamientos o admoniciones no eran propios, sino mensaje de Dios.

El mismo Job comprendía que la búsqueda de la sabiduría se originaba más allá de sus fuentes, en el soplo de Dios. Sabiduría, ésta, en la que se apoyó el Apóstol de las Gentes para proclamar a Jesucristo crucificado, locura para los sabios de su tiempo. Cristo crucificado, en efecto, era, según el Apóstol, un escándalo y una locura para las gentes de aquel tiempo, pero añade que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana; y la fragilidad de Dios, más fuerte que la fuerza humana. Si reparamos en ello, comprobaremos que el Cristo que los Evangelios nos presentan no actúa como héroe sino como aquél cuyo poder no es de este mundo. Se inclina hacia los marginados, asiste a los moribundos, se revela a los pecadores, otorga el perdón incluso a los justos y gentes piadosas que no ven posibilidad alguna de recibirlo.

Abajado hasta la figura itinerante del peregrino cubierto con andrajos de pobreza por los caminos de este mundo, Jesucristo sigue confiándonos la palabra de la cruz. Entre nuestras Iglesias separadas por la locura de los hombres, la acogida de la unidad puede parecer proyecto insensato: en el corazón de un mundo dividido, herido por las guerras y la violencia, en cambio, la búsqueda de la paz y de la reconciliación queda como la única sabiduría. La sabiduría de la cruz, pues, dibuja el camino a seguir en el común testimonio de unidad intereclesial.

Dios sigue dejando a la humanidad que va en su busca este misterioso anuncio: el camino de la vida, y en este caso también el camino de la unidad, pasa por Cristo crucificado y resucitado. Locura y sabiduría de la cruz, por tanto, es lo que las Iglesias necesitan en su peregrinación evangelizadora. Ése ha de ser el objetivo a cubrir: proclamar la buena nueva de la salvación por la cruz de Jesucristo, testimonio de vida para todos. Estupenda circunstancia la del Octavario, que ya toca a su fin, para impetrar de Jesucristo la fidelidad cristiana de su Iglesia. Sepa ella bien, y Dios lo quiera, abrir a todas las naciones la sabiduría del Espíritu.

Pedro Langa


Vosotros sois templo de Dios [1 Cor 3,16-17]
Domingo 23, ene (RV).- En sus esfuerzos por animar a los cristianos de Corinto, san Pablo tuvo que definir cuáles eran las principales notas de su identidad: habían recibido el don del Espíritu; habían llegado a ser templo de Dios; estaban edificados a su imagen y semejanza. Realidad es ésta que invita igualmente a los cristianos actuales a vivir unidos en el Espíritu Santo, quien, a su vez, los une en el único fundamento posible, que es Cristo. Dice la Biblia que Dios creó al hombre a su imagen (cf. Gn 1,26-27). Está con ello aludiendo, entre otras cosas, a la identidad.

La cuestión de la identidad no es nueva, pues. Los seres humanos siempre han estado tentados de comprender y vivir lo que verdaderamente son y lo que se les ha prohibido ser. Hoy día, cuando nos hallamos inmersos en un mundo que se caracteriza por los constantes cambios, por un pluralismo difuso y proteico y atormentado, la búsqueda de identidad propia se hace necesaria; se ha convertido ya en aspiración creciente por ser asunto capital. Preciso es recordar asimismo que nos enfrentamos al problema y hemos de resolverlo no sólo en cuanto personas, sino también como comunidades cristianas y como Iglesias.

Intentar dar con nuestra identidad en lo que nos distingue de los otros y lo que nos hace ser únicos. Lo escrito por el Apóstol de las Gentes a los corintios dos mil años hace, vale también para nuestros días. Debemos tratar el problema de la identidad desde otras perspectivas pluralistas: no somos, por ejemplo, más « especiales », más «de otra pasta», que diría Fray Luis, porque seamos diferentes los unos de los otros, sino por haber recibido el don del Espíritu, ese Don, con mayúscula, que está presente en todo ser humano en cuanto creado a imagen de Dios.

Ninguna persona, pues, tiene derecho alguno a destruirlo. Estamos con quienes Dios quiso estar: seres en los que mora su Espíritu de bondad. Para que Dios entre en comunión con nosotros, es preciso que nosotros comulguemos unos con otros. Y pues esta llamada a la comunión rebasa los límites de nuestras comunidades cristianas, el escándalo de nuestras divisiones en cuanto Iglesias cristianas se intensifica y exige de modo imperativo superarlas. También las diferencias son parte de nuestra identidad cristiana, ya que vivimos en situaciones y culturas diferentes, somos hombres y mujeres marcados por experiencias personales y por la historia de las comunidades en que vivimos. Pero aún así, nos une y congrega el Espíritu Santo, por cuyo don podemos vivir como Dios desea y nos ha revelado en Jesucristo, a saber: santos, capaces de ofrecer nuestro amor y de otros recibirlo.

La causa de la unidad intenta por todos los medios abatir las barreras de raza y religión. No pretende arramblar con la identidad de cada cual. Pretende, más bien, potenciarla, afinarla, ennoblecerla, consolidarla. Recordando estas verdades, el Octavario puede ser magnífico momento para agradecer a Dios el don de la vida, de esta vida que a él y a su divina obra nos vincula. Ayúdenos, en cuanto Iglesias, a recibirlo en plenitud para remover estorbos y facilitar caminos. La bondad de su Espíritu se encargará de que podamos crecer en el amor y en la unidad de Cristo.  

Pedro Langa

Dios juzga nuestros esfuerzos de constructores [1 Cor 3,13-15]
Sábado, 22 ene (RV).- A nadie se le oculta que en el diario afán se manifiesta el buen o mal hacer de cada uno. Iglesias hubo en el pasado más ocupadas, a veces, en resolver sus problemas internos que en proclamar el mensaje de la muerte y resurrección de Jesucristo como fundamento de la vida cristiana. San Pablo, en cambio, siempre autocrítico, no cesa de considerarse responsable de sí mismo ante Dios. Es lo que las Iglesias debieran hacer. Revelaría ello entonces en qué medida hemos sido buenos discípulos del Señor y hasta qué punto practicamos ecumenismo de calidad.

Contra ti, contra ti solo pequé, prorrumpe arrepentido el salmista (Sal 51(50),1-4.9-13). Y el Apóstol a los filipenses: Considerad que los demás son mejores que vosotros (Flp 2,1-5). ¡Casi nada! Imaginemos la nota ecuménica que saldría a la superficie si esto se aplicase entre las Iglesias. Tendríamos, cuando menos, la elemental dosis de humildad para facilitar la conversión del corazón, ese requisito imprescindible del ecumenismo verdadero. Ya es señalado milagro que Dios haya querido asociarnos a su obra de amor en el mundo, cuyo fundamento, Jesucristo, no nos exime, por cierto, de tener que asumir el oficio de constructores.

Explicando esto a los cristianos de Corinto, san Pablo solía insistir igualmente sobre el hecho de que Dios somete a prueba la construcción misma: porque debe aflorar también que somos buenos constructores. Si lo somos. Nuestra salvación no depende únicamente de nuestras obras, es verdad, pero, se niegue o no, seguimos siendo responsables ante Dios de cuanto hacemos u omitimos. Cumple comprender con el Apóstol, pues, que seremos juzgados con arreglo al buen o mal uso de los dones que Dios nos ha concedido para la edificación de su reino.

Responsables de nuestros comunes actos ante Dios y el prójimo, algo parecido acontece con las Iglesias buscando la unidad. Quién no recuerda los servidores de la parábola a quienes el dueño encomienda sus bienes y les exige buen uso de ellos. Todos hemos recibido un tesoro: la frágil vida de nuestro planeta, de los hermanos y hermanas que pregonan por el mundo todo la buena nueva del Evangelio. Concedidos al pueblo de Dios, sus dones son medios ideales de compartir, de aprendizaje frente a logros y fracasos. Y nuestra capacidad de bien obrar y de juntos edificar, todavía hoy se ve sometida a prueba.

Compartir suena bien, pero es verbo de muy difícil conjugación. Equivale, entre otras cosas, a dialogar, a caminar juntos, a reconciliarse. Es ir de la mano, miembros todos de una sola Iglesia, en esa confraternizadora causa de la unidad cristiana que a todos incumbe. Compartir, en resumen, es el lazo de oro que ata nuestro corazón inquieto a la infinita quietud de Dios.

Apenas hace quince días que celebrábamos las fiestas navideñas. Su tierna entraña revela, puestos a teólogos, que el bondadoso Jesús Niño dejó en Belén muy claro para las Iglesias qué representa y a dónde conduce el verbo compartir en sentido eclesial. Magnífica ocasión es ésta, en todo caso, para darle gracias por la confianza que en nosotros puso a la hora de edificar el Reino compartiendo su divino amor. Háganos él estar atentos a su voluntad soberana, y que nos ilumine para mejor percibir la dolorida voz de su amarga queja por tantas divisiones. Ojalá seamos capaces de aprender los unos de los otros la sublime lección que hoy como entonces sigue viniendo de su ruego al Padre: « Que todos sean uno » ( Jn 17, 21).

Pedro Langa

Que se edifique sobre este fundamento [1 Cor 3,12-13]
Viernes, 21 ene (RV).- Gran responsabilidad ecuménica la nuestra. El fundamento ahí lo tenemos ya, pero el edificio a construir en él depende del trabajo de cada constructor, y está por ver que cualquier actitud, sin más, sea signo del don recibido. Escribiendo a los corintios, san Pablo subraya que existe diversidad de dones y servicios, pero que todos proceden del mismo y único Señor. La diversidad es ofrecida por el mismo Espíritu para el bien de todos y para la unidad del cuerpo de la Iglesia (cf. 1 Cor 12, 4) . Dice, pues, el mensaje paulino que es preciso utilizar sabiamente dichos dones para edificar la Iglesia y construir así puentes como signo de esperanza y de unidad. Puentes son, precisamente, los que las Iglesias necesitan en su mancomunado esfuerzo evangelizador del mundo posmoderno, y puentes, por fortuna, los que no se cansa de tender el diálogo ecuménico.

Vamos a restaurar la muralla de Jerusalén (Ne 2,17-18 ) , se puede leer en la Memoria de Nehemías. Y el salmista recuerda a quienes trabajan de sol a sol en el apasionante campo de la unidad cristiana algo que de tan repetido tiene trazas de axioma: Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles (Sal 127 (126) . No cesa el Apóstol de recordar a los corintios la base de toda causa ecuménica, o sea, la maravillosa conjunción de unidad y pluralismo, ya que, dice, Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo (1 Cor 12,4-11) . Antes lo había adelantado Jesús de otra manera: no todos los que trabajan por restaurar la unidad cristiana, no todos los que llegan a la viña del Señor, tienen por qué hacerlo a la misma hora. Un amo de casa salió al amanecer a contratar obreros para su viña (Mt 20,1-16) . Al amanecer, sí. Pero volvió a media mañana. Insistió al mediodía, y tornó incluso por la tarde.

En Cristo, pues, se manifiestan la salvación y la liberación de la humanidad entera. Él es fundamento y fuente de la vida nueva que Dios nos da. Don de Dios: don total. Nada podemos añadir a lo que suyo es, pero tampoco permanecer pasivos o indiferentes. La respuesta ha de ir con arreglo a los diferentes dones recibidos; ponerlos todos al servicio de la unidad cristiana.

Porque no todo lo que se hace en nombre de Cristo, necesariamente lo está « a imagen » . Cristo y su reconciliación han sido a veces eclipsados por la arrogancia, por la lucha de poder, por las ambiciones. « Edificar la Iglesia » no es precisamente levantar unos contra otros barreras confesionales, ni edificar nuestros « monumentos » , por supuesto. Las Iglesias deben enseñar a construir puentes, a colaborar, a dialogar. Sólo así darán testimonio de esperanza y frutos de unión en Cristo. Las antiguas heridas pueden curarse y los desafíos de nuestro mundo conjuntamente afrontarse respetando cada uno las tradiciones y los dones del otro.

Nuestro fundamento, Cristo, a todos hermana. Es la base sobre la cual se edifica la única y verdadera Iglesia, llena de amor por los pobres, los marginados, los que confían en Dios y esperan su Reino. La reconciliación de Dios, por eso mismo, nos compromete a todos, como personas y como Iglesias, a ser piedras vivas de unidad en Cristo. Sólo de esta forma Cristo aparecerá cada día de modo más evidente como nuestro fundamento. Las Iglesias han recibido de Dios abundantes y diversos dones. Ayúdenos Cristo a ver tal abundancia y diversidad nunca como un obstáculo, sino siempre como enriquecimiento que permita edificar su morada en el mundo.

Pedro Langa

Cristo es el fundamento [1 Cor 3,10-11]
Jueves, 20 ene (RV).- Lo es del mundo, de la Iglesia y del ecumenismo. Si las Iglesias actuaran consecuentes con un título así el problema de sus divisiones estaría resuelto. ¿En qué medida las tensiones intercristianas están provocadas por diferencias doctrinales? ¿Sobredosis de cabeza o excesiva frialdad del corazón? ¿Hasta qué punto lo que los cristianos hacen entre sí responde más al poder que a servir? Preguntas todas que no cesan. Las formula cada día el ecumenismo. San Pablo tuvo que afrontarlas y responderlas en Corinto dejando claro que la solución a tales enredos no proviene sino de la humildad en servir. Sólo del humilde servicio fraterno puede brotar la plena unidad cristiana. Es, si bien se mira, la profunda lección que enseña este año el Octavario: aprender de una vez y para siempre que los cristianos somos compañeros de viaje que caminan juntos « entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios » (LG 8; S. Agustín. De Civitate Dei, XVIII, 51, 2) ; obreros contratados a distinta hora que trabajan codo con codo en su Viña; esforzados albañiles que construyen sobre el único fundamento que es Cristo. Sólo así nuestro recíproco apoyo permitirá sentir hasta qué punto Dios mismo nos echa diariamente una mano y se encarga de rematar la obra emprendida.

Consuela escuchar a Isaías: Yo pongo una piedra sólida que sirva de fundamento (Is 28, 14-16) . Entusiasma repetir con el salmista: La piedra desechada es la piedra angular (Sal 118 (117),16-24 ) . Anima reconocer con san Pablo que Jesucristo es la piedra angular (Ef 2,19-22), convencidos de lo que Jesús dejó dicho para siempre: La casa edificada sobre roca no se derrumbará (Mt 7,24-27) . El ecumenismo, por eso, encierra un encanto del que por completo carece el diálogo interreligioso. Y ese encanto no es otro que Jesús. Dios ha colocado en él, por obra del Espíritu, el fundamento común de los bautizados, única base sobre la cual se alza la Iglesia de Dios. Y puesto que nadie puede poner otra, los cristianos confesamos juntos cuanto Dios ha realizado en Cristo. El afirma nuestra convicción y nuestra gratitud.

En su esfuerzo por cimentarse en este único fundamento, los cristianos deben hacer frente común contra quienes rechazan a Cristo. Hoy más que nunca, su aspiración ha de ser convertirse en levadura de la sociedad, aferrados a la Gracia. Teniendo fe en Cristo, no hay por qué vacilar. Si Él fue rechazado, también sus discípulos lo serán, pero bien sabido, eso sí, que las peores pruebas son aquellas que los cristianos se infligen entre sí con rivalidades y disputas.

El movimiento ecuménico, por eso, debe afrontar los desafíos sin miedo a utilizar, como punto de partida de su testimonio en el mundo, lo que otros estiman como inútil; convencidos de que construir sobre el fundamento sólido y común, que es Cristo, significa trabajar juntos, desde un mismo punto de partida y juntos mirar al mismo fin de unitatis redintegratio. La fuerza del amor de Cristo, además, nos llena de esperanza de que todo lo realizado en su nombre está destinado a perdurar por mucho que se interpongan las dificultades, ya que Cristo es el principio y el fin.

Buena ocasión es ésta del Octavario para reconocer que por obra del Espíritu Santo Dios ha establecido en Cristo el único fundamento sobre el que está edificada la Iglesia. Estupenda circunstancia también para darle gracias por lo que ha hecho por nosotros en Cristo, y por haber sostenido constantemente a su Iglesia contra todo intento de socavarla o destruirla. Ayúdenos él con su Espíritu para seguir fieles en la noble y santa causa que aspira a restaurar la unidad de la Iglesia sobre el único fundamento posible, que es Cristo.

Pedro Langa

Dios da el crecimiento [1 Cor 3,5-9]
Miércoles, 19 ene (RV).- San Pablo califica de carnal a la Iglesia en Corinto y llama niños a sus fieles porque no reina en ellos la unidad. Las Iglesias de Eslovaquia, organizadoras este año de la Semana, se preguntan en qué medida su crecimiento ha sido auténtico durante los últimos tres lustros de libertad. Cualquier Iglesia, en resumen, podría ser objeto de un reproche así, vistos inconclusos aún los retos conciliares, y persistentes todavía las tensiones interconfesionales. Lección magnífica la de este Octavario, si al fin comprendieran las Iglesias que deben orar para que los cristianos crezcan en la fe y este crecimiento esté marcado por la unión en el servicio intereclesial.

Muchos dones tenían los corintios, sin duda, pero les faltaba la unidad del espíritu, y de ahí que Pablo rechace su forma de ser cristianos y les precise que ni él ni Apolo son « dueños » de lo que les pertenece, sino « servidores (de otros)  para ser llamados a la fe » (1 Cor 3, 5). Ni siquiera ejerce este ministerio gracias a sus solas fuerzas, sino según los dones recibidos del Cielo. Bien se le alcanza que « el Hijo del Hombre vino al mundo no para ser servido, sino para servir » (Mt 20, 28), y que todos sus dones, siendo así, han de ser puestos al servicio del plan de Dios, de suerte que indiquen bien a las claras que el autor es más que el destinatario.

Hoy, como en tiempos paulinos, unos plantan y otros son los que proveen cada día de lo necesario para el crecimiento, y otros los que se ocupan de la cosecha. Antaño, las personas se pasaban la vida bregando en el mismo pueblo; los pastores locales podían subvenir a las necesidades espirituales de sus menesterosos fieles desde el momento en que sembraban la semilla del Evangelio hasta la recolección de frutos. Hoy se da el caso de personas comprometidas en este proceso de crecimiento no sin problemas. Hasta en Iglesias de la misma confesión se producen tensiones como en Corinto. Olvidan sus fieles a menudo « que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer » (1 Cor 3, 7) en la fe. Como los corintios, también nosotros hoy estamos invitados ecuménicamente a ser administradores que deben rendir cuentas de su gestión. Importa más que mucho, pues, realizar este servicio investidos de la responsabilidad del trabajo que se realiza para la gloria divina. Debemos ofrecer nuestras cualidades a Aquél a quien servimos; poner nuestras competencias sobre Cristo, único fundamento; construir la unidad al servicio del amor.

Destruido por el pecado este mundo perfecto, he aquí que se nos llama al servicio de su restauración de igual modo que, en la Iglesia, a la diaconía de unitatis redintegratio. Servicio que nos une ya en su funcionamiento, pues comporta superar barreras confesionales y culturales, que son las más difíciles. La sabiduría del ecumenismo nos dice que Dios quiere semejante salud por nuestro medio; y restaurar la unidad eclesial en nosotros y con nosotros dentro. Buscando esta unidad, por tanto, los cristianos pueden mostrar que más allá de « Pablo y de Apolo » están los de Cristo. Él sólo, y sólo Él, puede hacernos crecer en el amor del Padre, y en el servicio al Espíritu de santidad y unidad en el mundo. Ocasión propicia la del Octavario, en consecuencia, para bendecir a quien nos bendijo asociándonos a su Reino; para saber servir más que ser servidos; para ser fieles administradores de su creación. En una palabra: para comprender que si Dios da el crecimiento, da también la unidad.
Pedro Langa
Cristo, fundamento único de la Iglesia (1 Cor 3, 1-23)
Martes, 18 ene (RV).- El mensaje paulino de corintios relacionando a Cristo y a la Iglesia proporciona este 2005, todavía novicio y recental, la consigna del Octavario. El proyecto esta vez ha partido del Comité teológico del Consejo Ecuménico de Iglesias de Eslovaquia, decidido a volar alto con el Apóstol de las Gentes a base de hacer de Cristo y de la Iglesia las dos alas necesarias para surcar el espacio unitario. Es como si el citado grupo hubiera querido alzar el vuelo de sus reflexiones precisando que la identidad ecuménica empieza y acaba en Cristo por la Iglesia. Lo cual es muy de agradecer en esta época de posmodernidad, en la que tanto se habla de diálogo interreligioso y de glamour de religiones, y tan poco, en cambio, del ecumenismo.
El Decreto Unitatis redintegratio, de cuya promulgación se acaba de cumplir el pasado noviembre el cuadragésimo aniversario, no parece sino que fuera una partitura cristológica cuando precisa con aire sinfónico que « una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor» (UR 1) y reconoce que « participan en este movimiento de la unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador» (Ib.). Y como si lo escrito fuera poco, insiste: « Nuestra atención se dirige, ante todo, a los cristianos que confiesan públicamente a Jesucristo como Dios y Señor y Mediador único entre Dios y los hombres» (UR 20). ¡Mejor síntesis ecuménica, imposible!

En esta catequesis radiofónica, pues, quisiera uno recordar al Cristo de la última Cena que ruega para «que todos sean uno» (Jn 17, 21). Unidad solemnemente pedida y suplicada, la suya, «que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos » . Unidad, además, que «no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra » ; que «no equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos, sino que pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad » (UUS 9).
Unidad que en la más alta escuela teológica, la de los Padres y Doctores de la Iglesia, encuentra su modelo y su espejo y su querencia en la estrechísima, indisoluble unión de naturalezas en Cristo, a las que representa el dikerion, ese instrumento con el que los obispos orientales bendicen durante la Divina Liturgia. Unidad elegida por el propio Cristo como signo de eficacia evangelizadora: « que todos sean uno…, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).

El mensaje del Octavario, por eso, apunta este año al corazón del ecumenismo cuando nos recuerda que « Cristo (es el) fundamento único de la Iglesia» (1 Cor 3, 1-23), de suerte que la división « contradice clara y abiertamente su voluntad, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura» (UUS 6, UR 1). Y puesto que no hay ecumenismo que valga sin conversión interior (cf. UUS 15; UR 7), y toda conversión debe ser cristiana, la conclusión huelga: practicar el ecumenismo es convertirse a Cristo.
Hemos de saludar, sí, que los organizadores del Octavario hayan querido esta vez regalarnos los oídos del alma subiendo la cuesta de enero con un lema tan cristológico y eclesiológico a la vez. Diríase que en sus acordes suena toda la música del Vaticano II y la melodía toda del movimiento ecuménico. Mientras haya un eclesiólogo convencido, habrá vivencia cristológica llena de luz interior; y habrá también entonces, cómo no, vocación ecuménica de verdad.

Pedro Langa







All the contents on this site are copyrighted ©.