(RV).- Puntualmente a mediodía del 15 de agosto, y ante la presencia de miles de fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco explicó en la Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, que el Evangelio nos presenta a la joven de Nazaret que, tras recibir el anuncio del Ángel, parte de prisa para estar cerca de Isabel en los últimos meses de su prodigioso embarazo.
El Santo Padre afirmó que el don más grande que María lleva a su prima, y a todos nosotros, es Jesús, que ya vive en Ella, no sólo por la fe y por la espera, sino porque Cristo tomó la carne humana de la Virgen para su misión de salvación.
Después de aludir al clima de alegría que se vivió en ese entonces en la casa de Isabel y de su marido Zacarías, en espera del niño que llegaría a ser Juan Bautista, el precursor del Mesías; el Obispo de Roma se refirió a la alegría plena que se expresa con la voz de María en la estupenda oración del Magníficat.
El Magníficat – prosiguió el Pontífice – canta a Dios misericordioso y fiel, que realiza su designio de salvación con los pequeños y los pobres, con los que tienen fe en Él y con los que confían en su Palabra, como María.
Por esta razón, al celebrar a María Santísima Asunta en el Cielo, el Papa Bergoglio no dudó en afirmar que todos quisiéramos que Ella, una vez más, trajera a nosotros, a nuestras familias y a nuestras comunidades, ese don inmenso, esa gracia única que siempre debemos pedir en primer lugar y por encima de las demás gracias que también deseamos, a saber: ¡La gracia que es Jesucristo!
Hacia el final de su reflexión el Santo Padre dijo que María, al traer a Jesús, también nos trae una alegría nueva, llena de significado, una nueva capacidad de franquear, con fe, los momentos más dolorosos y difíciles. En una palabra: nos trae la capacidad de misericordia, para que nos perdonemos, comprendamos y sostengamos recíprocamente.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Que la Madre de Dios obtenga consolación para todos los que sufren en el mundo por desastres naturales y por conflictos, pidió el Papa Francisco, después de la oración mariana del Ángelus y del responso por los difuntos:
«Queridos hermanos y hermanas
A María Reina de la paz, que contemplamos hoy en la gloria del Paraíso, le quisiera encomendar, una vez más, las angustias y los dolores de las poblaciones que, en tantas partes del mundo, sufren debido a calamidades naturales, tensiones sociales o conflictos.
¡Que nuestra Madre celeste obtenga para todos consolación y un futuro de serenidad y de concordia!
¡Saludo a todos, romanos y peregrinos provenientes de diversos países!
En particular, saludo a los jóvenes de Mira, Venecia, y a la Asociación Don Bosco de Noci
Saludo a todos… veo banderas españolas y polacas…
Les agradezco por haber venido: les deseo una feliz fiesta de la Asunción y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta la vista»
(CdM – RV)
Audio completo de las palabras del Papa Francisco antes del rezo del Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, el Evangelio nos presenta a la joven de Nazareth que, habiendo recibido el anuncio del Ángel, parte sin tardanza a reunirse con Isabel, para acompañarla en los últimos meses de su embarazo prodigioso. Cuando llega a dónde está, María escucha de su boca las palabras que se han convertido en la oración del “Ave María”: “Bendita seas entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42). En efecto, el don más grande que María lleva a Isabel - y al mundo entero – es Jesús, que ya vive en ella; y vive no sólo por la fe y la espera, como en tantas mujeres del Antiguo Testamento: de la Virgen, Jesús ha tomado la propia carne, para cumplir su misión de Salvación.
En casa de Isabel y de su marido Zacarías, donde primero reinaba la tristeza por la falta de hijos, ahora se vive la alegría por un niño que llega: un niño que se convertirá en el grande Juan Bautista, precursor del Mesías. Y cuando María llega, la alegría prorrumpe y desborda de los corazones, porque la presencia invisible pero real de Jesús, llena todo de sentido: la vida, la familia, la salvación del pueblo…..¡Todo! Esta alegría plena se expresa con la voz de María en la oración maravillosa que el Evangelio de Lucas nos ha transmitido, y que toma su nombre de su primera palabra en latín, Magnificat. Es un canto de alabanza a Dios que hace cosas grandes a través de personas humildes, desconocidas para el mundo, como la propia María, como su esposo José, y como el lugar en el que viven, Nazareth. Las cosas grandes que Dios ha hecho con las personas humildes, las cosas grandes que el Señor hace en el mundo con los humildes, porque la humildad es como un vacío que deja lugar a Dios. El humilde es poderoso, porque es humilde: no porque es fuerte. Y esta es la grandeza del humilde y de la humildad. Quisiera preguntaros, - y también a mi – pero sin contestar en voz alta; cada uno que se conteste dentro de su corazón: “¿cómo va mi humildad?”.
El Magnificat canta al Dios misericordioso y fiel, que cumple su diseño de salvación con los pequeños y los pobres, con los que tienen fe en Él, que se fían de su Palabra, como María. De ahí la exclamación de Isabel: “Bendita tu que has creído” (Lc 1,45). En aquella casa, la venida de Jesús a través de María ha creado no sólo un clima de alegría y de comunión fraterna, sino también un clima de fe que lleva a la esperanza, a la oración, a la alabanza.
Todo esto sería deseable también hoy para nuestras casas. Celebrando a María Santísima Asunta al Cielo, querríamos que ella una vez más, trajese para nosotros, para nuestras familias, para nuestra comunidad, el don inmenso, la gracia única que debemos siempre pedir por encima de cualquier otra gracia que deseamos: ¡la gracia que es Jesucristo!
Llevando a Jesús, la Señora trae también para nosotros una alegría nueva, llena de significado; nos trae una nueva capacidad de atravesar con fe los momentos más dolorosos y difíciles, nos trae la capacidad de la misericordia; para perdonarnos, comprendernos y sostenernos unos a otros.
María es modelo de virtud y de fe. Y al contemplarla hoy asunta al Cielo, en el cumplimiento final de su itinerario terreno, le damos gracias porque siempre nos precede en el peregrinaje de la vida y de la fe – es la primera discípula. Y le pedimos que nos guarde y nos sostenga; que podamos tener una fe fuerte, alegre y misericordiosa, que nos ayude a ser santos, para encontrarnos con ella, un día, en el Paraíso.
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