(RV).- Al rezar el Ángelus del Primer Domingo de Adviento, ante miles de fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco explicó que con el comienzo de un nuevo año litúrgico iniciamos, como pueblo de Dios, un nuevo camino de fe. Y afirmó que este tiempo es sumamente sugestivo, porque anuncia la visita del Señor a la humanidad.
El Santo Padre aludió a la primera visita de Jesús que se produjo con su Encarnación, mientras la segunda acontece en el presente, ya que el Señor – dijo – nos visita continuamente, caminando siempre a nuestro lado con su presencia de consolación. Sin embargo, también se producirá su última visita, esa que profesamos en el Credo y que nos recuerda que de nuevo vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos”.
El Obispo de Roma añadió que si bien el Señor nos habla hoy de su última visita, la del final de los tiempos, no es para atemorizarnos, sino para abrir nuestro horizonte a una dimensión más grande, de donde se deduce una invitación a la sobriedad, es decir a no dejarnos dominar por las cosas de este mundo, por las realidades materiales.
De ahí que Francisco haya reafirmado que en este tiempo de Adviento estamos llamados a ampliar el horizonte de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por la vida que se presenta cada día con sus novedades pero aprendiendo a no depender de nuestras seguridades, de nuestros esquemas afianzados, porque el Señor viene en la hora en que no lo imaginamos para introducirnos en una dimensión más bella y más grande.
Antes de rezar a la Madre de Dios, el Sucesor de Pedro invitó a pedir a la Virgen del Adviento que nos ayude a no considerarnos dueños de nuestra vida, sino a estar preparados para dejarnos visitar por el Señor que viene.
(María Fernanda Bernasconi - RV).
Texto y audio de las palabras del Papa Francisco antes de rezar el Ángelus:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy en la Iglesia comienza un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino de fe del pueblo de Dios. Y como siempre, comenzamos con el Adviento. La página del Evangelio (Cfr. Mt 24, 37-44) nos introduce en uno de los temas más sugestivos del tiempo de Adviento: la visita del Señor a la humanidad.
La primera visita – sabemos – se produjo con la Encarnación, el nacimiento de Jesús en la gruta de Belén; la segunda acontece en el presente: el Señor nos visita continuamente, cada día, camina a nuestro lado y es una presencia de consolación; en fin, se producirá la tercera, la última visita, que profesamos cada vez que rezamos el Credo: “De nuevo vendrá en la gloria para juzgar a los vivos y a los muertos”.
El Señor nos habla hoy de esta última visita suya, la que se producirá al final de los tiempos, y nos dice dónde llegará nuestro camino.
La Palabra de Dios hace resaltar el contraste entre el desarrollo normal de las cosas, la rutina cotidiana, y la venida improvisa del Señor. Dice Jesús: “En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos” (vv. 38-39), así dice Jesús.
Nos sorprende siempre pensar en las horas que preceden una gran calamidad: todos están tranquilos, hacen las cosas habituales sin darse cuenta de que su vida está a punto de ser alterada. Ciertamente el Evangelio no quiere atemorizarnos, sino abrir nuestro horizonte a la dimensión ulterior, más grande, que por una parte relativiza las cosas de cada día, pero al mismo tiempo las hace preciosas, decisivas. La relación con el Dios-que-viene-a-visitarnos da a cada gesto, a cada cosa una luz diversa, un espesor, un valor simbólico.
De esta perspectiva proviene también una invitación a la sobriedad, a no ser dominados por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas. Si, por el contrario, nos dejamos condicionar y arrollar por ellas, no podemos percibir que hay algo muy importante: nuestro encuentro final con el Señor. Y esto es lo importante. Eso, aquel encuentro. Y las cosas de cada día deben tener este horizonte, deben ser dirigidas hacia aquel horizonte. Este encuentro con el Señor que viene por nosotros. En aquel momento, como dice el Evangelio, “De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado” (v. 40). Es una invitación a la vigilancia, porque al no saber cuándo vendrá Él, es necesario estar siempre listos para partir.
En este tiempo de Adviento, estamos llamados a ampliar el horizonte de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por la vida que se presenta cada día con sus novedades. Para hacer esto es necesario aprender a no depender de nuestras seguridades, de nuestros esquemas afianzados, porque el Señor viene en la hora en que no lo imaginamos. Viene para introducirnos en una dimensión más bella y más grande.
Que la Madre, Virgen del Adviento, nos ayude a no considerarnos propietarios de nuestra vida, a no hacer resistencia cuando el Señor viene para cambiarla, sino a estar preparados para dejarnos visitar por Él, huésped esperado y grato incluso si cambia nuestros planes.
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