2016-10-15 13:21:00

Isabel de la Trinidad, testigo de la misericordia de Dios


(RV).- “Todos estamos llamados a comprender y vivir el amor de Dios, a experimentar su misericordia infinita, en todos los estados de la vida y a cualquier edad”, con estas palabras Isabel de la Trinidad explicaba a una joven adolescente la grandeza de la misericordia de Dios (Carta 324) y la animaba a seguir a Cristo en el camino del servicio.

Como cada 8 de noviembre, se recuerda en el Carmelo la figura y la obra de la Beata Isabel de la Trinidad, también conocida como Isabel de Dijón. Fue una religiosa y mística francesa de la Orden de los Carmelitas Descalzos, nació el 18 de julio de 1880 en el campo militar de Avor, diócesis de Bourges (Francia). En 1901 ingresó en el Carmelo Descalzo de Dijon, donde profesó en 1903. Allí falleció el 9 de noviembre de 1906 para irse – como dijo ella – “a la luz, a la vida, al amor”.

Adoradora auténtica en espíritu y verdad, llevó una vida humilde, acrisolada por intensos sufrimientos físicos y morales, en alabanza de gloria de la Trinidad, huésped del alma, hallando en este misterio el cielo en la tierra y teniendo clara conciencia de que  constituía su carisma y misión en la Iglesia. Desde pequeña, “Sabeth”, como la llamaban cariñosamente, tenía un temperamento muy vivaz. Después de que recibió la Primera Comunión en 1981, Isabel se volvió muy calma y tranquila, abierta a la relación con Dios (sobre todo con la Trinidad) y con el mundo. Cuando entró al coro parroquial comenzó a hacer obras de caridad, como asistir a los enfermos y enseñar el Catecismo a los niños que trabajaban en las fábricas.

Isabel de la Trinidad, a pesar de su juventud, deja ver una evolución muy clara en su vida respecto a la misericordia de Dios. No olvidemos que nació en la Francia jansenista, donde el temor a Dios acosaba a los fieles, llenándoles de turbaciones, escrúpulos y desalientos. Isabel, antes de entrar al Carmelo, comienza a leer a Santa Teresa de Jesús y la Historia de un alma de Santa Teresita (que entonces no era sino una joven francesa que había muerto en un Carmelo recientemente) y ambas le impactan profundamente. Su relación con Dios, un Dios amigo y amoroso siempre y en toda circunstancia, es algo con lo que la próxima postulante al Carmelo se siente identificada.

Isabel de la Trinidad es un ejemplo relevante de la fuerza del amor y de la eficacia de la oración, en orden al conocimiento perfecto de Dios. Por ese camino descubrió los matices del misterio trinitario, y lo vivió según la plenitud de la capacidad de su alma. Esto fue así, de manera particular, a partir de los días en que tomó contacto con los escritos de San Juan de la Cruz y se familiarizó con la doctrina de San Pablo. Ella experimentó los fenómenos que describe santa Teresa en la última morada de su Castillo interior, cuando dice que conoce y gusta «por una noticia admirable que se le da al alma, y entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia, y un poder y un saber, y un solo Dios». El fruto de ese conocimiento y de ese gozo interior es cuanto la Beata Isabel de la Trinidad nos ha transmitido en sus escritos, espejo límpido de su alma.

Isabel de la Trinidad murió a los veintiséis años, a causa de la enfermedad de Addison, que a inicios del siglo XX no era curable todavía. Si bien su muerte era segura, Isabel nunca se desanimó, aceptó de buena gana aquello que – decía – era un “gran don”. Sus últimas palabras fueron: ¡Voy al encuentro de la Luz, del Amor, de la Vida!

El Papa San Juan Pablo II, la beatificó en París el 25 de noviembre de 1984. El 4 de marzo de 2016 el Papa Francisco promulgó un decreto reconociendo oficialmente un milagro atribuido a su intercesión y será canonizada el 16 de octubre de 2016.

Oración:

¡Oh, mi Dios, Trinidad a quien adoro...!

«¡Oh, mi Dios, Trinidad a quien adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga penetrar más en la profundidad de vuestro misterio. Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra morada amada y el lugar de vuestro reposo. Que no os deje allí jamás sólo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración total, completamente entregada a vuestra acción creadora.

¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor! quisiera ser una esposa para vuestro Corazón, quisiera cubriros de gloria, amaros... hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia y os pido os dignéis “revestirme de Vos mismo” Identificad mi alma con todos los movimientos de la vuestra; sumergidme, invadidme, sustituidme para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándoos; quiero hacerme dócil a vuestras enseñanzas, para aprenderlo todo de Vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero miraros siempre y permanecer bajo vuestra gran luz. ¡Oh Astro amado!, fascinadme para que no pueda ya salir de vuestra irradiación.

¡Oh Fuego consumidor, Espíritu de Amor! “Descended a mí”, para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo: que yo sea para El como una humanidad complementaria en la que renueve todo su Misterio. Y Vos, ¡oh Padre eterno!, inclinaos hacia vuestra pequeña criatura, "cubridla con vuestra sombra", no veáis en ella más que al "Amado en quien Vos habéis puesto todas vuestras complacencias"

¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Yo me entrego a Vos como una presa. Encerraos en mí para que yo me encierre en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.

(Renato Martinez – Radio Vaticano)








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