2016-08-09 15:45:00

Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, virgen y mártir, Patrona de Europa


(RV).- «Nuestro amor al prójimo es la medida de nuestro amor a Dios. Para los cristianos, y no sólo para ellos, nadie es extranjero… El amor de Cristo no conoce fronteras». Lo escribió esta santa carmelita, hija del pueblo judío y mártir cristiana, cuya memoria litúrgica se celebra el 9 de agosto, día de 1942, en que murió en Auschwitz.  Allí la recordó Benedicto XVI, en su denso discurso, el 28 de mayo de 2006:

«He sentido en mi interior el deber de detenerme en particular ante la lápida en lengua alemana. Allí emerge ante nosotros el rostro de Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, judía y alemana, que juntamente con su hermana murió en el horror de la noche del campo de concentración nazi alemán; como cristiana y judía, aceptó morir junto con su pueblo y por él».

El Papa Joseph Ratzinger, como había hecho San Juan Pablo II y como hizo también el Papa Francisco, recorrió el camino de las lápidas que conmemoran a las víctimas. Y había  empezado afirmando que era casi imposible tomar la palabra en ese lugar «de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre». Y que había acudido a ese campo de exterminio para implorar la gracia de la reconciliación, poniendo en guardia contra los peligros «que parecen resurgir de nuevo en el corazón de los hombres de «las fuerzas oscuras»: «por una parte, el abuso del nombre de Dios, para justificar la violencia ciega contra personas inocentes» y, por otra, «el cinismo que ignora a Dios y que se burla de la fe en él». Alentando a elevar «nuestro grito a Dios, para que impulse a los hombres a arrepentirse, a fin de que reconozcan que la violencia no crea la paz… sólo suscita más violencia y destrucción».

Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, es una de aquellas almas que supieron llevar incluso a aquel abismo de dolor la misericordia de Dios, como señaló el Papa Francisco recordando su visita a Auschwitz-Birkenau:

«Este viaje tenía también el horizonte del mundo, un mundo llamado a responder al desafío de una guerra «a pedazos» que le está amenazando. Y aquí el gran silencio de la visita a Auschwitz-Birkenau ha sido más elocuente que cualquier palabra. En ese silencio he escuchado, he sentido la presencia de todas las almas que han pasado por allí; he sentido la compasión, la misericordia de Dios, que algunas almas santas han sabido llevar incluso a aquel abismo. En ese gran silencio he rezado por todas las víctimas de la violencia y de la guerra. Y allí, en ese lugar, he comprendido más que nunca el valor de la memoria, no sólo como recuerdo de eventos pasados, sino como advertencia y responsabilidad para hoy y para el día de mañana, para que la semilla del odio y de la violencia no arraigue en los surcos de la historia. Y en esta memoria de las guerras y de las muchas heridas, de tantos dolores vividos, hay también muchos hombres y mujeres de hoy que sufren guerras, muchos de nuestros hermanos y hermanas. Viendo esa crueldad, en ese campo de concentración, he pensado inmediatamente en las crueldades de hoy, que son parecidas: no tan concentradas como en ese lugar, sino diseminadas por todo el mundo; este mundo está enfermo de crueldad, de dolor, de guerra, de odio, de tristeza. Y por eso siempre les pido una oración: ¡Que el Señor nos dé la paz!»

(CdM – RV)








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