(Juan 10, 27-30) Este breve texto se encuentra a continuación de uno de los discursos más conocidos de Jesús en el Evangelio de Juan: el buen Pastor; y a la vez es un profundo eco a una de las páginas más hermosas del pueblo de Israel: la historia de su liberación. Escuchar, seguir, proteger y permanecer unidos son gestos que unen profundamente las palabras de Jesús con la historia de amor del pueblo con su Dios.
“Mis ovejas escuchan mi voz” (v. 28). Puede sonar una analogía con el pueblo difícil de entender. La aparente pasividad de los que siguen al pastor abre la posibilidad de escuchar y vivir la presencia del Padre, la promesa divina y la unidad en la fe. No se trata entonces de un seguimiento pasivo, sino de una de las acciones que definen a una comunidad creyente, la apasionante acción de escuchar a Dios.
Escuchar está a la base de toda experiencia religiosa hebrea, es el primero de sus mandamientos: “Shema Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno” (Dtr 6,4). Quien escucha es ya un colaborador de la promesa de Dios y se encuentra en el camino de la salvación abierto a todos. Esta intensidad del escuchar hace que Karl Rahner defina al creyente como “oyente de la Palabra”. Del verbo escuchar nace también el verbo obedecer (en latín, oboedescere). Se trata de saber escuchar y discernir las voces, para reconocer la voz del camino, de la verdad y la vida (Jn 6,14). La obediencia activa y dinámica del creyente corresponde a la promesa activa y eterna de Jesús: “Yo les doy vida eterna y jamás perecerán” (v. 28). En este contexto, Jesús presenta un rasgo esencial del Padre: su poder creador y protector. La mano del Hijo es la mano del Padre que tiene una misión en concreto: proteger su creación. Ya no son sólo las criaturas, sino también todas las cosas creadas: “nadie puede arrancar nada de la mano del Padre” (v. 29). En la Biblia, la mano es la metáfora del poder protector de Dios (Cf. Dtr 33,3; Is 43, 13; 49, 2; Sal 31, 6).
La unidad evocada por Jesús vuelve a hacer eco de la citación del libro del Deuteronomio: “el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno”. Es por eso que no resulta extraño lo escandaloso de las palabras de Jesús frente a sus interlocutores judíos, maestros de la ley, quienes a partir de estas palabras “buscaban apedrearlo” (v. 31). Para ellos, la inamisible intención de “igualarse” a Dios es una blasfemia. Sin embargo, la unidad de Jesús con el Padre no es fusión, sino comunión. Por ello, “nadie podrá arrancar de la mano” lo que él ha creado y ha dado al mundo. Un verbo “arrancar” (ἁρπάζω) que el evangelista usó también cuando la gente intentó hacer rey a Jesús (Jn 6,15). Sin embargo, hoy sabemos que esa mano que nos sostiene es la mano clavada en cruz, no la de un rey. Aquella mano que porta las heridas de la traición y la soledad, pero al mismo tiempo signos que cumplen la promesa de Dios en la Palabra encarnada, que habita en medio de nosotros y con nosotros permanece para siempre.
La promesa se realiza en la fiesta de la Pascua: el paso del pueblo de Israel de la esclavitud a la liberación, el paso de Cristo de la cruz a la vida, el paso que cada uno de nosotros hacemos al escuchar al maestro, tomar su mano y caminar con él hacia la unidad en armonía con la naturaleza y la dignidad humana, en todas sus dimensiones. Caminar confiados es dar espacio en nuestras vidas al Resucitado, es dar signos de esperanza al mundo angustiado por las divisiones, es obrar día a día en la convivencia humana como reflejo de la perfecta comunidad divina en el amor, en la justicia y en la paz.
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