2016-03-13 12:07:00

La mirada de Misericordia de Jesús desarma y salva, recordó el Papa a la hora del Ángelus


(RV).- Miles de peregrinos acudieron a la Plaza de San Pedro para el rezo a la Madre de Dios, del V Domingo de Cuaresma del Jubileo de la Misericordia, que coincidió con la misma fecha, el 13 de marzo, en que tres años antes había sido elegido el Papa Francisco como Sucesor de Pedro.

Con el Evangelio de Juan, (8, 1-11) el Obispo de Roma hizo hincapié en que «basta la mirada llena de misericordia y de amor» de Jesús - como con la mujer adúltera – para hacer que todo pecador sienta que tiene una dignidad, que puede cambiar de vida, que la persona que ha pecado no ‘es’ su pecado y que dejándose mirar por el Señor puede caminar por una senda nueva.

«El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». (v 7). Esta respuesta del Señor - subrayó el Papa - «desconcierta a los acusadores, desarmándolos a todos en el verdadero sentido de la palabra: todos depusieron las ‘armas’, es decir, las piedras listas para ser tiradas, tanto aquellas visibles contra la mujer, como aquellas escondidas contra Jesús».

Tras señalar que aquella mujer «nos representa a todos nosotros, pecadores». Y que la voluntad de Dios hacia cada uno de nosotros: «no es nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús», reiteró una vez más que Él quiere que «nuestra libertad se convierta del mal al bien y ello es posible con su gracia». El Santo Padre invocó el amparo de la Virgen María para que «nos ayude a confiarnos completamente en la misericordia de Dios, para llegar a ser criaturas nuevas».

(CdM – RV)

Voz y texto completo del Papa antes del rezo del Ángelus

«¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!

El Evangelio del V Domingo de Cuaresma (cfr. Jn 8,1 -11) es muy bello: me gusta tanto leerlo y volverlo a leer. Presenta el episodio de la mujer adúltera, destacando el tema de la misericordia de Dios, que no quiere nunca la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena se desarrolla en la explanada del templo. Imagínense allí en el atrio, Jesús está enseñando a la gente y he aquí que llegan algunos escribas y fariseos arrastran ante Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en medio, entre Jesús y la muchedumbre (cfr. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad, ellos no fueron a donde el Maestro para pedirle su parecer, - era gente mala - sino para tenderle una trampa. En efecto, si Jesús seguía la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdía su fama de mansedumbre de bondad que tanto fascinaba al pueblo; si, por el contrario quería ser misericordioso, tenía que ir contra la ley, que Él mismo había dicho que no quería abolir, sino cumplir (cfr. Mt 5,17). Y Jesús está allí…

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú qué dices?» (v 5). Jesús no responde, calla y cumple un gesto misterioso: «inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo» (v 6).  Quizá estaba dibujando, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos… quizá… escribía… estaba en otra… De este modo, invita a todos a la calma, a no actuar movidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero ellos, malos, insisten y esperan que Él responda. Parecía que tenían sed de sangre… Entonces, Jesús levanta la mirada y dice: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». (v 7). Esta respuesta desconcierta a los acusadores, desarmándolos a todos en el verdadero sentido de la palabra: todos depusieron las ‘armas’, es decir, las piedras listas para ser tiradas, tanto aquellas visibles contra la mujer, como aquellas escondidas contra Jesús. Y, mientras el Señor sigue escribiendo en el suelo, haciendo dibujos, no sé…, los acusadores se van uno tras otro, comenzando por los más ancianos, con mayor conciencia de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace tener conciencia de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros y todas esas cosas que todos sabemos, ¿eh? Y qué bien nos hará tener la valentía de hacer caer al suelo las piedras que tenemos para tirarlas a los otros, y pensar un poco en nuestros pecados.

Se quedaron allí sólo la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una ante la otra. Y ello, ¿cuántas veces nos sucede también a nosotros, cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir perdón?  «Mujer ¿dónde están tus acusadores? (v 10) le dice Jesús. Y basta esta constatación y su mirada llena de misericordia y de amor, para hacerle sentir a aquella persona – quizá por primera vez – que tiene una dignidad; que ella no es su pecado, ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar en una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, aquella mujer nos representa a todos nosotros, es decir adúlteros ante Dios, traidores de su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios hacia cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia, que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho todo ser humano (cfr. Gn 2,7), la sentencia de Dios: «No quiero que tú mueras, sino que tú vivas». Dios no nos enclava en nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que nosotros también lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien y ello es posible con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente en la misericordia de Dios, para llegar a ser criaturas nuevas.»

(Traducción del italiano: Cecilia de Malak)








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