2016-03-05 12:20:00

Me levantaré e iré donde mi hijo: La Puerta Santa del Padre, reflexión del jesuita Juan Bytton


Me levantaré e iré donde mi hijo: La Puerta Santa del Padre. (Lc 15,11-32)

Nos encontramos frente a una de las parábolas que han marcado la historia de la cristiandad y que muestra la verdad de Dios y la del ser humano. Por ello, vale la pena recorrer estos versículos como una profunda reflexión, un relato bíblico capaz de transformar radicalmente nuestra actitud ante la vida.

“Un hombre tenía dos hijos”. Es el Dios que desde un inicio se encarna en el Padre y se encarna en la vida y devenir de sus hijos. De inmediato, pedir la herencia es dar por muerto al Padre. Por eso, el Padre se la reparte a los dos por igual ya que el dolor de perder un hijo es perderlo todo. Este hijo se perdió por el camino, tocó fondo, cambio de patria, de casa, de familia, se fue al otro extremo del amor. Y desde muy lejos y lo más bajo “volvió en sí” (v. 17). Cuando decide volver a la casa de su Padre toma el mismo camino que lo vio partir, pero ahora el horizonte es otro.

“Estando todavía lejos, lo vio su Padre y se misericordió (ἐσπλαγχνίσθη)”. La misma palabra y actitud de Jesús frente a la multitud sin pastor (Mt 9,36) o a la gente angustiada por la enfermedad (Mt 14,14); Al tratar con la viuda de Naín (Lc 7,13) o encarnando al buen samaritano (Lc 10,33). Ahora es el Padre que amando sabe mirar de lejos al que viene. Es la misericordia que acorta distancias, que se hace encuentro y vida nueva. Es el padre quien sale al encuentro del hijo y lo acompaña hasta entrar a casa ¿Cuánto tiempo puede durar este regreso juntos: hablando, riendo, recuperando vida? Es el Padre que sale al encuentro de cuantos hijos tiene, pues la iniciativa finalmente es de él. Ahora atraviesan juntos esa Puerta Santa en la que se ha convertido la casa del Padre. No hay camino largo, ni puerta cerrada cuando “la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence” (Misericordiae Vultus, 9).

“He pecado… no merezco ser llamado Hijo tuyo”. Ya no quiere ser hijo, sino jornalero. Pero el padre está cansado de tener jornaleros en vez de hijos. El que regresa ¡que sea su Hijo! Por eso, el anillo en las manos que pecaron, las sandalias en los pies que recorriendo caminos torcidos. Autoridad y dignidad, sí, pero sobretodo vida y misericordia. Con el regreso del hijo, no sólo resucita él sino también su Padre. En el encuentro, el hijo vuelve a ser hijo y el padre vuelve a ser Padre.

Sin embargo, la experiencia de la misericordia no gusta a los “mayores” y no comparten la fiesta del perdón ¿Por qué? Quizás porque muchos continuan viviendo bajo la lógica humana de la recompensa, pensando que relación de paternidad es una cuestión de herencias. Ser honestos gracias al bien hecho, pero ser infelices por no gozar de la justicia de Dios, que va más allá de todos nuestros límites.

La misericordia tiene, en griego, el mismo origen que la palabra “entrañas” y “vísceras” (σπλαγνον). Por ello, con esta parábola volvemos al origen de todo, a nuestra realidad de ser generados por la misericordia para refundar nuestra vida y sociedad desde la misericordia. O como lo diría Henry Nouwen meditando sobre esta parábola en el cuadro de Rembrant: “Cuando miro al anciano inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con las manos, empiezo a ver no sólo al padre que “estrecha al hijo en su brazo”, sino a la madre que acaricia a su niño, le envuelve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contra el vientre del que salió. Así, el “regreso del hijo pródigo” se convierte en el regreso al vientre de Dios, el regreso a los orígenes mismos del ser” (H. Nouwen. El regreso del hijo pródigo).

(Para Radio Vaticano, jesuita Juan Bytton)








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