2016-01-29 19:43:00

Seamos profetas en nuestra propia historia. Lucas 4, 21-30, jesuita Juan Bytton


El domingo anterior reflexionábamos sobre el anuncio del Año de gracia por boca de Jesús. Un hoy que se cumple en él. Un hoy de nuestra historia que es vivir la misericordia del Padre. Sin embargo, como era de esperar, ese anuncio no estaba libre de dificultades e incomprensiones. Es lo que Lucas nos narra ahora, resaltando sobre todo el diálogo peculiar entre Jesús y los presentes.

La gente estaba desconcertada (ἐθαύμαζον) con las palabras de gracia que salían de la boca de Jesús y de inmediato hacen referencia a sus orígenes: “¿Acaso no es éste el hijo de José?” (v. 22). Con esa misma naturalidad, Jesús responde citando un proverbio que parece ya ser conocido: “Médico cúrate a ti mismo” o en otras palabras: “Haz aquí lo haces en otros lados. Si eres de los nuestros, haznos el bien primero a nosotros”. Sin embargo, Jesús es directo y evidencia delante de ellos lo superficial de sus pedidos, añadiendo “Amén”, es decir, “en verdad les digo: ningún profeta es bien recibido en su patria”. Al usar este segundo proverbio, Jesús se presenta como profeta. Y de allí nace la referencia a dos grandes profetas de Israel: Elías y Eliseo, quienes realizaron en su tiempo aquellas proezas que Jesús realizará a lo largo de su vida. Lucas confirma así el programa de Jesús y la continuidad de la historia de la Salvación.

El evangelista nos dice que al oír estas cosas, todos se llenaron de ira ¿Por qué? ¿Por qué puede molestar recordar el paso de Dios por la vida de un pueblo? Es el paso de quien que se detiene a sanar a los olvidados de la sociedad: la viuda de Sarepta y el leproso sirio. Ambas acciones proféticas son hacia personas extranjeras, de otras creencias y otras costumbres. Gente afligida por los tiempos de sequía y hambruna, momentos que se suelen ignorar cuando se vive y se come bien. Recordar esto produce la ira de muchos o “de todos” como dice Lucas. No es el mesías quien me salvará a mí y a los míos, sino Jesús, el hijo de José, en quien se cumplen las Escrituras. Es él quien me dice que el camino es compartir y el poder está en el servir. La historia de Dios se escribe también desde nuestros límites para liberarnos de toda situación que nos encierra en nosotros mismos y en nuestras ciudades. La fe no tiene fronteras.

Jesús nos advierte de lo peligroso que puede ser olvidar quiénes somos y de dónde venimos. Con él podemos leer nuestra historia y ver cómo Dios actúa en ella. Se trata de retomar el camino con Jesús e ir por donde él va, porque siempre es un  camino de salvación.

El Evangelio termina diciendo: “Pero él pasando por en medio de ellos, siguió su camino” (v. 30). Nadie puede detener el camino que salva. Todavía no ha llegado la hora de Jesús. Es más, desde Nazaret empieza su camino. La actitud de rechazo de sus vecinos nos prepara a esperar más reacciones, más barrancos en el camino, incluso gente que lo trata de llevar a las alturas, coronarlo y alabarlo para luego pedir que lo claven en la Cruz. Pero esa es la altura de Jesús, la altura de la Cruz, signo de entrega plena para seguir escribiendo nuestra historia con el lenguaje de la misericordia del Padre.  








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