2015-01-25 15:42:00

Testigos de la Fe, con P. Guillermo Buzzo



Pedro es el esposo de Susana. Ambos comparten la aventura de la fe en familia. Susana siempre ha tenido buenos trabajos, pero Pedro, en cambio parecía no dar con un buen lugar. Muchas ofertas de trabajo terminaban desvaneciéndose y eso les traía a ambos muchos cuestionamientos y dolores. Quien estudia quiere trabajar en aquello para lo que se formó, y al mismo tiempo se siente responsable de aportar al sostenimiento de la familia. Finalmente un día consiguió un trabajo. No era el mejor trabajo del mundo, pero era un trabajo, y le permitiría comenzar a aportar mensualmente algo a la casa.

Un día, su jefe le hizo un planteo que contradecía la propuesta original. Era –según el dueño de la firma- “un cambio de planes en la estrategia de ventas”, que suponía –a juicio de Pedro- faltar  a la palabra dada a los clientes. Nuestro amigo se enfrentó a un dilema, obedecer a su jefe, implicaría traicionar a los anteriores clientes para conseguir otros nuevos. Desobedecerlo significaría volver a estar desempleado.

Lo habló con su esposa, y al otro día le dijo al jefe que no estaba de acuerdo. El jefe se sorprendió con la respuesta. Le dijo: Lo hacen todos, y no es un crimen. Nadie va preso por hacer eso. Es así como se maneja este mundo.

Pero como la negativa de Pedro continuaba, le dijo que lo pensara bien: tené en cuenta que tenés hijos, y que no está la cosa para rechazar un trabajo por un tema así. Pedro le respondió: Justamente, hermano, porque tengo hijos, no puedo aceptar una deshonestidad como la que me estás planteando. Yo quiero llegar a casa, mirar a mis hijos a los ojos, y que ellos se sientan orgullosos del padre que tienen. ¿Cómo podría mirarlos a la cara, si yo no soy capaz de ser honesto en mi vida? Acepté este trabajo porque precisaba el dinero, y todavía lo necesito. Pero más que el dinero, necesito otras cosas que no estoy dispuesto a cambiar por un poco de plata. Tendrás que buscar a otro que haga ese trabajo. Yo renuncio.

Ese día Pedro perdió un trabajo, perdió dinero, perdió cierta estabilidad económica. Pero sólo unos días más tarde fue consciente de lo que había ganado. Su decisión fue para él la confirmación de que su fe no era un simple barniz, que la fuerza que le habían anunciado en el bautismo efectivamente estaba presente. Yo –me decía Pedro- que siempre tuve miedo de dar una opinión, que siempre hacía las cosas sin cuestionar la autoridad, sentí ese día cómo el Espíritu Santo estaba actuando, poniendo palabras en mi boca, que jamás habría pensado que podía decir. Ese día además de la decepción por la persona que un mes atrás me había contratado y ahora estaba traicionando su palabra, sentí una gran paz, y un gran consuelo. Pensé: ¿estoy loco? ¿Cómo puedo estar tranquilo cuando acabo de perder mi trabajo? Pero lo estaba. Y es que en el fondo sabía que había hecho lo correcto, y que no me había convertido en un desobediente. Al contrario. Había aprendido a obedecer al verdadero jefe de mi vida.

Pedro, alguien como yo, alguien como tú. Alguien que se animó a decirle sí a Jesús.








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