Sínodo agradece a las familias del mundo su testimonio de fidelidad, de fe y de amor
(RV).- A primeras horas de la tarde de este sábado 18 de octubre se publicó el Mensaje
de la III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, reunido en Roma.
En efecto, luego de dos intensas semanas de sesiones en presencia de Francisco, en
las cuales los Padres Sinodales han analizado los desafíos pastorales de la familia
en el contexto de la nueva evangelización, los prelados manifiestan admiración y gratitud
a las familias por el testimonio cotidiano que ofrecen a la Iglesia y al mundo, recorriendo
muchas veces un camino lleno de contrariedades. Al observar que “Cristo quiso que
su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta durante este camino”, afirman
que “nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con
las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y
vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron una larga
serie de esplendores y también de dificultades”. En su Mensaje los Padres Sinodales
piden además a las familias que caminen junto a ellos hacia el próximo Sínodo. “Entre
ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta casa”.
(RC-RV)
Texto completo del Mensaje
III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL
SÍNODO DE LOS OBISPOS MENSAJE Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al
Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos
a todas las familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen
a Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud
por el testimonio cotidiano che ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad,
su fe, su esperanza y su amor. Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos
y crecimos en familias con las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes
y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones,
nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades. La misma
preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado
a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas experiencias
familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo nos ha enriquecido
recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad viva y compleja de las familias. Queremos
presentarles las palabras de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno escucha
mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).
Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando
en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades.
En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos emocionantes y a veces también
pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas,
cuando se insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia. Ante todo,
está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar
marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores, el individualismo, el empobrecimiento
de las relaciones, el stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se
asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial
y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la
reconciliación y también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones,
nuevas parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares
complejas y problemáticas para la opción cristiana. Entre tantos desafíos queremos
evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo
con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro neurológico de
la vejez, en la muerte de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas
familias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no como
algo que se les impone, sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo
sufriente en esos cuerpos frágiles. Pensamos en las dificultades económicas causadas
por sistemas perversos, originados “en el fetichismo del dinero y en la dictadura
de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii
gaudium, 55), que humilla la dignidad de las personas. Pensamos en el padre o
en la madre sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia,
o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa
de la droga o de la criminalidad. Pensamos también en la multitud de familias pobres,
en las que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas
que migran sin esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas simplemente
por su fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la
brutalidad de las guerras y de distintas opresiones. Pensamos también en las mujeres
que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas,
en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte de aquellos que debían
cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los miembros de tantas familias
humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la cultura del bienestar nos anestesia
y […] todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades nos parecen un mero
espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos
a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que promuevan los derechos
de la familia para el bien común. Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con
la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los
pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo
de las heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.
***
También
está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de
las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en viviendas
muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el compromiso nupcial
de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa
–como dice el Génesis (2, 18)– cuando los dos rostros están frente a frente, en una
“ayuda adecuada”, es decir semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer
nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se mantiene
distinto del otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo
que expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es
mío y yo soy suya… Yo soy de mi amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3). El
itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo
de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio,
donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también la
sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aún más allá del vigor y de la frescura
juvenil. El amor tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la
vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13). Bajo esta luz, el amor conyugal,
único e indisoluble, persiste a pesar de las múltiples dificultades del límite humano,
y es uno de los milagros más bellos, aunque también es el más común. Este amor
se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo
la procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación
y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto, valores,
una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos. Las familias que
viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular
para los jóvenes. Durante este camino, que a veces es un sendero de montaña, con
cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de Dios. La familia lo
experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos,
entre hermanos y hermanas. Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra
de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por
un momento cada día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en
la vida buena y bella del Evangelio, en la santidad. Esta misión es frecuentemente
compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación.
Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa
familia de familias que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos
son llamados a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes. Hay
otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía
a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas, extrajeras,
a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: “Hay más alegría
en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Es una entrega de bienes, de compañía,
de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de
la vida. La cima que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y
con el prójimo es la Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se
sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia
hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo “será todo en todos” (Col
3, 11). Por eso, en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado
sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados
en nueva unión. Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros
hacia el próximo Sínodo. Entre ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María
y José en su modesta casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos
al Padre de todos nuestra invocación por las familias de la tierra:
Padre,
regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial
de una familia libre y unida. Padre, da a los padres una casa para vivir
en paz con su familia. Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza
y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel. Padre,
ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del
espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad. Padre,
danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad
justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.