Meditaciones para la fe, con el Padre Guillermo Buzzo (RV).- (audio) Alguien dijo una vez
que la felicidad es el fruto de nuestras decisiones. Creo que estoy de acuerdo. Pero
también creo que no nacemos sabiendo cómo decidir. Cuando tomamos nuestra primera
decisión de peso, ya otros han decidido por nosotros un sin número de cosas donde
nosotros prácticamente no participamos. Y me refiero a decisiones pequeñas, pero también
a decisiones que influyen mucho en nuestra vida: la educación, el estilo de vida,
los valores, la alimentación, la religión, las amistades. Los padres deben decidir
por sus hijos, y deben hacerlo pensando en el bien de ellos, mientras ellos no estén
aún en condiciones de hacerlo. Pero paulatinamente, vamos apoderándonos de nuestra
vida. Comenzamos con pequeñas cosas, gustos, preferencias, hasta llegar a las grandes
decisiones que marcarán la vida para siempre. A veces, confirmamos la elección hecha
por nuestros mayores; en otros casos, introducimos pequeñas modificaciones. Pero también
es posible que tomemos un rumbo distinto al sugerido por nuestros padres. En cualquiera
de los casos, nuestra libertad se ejerce con responsabilidad. Ya no puedo echarle
la culpa a los otros. Soy yo el que, con mi aprobación o con mi rechazo estoy eligiendo. Quien
ha tomado una decisión importante en su vida, aun ignorando los detalles de lo que
le espera en el futuro, seguramente ha experimentado esa especie de vértigo que produce
estar allí, con la vida entre las manos, sabiendo que está forjando su futuro, que
está optando por un camino y que lo hace porque está convencido que entre todos los
caminos ese es SU camino; que ha nacido para eso, que es justo allí donde encontrará
la felicidad y podrá hacer feliz a los demás. Pero como la libertad incluye el
riesgo, y el riesgo nos produce miedo, hay casos donde las grandes decisiones procuramos
dejarlas para más adelante. No queremos arriesgarnos. No estamos seguros. No soportamos
la idea de equivocarnos. Y así pasa tantas veces. Vamos posponiendo, vamos dejando
para mañana, y así cada vez, las chances se debilitan. Porque el coraje de la juventud
se va transformando en una especie de falsa cautela, o precaución que en realidad
se llama miedo. Ese miedo al compromiso en definitiva, no es un miedo al futuro,
a las cosas que puedan pasar. Es un miedo a sí mismo. Y quizás también es un miedo
o una desconfianza al amor de Dios. Si entendemos la fe como esa decisión fundamental
de la vida, como el dejar la vida en las manos de Dios, es fácil darse cuenta que
se trata de la decisión más importante de la vida. Es esa decisión que nadie puede
tomar en mi lugar, nadie puede creer por mí. Jesús a lo largo de su vida pública
llamó a muchos a ser sus discípulos. Pero no todos lo siguieron. Algunos pusieron
excusas, otros prefirieron sus asuntos antes que la felicidad que él les proponía.
Y el evangelio incluso cuenta de un joven que comprendió que no podía tener dos dioses:
que si seguía a Jesús tenía que dejar de vivir para el otro dios, el dinero. Y, al
menos en ese momento, cuentan que se retiró triste porque tenía muchos bienes… La
pregunta siempre está allí formulada: ¿para quién quiero vivir? ¿para mí mismo o para
los demás? Como le dijo Juan Pablo II a los jóvenes en Francia: No se vayan tristes!
Anímense a decirle que sí a Jesús. Él nunca traiciona.