La Iglesia de Pentecostés no se resigna a ser innocua, nace abierta, para abrazar
al mundo sin capturar, dijo el Papa a la hora del Regina Coeli
(RV).- (Con audio) La Iglesia que nace
en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor porque, con la fuerza que le viene
de Dios, anuncia un mensaje nuevo – dijo el Papa Francisco a la hora del Regina
Coeli –. Se trata, afirmó, del mensaje universal del amor. Porque como explicó
el Obispo de Roma, los discípulos están revestidos de poder desde lo alto y hablan
con coraje y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.
Del mismo modo
– añadió – la Iglesia está llamada a sorprender anunciando a todos que Jesucristo
ha vencido la muerte, que los brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia
está siempre allí, esperándonos, para curarnos y perdonarnos. Porque como reafirmó
el Pontífice, precisamente para esta misión Jesús resucitado ha donado su Espíritu
a la Iglesia.
El Papa también explicó que la Iglesia de Pentecostés es una
Iglesia que no se resigna a ser innocua, o un elemento decorativo. Es una Iglesia
que no duda en salir fuera, a encontrarse con la gente, para anunciar el mensaje que
le ha sido encomendado, incluso si ese mensaje disturba e inquieta a las conciencias.
Ella nace una, universal, abierta, para abrazar al mundo sin capturar, como
la columnata de la Plaza de San Pedro – dijo – cuyos dos brazos se abren para acoger
y no se cierran para retener.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto
completo de la alocución del Papa Francisco antes de rezar el Regina Coeli:
Queridos hermanos
y hermanas, ¡buenos días!
La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del
Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Como la Pascua, es un
evento acaecido durante la preexistente fiesta hebraica, y que lleva a un cumplimiento
sorprendente.
El libro de los Hechos de los Apóstoles describe los signos
y los frutos de aquella extraordinaria efusión: el viento fuerte y las llamas de fuego;
el miedo desaparece y deja lugar al coraje; las lenguas se desatan y todos comprenden
el anuncio. Donde llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura. El evento
de Pentecostés marca el nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y nos
llaman la atención dos características: es una Iglesia que sorprende y turba.
Un
elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa. Nuestro Dios es el Dios de las
sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba algo más de los discípulos: después de la
muerte de Jesús eran un grupito insignificante, unos vencidos huérfanos de su Maestro.
En cambio, se verifica un evento inesperado que suscita maravilla: la gente permanece
turbada porque cada uno oía a los discípulos hablar en su propia lengua, relatando
las grandes obras de Dios (cfr. Hch 2,6-7.11).
La Iglesia que nace
en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor porque, con la fuerza que le viene
de Dios, anuncia un mensaje nuevo – la Resurrección de Cristo con un lenguaje nuevo
– el universal del amor. Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje
nuevo: el lenguaje del amor. Los discípulos están revestidos de poder desde lo alto
y hablan con coraje – pocos minutos antes habían sido cobardes, pero ahora hablan
con coraje – y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.
Así está llamada
a ser siempre la Iglesia: capaz de sorprender anunciando a todos que Jesús, el Cristo
ha vencido la muerte, que los brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia
está siempre allí, esperándonos, para curarnos, para perdonarnos. Precisamente para
esta misión Jesús resucitado ha donado su Espíritu a la Iglesia.
Atención:
si la Iglesia está viva, siempre debe sorprender. Es algo propio de la Iglesia viva
sorprender. Una Iglesia que no tenga la capacidad de sorprender es una Iglesia débil,
enferma, agonizante ¡y debe ser ingresada en la sección de reanimación, cuanto antes!
Alguno, en Jerusalén, habría preferido que los discípulos de Jesús, paralizados
por el miedo, permanecieran encerrados en casa para no crear confusión. También hoy
tantos quieren esto de los cristianos. En cambio, el Señor resucitado los impulsa
a ir al mundo: «Como el Padre me envió, también yo los envío» (Jn 20,21). La
Iglesia de Pentecostés es una Iglesia que no se resigna a ser innocua, demasiado “destilada”.
¡No, no se resigna a esto! No quiere ser un elemento decorativo. Es una Iglesia que
no duda en salir fuera, a encontrar a la gente, para anunciar el mensaje que le ha
sido encomendado, incluso si ese mensaje disturba o inquieta a las conciencias, incluso
si ese mensaje trae, tal vez, problemas y también a veces, nos trae el martirio. Ella
nace una y universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que abraza
al mundo pero no captura; lo deja libre, pero lo abraza como la columnata de esta
Plaza: dos brazos que se abren para acoger, pero que no se cierran para retener. Nosotros
los cristianos somos libres, ¡y la Iglesia nos quiere libres!
No dirigimos
a la Virgen María, que en aquella mañana de Pentecostés estaba en el Cenáculo – y
la Madre estaba con los hijos –. En Ella la fuerza del Espíritu Santo verdaderamente
ha realizado “cosas grandes” (Lc 1,49). Ella misma lo había dicho. Que Ella,
Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, obtenga con su intercesión una renovada
efusión del Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.