Mensaje del Papa a Congresos internacionales sobre el derecho penal en América Latina
(RV).- En Rio de Janeiro, Brasil, del 31 de agosto al 6 de septiembre, se lleva a
cabo el 19 Congreso internacional de la Asociacion internacional de Derecho Penal.
También en Tegucigalpa, Honduras, se desarrollará el tercer Congreso de la Asociacion
Latinoamericana de Derecho Penal y Criminologia.
Mensaje del Papa
Francisco a los participantes en estos eventos
Vaticano, 30 de mayo
de 2014
Señor Presidente y señor Secretario Ejecutivo: Con estas letras,
deseo hacer llegar mi saludo a todos los participantes del XIX Congreso Internacional
de la Asociación Internacional de Derecho Penal y del III Congreso de la Asociación
Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, dos importantes foros que permiten
a profesionales de la justicia penal reunirse, intercambiar puntos de vista, compartir
preocupaciones, profundizar en temas comunes y atender a problemáticas regionales,
con sus particularidades sociales, políticas y económicas. Junto con los mejores deseos
para que sus trabajos obtengan abundantes frutos, les quiero expresar mi agradecimiento
personal, y también el de todos los hombres de buena voluntad, por su servicio a la
sociedad y su contribución al desarrollo de una justicia que respete la dignidad y
los derechos de la persona humana, sin discriminación, y tutele debidamente a las
minorías. Bien saben Ustedes que el Derecho penal requiere un enfoque multidisciplinar,
que trate de integrar y armonizar todos los aspectos que confluyen en la realización
de un acto plenamente humano, libre, consciente y responsable. También la Iglesia
quisiera decir una palabra como parte de su misión evangelizadora, y en fidelidad
a Cristo, que vino a “anunciar la libertad a los cautivos” (Lc 4, 18). Por eso, me
animo a compartir con Ustedes algunas ideas que llevo en el alma y que forman parte
del tesoro de la Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios.
Desde
los primeros tiempos cristianos, los discípulos de Jesús se han esforzado por hacer
frente a la fragilidad del corazón humano, tantas veces débil. De diversas maneras
y con variadas iniciativas, han acompañado y sostenido a quienes sucumben bajo el
peso del pecado y del mal. A pesar de los cambios históricos, han sido constantes
tres elementos: la satisfacción o reparación del daño causado; la confesión, por la
que el hombre expresa su conversión interior; y la contrición para llegar al encuentro
con el amor misericordioso y sanador de Dios.
1. La satisfacción. El Señor
ha ido enseñando, poco a poco, a su pueblo que hay una asimetría necesaria entre el
delito y la pena, que un ojo o un diente roto no se remedia rompiendo otro. Se trata
de hacer justicia a la víctima, no de ajusticiar al agresor.
Un modelo bíblico
de satisfacción puede ser el Buen Samaritano. Sin pensar en perseguir al culpable
para que asuma las consecuencias de su acto, atiende a quien ha quedado al costado
del camino malherido y se hace cargo de sus necesidades (cf. Lc 10, 25-37).
En
nuestras sociedades tendemos a pensar que los delitos se resuelven cuando se atrapa
y condena al delincuente, pasando de largo ante los daños cometidos o sin prestar
suficiente atención a la situación en que quedan las víctimas. Pero sería un error
identificar la reparación sólo con el castigo, confundir la justicia con la venganza,
lo que sólo contribuiría a incrementar la violencia, aunque esté institucionalizada.
La experiencia nos dice que el aumento y endurecimiento de las penas con frecuencia
no resuelve los problemas sociales, ni logra disminuir los índices de delincuencia.
Y, además, se pueden generar graves problemas para las sociedades, como son las cárceles
superpobladas o los presos detenidos sin condena… En cuántas ocasiones se ha visto
al reo expiar su pena objetivamente, cumpliendo la condena pero sin cambiar interiormente
ni restablecerse de las heridas de su corazón.
A este respecto, los medios
de comunicación, en su legítimo ejercicio de la libertad de prensa, juegan un papel
muy importante y tienen una gran responsabilidad: de ellos depende informar rectamente
y no contribuir a crear alarma o pánico social cuando se dan noticias de hechos delictivos.
Están en juego la vida y la dignidad de las personas, que no pueden convertirse en
casos publicitarios, a menudo incluso morbosos, condenando a los presuntos culpables
al descrédito social antes de ser juzgados o forzando a las víctimas, con fines sensacionalistas,
a revivir públicamente el dolor sufrido.
2. La confesión es la actitud de
quien reconoce y lamenta su culpa. Si al delincuente no se le ayuda suficientemente,
no se le ofrece una oportunidad para que pueda convertirse, termina siendo víctima
del sistema. Es necesario hacer justicia, pero la verdadera justicia no se contenta
con castigar simplemente al culpable. Hay que avanzar y hacer lo posible por corregir,
mejorar y educar al hombre para que madure en todas sus vertientes, de modo que no
se desaliente, haga frente al daño causado y logre replantear su vida sin quedar aplastado
por el peso de sus miserias.
Un modelo bíblico de confesión es el buen ladrón,
al que Jesús promete el paraíso porque fue capaz de reconocer su falta: “Lo nuestro
es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido
ningún crimen” (Lc 23, 41).
Todos somos pecadores; Cristo es el único justo.
También nosotros corremos el riesgo de dejarnos llevar en algún momento por el pecado,
el mal, la tentación. En todas las personas convive la capacidad de hacer mucho bien
con la posibilidad de causar tanto mal, aunque uno lo quiera evitar (cf. Rm 7,18-19).
Y tenemos que preguntarnos por qué algunos caen y otros no, siendo de su misma condición.
No pocas veces la delincuencia hunde sus raíces en las desigualdades económicas
y sociales, en las redes de la corrupción y en el crimen organizado, que buscan cómplices
entre los más poderosos y víctimas entre los más vulnerables. Para prevenir este flagelo,
no basta tener leyes justas, es necesario construir personas responsables y capaces
de ponerlas en práctica. Una sociedad que se rige solamente por las reglas del mercado
y crea falsas expectativas y necesidades superfluas, descarta a los que no están a
la altura e impide que los lentos, los débiles o los menos dotados se abran camino
en la vida (cf. Evangelii Gaudium, 209).
3. La contrición es el pórtico del
arrepentimiento, es esa senda privilegiada que lleva al corazón de Dios, que nos acoge
y nos ofrece otra oportunidad, siempre que nos abramos a la verdad de la penitencia
y nos dejemos transformar por su misericordia. De ella nos habla la Escritura Santa
cuando refiere la actitud del Buen Pastor, que deja a las noventa y nueve ovejas que
no requieren de sus cuidados y sale a buscar a la que anda errante y perdida (cf.
Jn 10,1-15; Lc 15,4-7), o la del Padre bueno, que recibe a su hijo menor sin recriminaciones
y con el perdón (cf. Lc 15, 11-32). También es significativo el episodio de la mujer
adúltera, a la que Jesús le dice: “Vete y en adelante no peques más” (Jn 8,11b). Aludiendo,
asimismo, al Padre común, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos (cf. Mt 5,45), Jesús invita a sus discípulos a ser misericordiosos,
a hacer el bien a quien les hace mal, a rezar por los enemigos, a poner la otra mejilla,
a no guardar rencor…
La actitud de Dios, que primerea al hombre pecador ofreciéndole
su perdón, se presenta así como una justicia superior, al mismo tiempo ecuánime y
compasiva, sin que haya contradicción entre estos dos aspectos. El perdón, en efecto,
no elimina ni disminuye la exigencia de la rectificación, propia de la justicia, ni
prescinde de la necesidad de conversión personal, sino que va más allá, buscando restaurar
las relaciones y reintegrar a las personas en la sociedad. Aquí me parece que se halla
el gran reto, que entre todos debemos afrontar, para que las medidas que se adopten
contra el mal no se contenten con reprimir, disuadir y aislar a los que lo causaron,
sino que les ayuden a recapacitar, a transitar por las sendas del bien, a ser personas
auténticas que lejos de sus miserias se vuelvan ellas mismas misericordiosas. Por
eso, la Iglesia plantea una justicia que sea humanizadora, genuinamente reconciliadora,
una justicia que lleve al delincuente, a través de un camino educativo y de esforzada
penitencia, a su rehabilitación y total reinserción en la comunidad.
Qué importante
y hermoso sería acoger este desafío, para que no cayera en el olvido. Qué bueno que
se dieran los pasos necesarios para que el perdón no se quedara únicamente en la esfera
privada, sino que alcanzara una verdadera dimensión política e institucional y así
crear unas relaciones de convivencia armoniosa. Cuánto bien se obtendría si hubiera
un cambio de mentalidad para evitar sufrimientos inútiles, sobre todo entre los más
indefensos.
Queridos amigos, vayan adelante en este sentido, pues entiendo
que aquí radica la diferencia entre una sociedad incluyente y otra excluyente, que
no pone en el centro a la persona humana y prescinde de los restos que ya no le sirven.
Me
despido encomendándolos al Señor Jesús, que en los días de su vida terrena, fue apresado
y condenado injustamente a muerte, y se identificó con todos los encarcelados, culpables
o no (“Estuve preso y me visitaron”, Mt 25,36). Él descendió también a esas oscuridades
creadas por el mal y el pecado del hombre para llevar allí la luz de una justicia
que dignifica y enaltece, para anunciar la Buena Nueva de la salvación y de la conversión.
Él, que fue despojado inicuamente de todo, les conceda el don de la sabiduría, para
que sus diálogos y consideraciones se vean recompensadas con el acierto.
Les
ruego que recen por mí, pues lo necesito bastante.