El valor
que queremos compartir hoy es el valor de la Laboriosidad en la familia.
Y
quiero comenzar con un texto de San Pablo a los Tesalonicenses: «El que no quiera
trabajar que no coma» (2 Tes 3,10), dice san Pablo; quien ha de comer tiene que trabajar.
El deber de trabajar arranca de la misma naturaleza. Ejercitar tus cualidades
desarrollando y haciendo crecer y perfeccionando la misma creación. Todo lo ha hecho
Dios bien, todo lo ha hecho el Señor para nuestras familias, para nosotros.
Trabajar
es sólo el primer paso, hacerlo bien y con cuidado en los pequeños detalles es cuando
se convierte en un valor.
El trabajo es un valor fundamental. José el carpintero
trabajó. Cuando alguien se refiere a nosotros por “ser muy trabajadores” nos sentimos
distinguidos y halagados: los demás ven en nosotros la capacidad de estar horas y
horas en la escuela, en la casa o en la oficina haciendo “muchas cosas importantes".
La
laboriosidad significa hacer con cuidado y esmero las tareas y deberes que son propios
de nuestras circunstancias. El estudiante va a la escuela, el ama de casa se preocupa
por los miles de detalles que implican que un hogar sea acogedor, los profesionistas
dirigen su actividad a los servicios que prestan. Pero laboriosidad no significa únicamente
"cumplir" nuestro trabajo. También implica el ayudar a quienes nos rodean en el trabajo,
la escuela, e incluso durante nuestro tiempo de descanso; los padres velan por el
bienestar de toda la familia y el cuidado material de sus bienes; los hijos además
del estudio proporcionan ayuda en los quehaceres domésticos.
Podemos, fácilmente,
dar una apariencia de laboriosidad cuando adquirimos demasiadas obligaciones para
quedar bien, aún sabiendo que no podremos cumplir oportunamente. Al crear una imagen
de mucha actividad pero con pocos resultados se le llama activismo, popularmente expresado
con un “mucho ruido y pocas nueces”. Es entonces cuando se hace necesario analizar
con valentía los verdaderos motivos por los que actuamos, para no engañarnos, ni pretender
engañar a los demás cubriendo nuestra falta de responsabilidad.
La pereza es
la manera común de entender la falta de laboriosidad; las máquinas cuando no se usan
pueden quedar inservibles o funcionar de manera inadecuada, de igual forma sucede
con las personas: quien con el pretexto de descansar de su intensa actividad -cualquier
día y a cualquier hora- pasa demasiado tiempo en el sofá o en la cama viendo televisión
“hasta que el cuerpo reclame movimiento”, poco a poco perderá su capacidad de esfuerzo
hasta ser incapaz de permanecer mucho tiempo trabajando o estudiando en lo que no
le gusta o no le llama la atención.
Para ser laborioso se necesita estar activo,
hacer cosas que traigan un beneficio a nuestra persona, o mejor aún, a quienes nos
rodean: dedicar tiempo a buena lectura, pintar, hacer pequeños arreglos en casa, ayudar
a los hijos con sus deberes, ofrecerse a cortar el pasto. No hace falta pensar
en grandes trabajos “extras”, sobre todo para los fines de semana, pues el descanso
es necesario para reponer fuerzas y trabajar más y mejor.
El descanso no significa
“no hacer nada”, sino dedicarse a actividades que requieren menor esfuerzo y diferentes
a las que usualmente realizamos.
Cuando nos decidimos a vivir el valor de la
laboriosidad adquirimos la capacidad de esfuerzo, tan necesaria en estos tiempos para
contrarrestar la idea ficticia de que la felicidad sólo es posible alcanzarla por
el placer y la comodidad, logrando trabajar mejor poniendo empeño en todo lo que se
haga.
El trabajo es mucho más que un valor: es una bendición.
Los santos
trabajaron, el Papa trabaja, los grandes personajes de la historia trabajaron. Por
eso joven dedícate trabaja.
Los invito a vivir unidos en familia, como la sagrada
familia de Nazaret. Que Dios y la Virgen los acompañen siempre.