En la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, el Papa
preside las Vísperas en la Basílica romana de San Pablo Extramuros
(RV).- (Con audio y video) La tarde del 25 de
enero, el Papa Francisco se trasladó a la Basílica romana de San Pablo Extramuros
para presidir, en la fiesta de la conversión del Apóstol de las gentes, las Segundas
Vísperas, culminando así la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este
año.
Este octavario comenzó el pasado día 18. Y el tema de los textos de la
Semana de oración de este año fueron tomados de la Primera Carta de San Pablo a los
Corintios: «¿Acaso Cristo está dividido? (1 Co 1, 1-17)». Una vez más, en
esta celebración, en la Basílica papal de San Pablo Extramuros, participaron los
representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales presentes en Roma;
junto al clero y los fieles de la diócesis del Papa para renovar juntos nuestra oración
al Señor, fuente de la unidad.
En su homilía, el Papa comenzó diciendo: «¿Está
dividido Cristo?» (1 Co 1,13). La enérgica llamada de atención de san Pablo al comienzo
de su Primera carta a los Corintios, que resuena en la liturgia de esta tarde, ha
sido elegida por un grupo de hermanos cristianos de Canadá como guión para nuestra
meditación durante la Semana de Oración de este año.
Y añadió textualmente:
El Apóstol ha recibido con gran tristeza la noticia de que los cristianos de Corinto
están divididos en varias facciones. Hay quien afirma: «Yo soy de Pablo»; otros, sin
embargo, declaran: « Yo soy de Apolo»; y otros añaden: «Yo soy de Cefas». Finalmente,
están también los que proclaman: «Yo soy de Cristo» (cf. v. 12). Pero ni siquiera
los que se remiten a Cristo merecen el elogio de Pablo, pues usan el nombre del único
Salvador para distanciarse de otros hermanos en la comunidad. En otras palabras, la
experiencia particular de cada uno, la referencia a algunas personas importantes de
la comunidad, se convierten en el criterio para juzgar la fe de los otros.
En
esta situación de división, Pablo exhorta a los cristianos de Corinto, «en nombre
de nuestro Señor Jesucristo», a ser unánimes en el hablar, para que no haya divisiones
entre ellos, sino que estén perfectamente unidos en un mismo pensar y un mismo sentir
(cf. v. 10).
Y prosiguió diciendo: Nuestras divisiones hieren su cuerpo,
dañan el testimonio que estamos llamados a dar en el mundo. El Decreto sobre el ecumenismo
del Concilio Vaticano II, refiriéndose al texto de san Pablo que hemos meditado, afirma
de manera significativa: «Con ser una y única la Iglesia fundada por Cristo Señor,
son muchas, sin embargo, las Comuniones cristianas que se presentan a los hombres
como la verdadera herencia de Jesucristo; ciertamente, todos se confiesan discípulos
del Señor, pero sienten de modo distinto y marchan por caminos diferentes, como si
Cristo mismo estuviera dividido». Y, por tanto, añade: «Esta división contradice clara
y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a
la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Unitatis redintegratio,
1).
Al reafirmar que Cristo no puede estar dividido. Y que esta certeza
debe animarnos y sostenernos para continuar con humildad y confianza en el camino
hacia el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los creyentes en Cristo,
el Papa Bergoglio recordó la obra de dos grandes Papas: los beatos Juan XXIII y Juan
Pablo II. Tanto uno como otro – dijo – fueron madurando durante su vida la conciencia
de la urgencia de la causa de la unidad y, una vez elegidos a la Sede de Pedro, han
guiado con determinación a la grey católica por el camino ecuménico.
El papa
Juan, abriendo nuevas vías, antes casi impensables. El papa Juan Pablo, proponiendo
el diálogo ecuménico como dimensión ordinaria e imprescindible de la vida de cada
Iglesia particular. Junto a ellos, menciono también al papa Pablo VI, otro gran protagonista
del diálogo, del que recordamos precisamente en estos días el quincuagésimo aniversario
del histórico abrazo en Jerusalén con el Patriarca de Constantinopla, Atenágoras.
Y
añadió: La obra de estos predecesores míos ha conseguido que el aspecto del diálogo
ecuménico se haya convertido en una dimensión esencial del ministerio del Obispo de
Roma, hasta el punto de que hoy no se entendería plenamente el servicio petrino sin
incluir en él esta apertura al diálogo con todos los creyentes en Cristo. También
podemos decir que el camino ecuménico ha permitido profundizar la comprensión del
ministerio del Sucesor de Pedro, y debemos confiar en que seguirá actuando en este
sentido en el futuro. Mientras consideramos con gratitud los avances que el Señor
nos ha permitido hacer, y sin ocultar las dificultades por las que hoy atraviesa el
diálogo ecuménico, pidamos que todos seamos impregnados de los sentimientos de Cristo,
para poder caminar hacia la unidad que él quiere.
En este ambiente de oración
por el don de la unidad, el Papa Francisco saludó cordial y fraternalmente al Metropolita
Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon, representante
del arzobispo de Canterbury en Roma, y a todos los representantes de las diversas
Iglesias y Comunidades Eclesiales presentes esta tarde en la Basílica de San Pablo
Extramuros.
Y concluyó con estas palabras: Queridos hermanos y hermanas,
oremos al Señor Jesús, que nos ha hecho miembros vivos de su Cuerpo, para que nos
mantenga profundamente unidos a él, nos ayude a superar nuestros conflictos, nuestras
divisiones, nuestros egoísmos, y a estar unidos unos a otros por una sola fuerza,
la del amor, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5 ). Amén.
Texto
completo de la homilía del Santo Padre Francisco
«¿Está dividido Cristo?»
(1 Co 1,13). La enérgica llamada de atención de san Pablo al comienzo de su
Primera carta a los Corintios, que resuena en la liturgia de esta tarde, ha sido elegida
por un grupo de hermanos cristianos de Canadá como guión para nuestra meditación durante
la Semana de Oración de este año.
El Apóstol ha recibido con gran tristeza
la noticia de que los cristianos de Corinto están divididos en varias facciones. Hay
quien afirma: «Yo soy de Pablo»; otros, sin embargo, declaran: « Yo soy de Apolo»;
y otros añaden: «Yo soy de Cefas». Finalmente, están también los que proclaman: «Yo
soy de Cristo» (Cf. v. 12). Pero ni siquiera los que se remiten a Cristo merecen el
elogio de Pablo, pues usan el nombre del único Salvador para distanciarse de otros
hermanos en la comunidad. En otras palabras, la experiencia particular de cada uno,
la referencia a algunas personas importantes de la comunidad, se convierten en el
criterio para juzgar la fe de los otros.
En esta situación de división, Pablo
exhorta a los cristianos de Corinto, «en nombre de nuestro Señor Jesucristo», a ser
unánimes en el hablar, para que no haya divisiones entre ellos, sino que estén perfectamente
unidos en un mismo pensar y un mismo sentir (Cf. v. 10). Pero la comunión que el Apóstol
reclama no puede ser fruto de estrategias humanas. En efecto, la perfecta unión entre
los hermanos sólo es posible cuando se remiten al pensar y al sentir de Cristo (Cf.
Flp 2, 5). Esta tarde, mientras estamos aquí reunidos en oración, nos damos
cuenta de que Cristo, que no puede estar dividido, quiere atraernos hacia sí, hacia
los sentimientos de su corazón, hacia su abandono total y confiado en las manos del
Padre, hacia su despojo radical por amor a la humanidad. Sólo él puede ser el principio,
la causa, el motor de nuestra unidad.
Cuando estamos en su presencia, nos hacemos
aún más conscientes de que no podemos considerar las divisiones en la Iglesia como
un fenómeno en cierto modo natural, inevitable en cualquier forma de vida asociativa.
Nuestras divisiones hieren su cuerpo, dañan el testimonio que estamos llamados a dar
en el mundo. El Decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, refiriéndose al texto
de san Pablo que hemos meditado, afirma de manera significativa: «Con ser una y única
la Iglesia fundada por Cristo Señor, son muchas, sin embargo, las Comuniones cristianas
que se presentan a los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; ciertamente,
todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y marchan por
caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido». Y, por tanto, añade:
«Esta división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo
para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura»
(Unitatis redintegratio, 1). ¡Todos nosotros hemos sido dañados por las divisiones!
¡Ninguno de nosotros queremos llegar a ser un escándalo! Y por esto todos nosotros
caminamos juntos, fraternamente, por el camino hacia la unidad, también haciendo unidad
en el caminar, esa unidad que viene del Espíritu Santo y que nos lleva a una singularidad
especial, que sólo el Espíritu Santo puede hacer: esa diversidad reconciliada. ¡El
Señor nos espera a todos, nos acompaña a todos: está con todos nosotros en este camino
de la unidad!
Queridos amigos, Cristo no puede estar dividido. Esta certeza
debe animarnos y sostenernos para continuar con humildad y confianza en el camino
hacia el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los creyentes en Cristo.
Me es grato recordar en este momento la obra de dos grandes Papas: los beatos Juan
XXIII y Juan Pablo II. Tanto uno como otro fueron madurando durante su vida la conciencia
de la urgencia de la causa de la unidad y, una vez elegidos como Obispos de Roma,
han guiado con determinación a la grey católica por el camino ecuménico. El Papa Juan,
abriendo nuevas vías, antes casi impensables. El Papa Juan Pablo, proponiendo el diálogo
ecuménico como dimensión ordinaria e imprescindible de la vida de cada Iglesia particular.
Junto a ellos, menciono también al Papa Pablo VI, otro gran protagonista del diálogo,
del que recordamos precisamente en estos días el quincuagésimo aniversario del histórico
abrazo en Jerusalén con el Patriarca de Constantinopla, Atenágoras.
La obra
de estos predecesores míos ha conseguido que el aspecto del diálogo ecuménico se haya
convertido en una dimensión esencial del ministerio del Obispo de Roma, hasta el punto
de que hoy no se entendería plenamente el servicio petrino sin incluir en él esta
apertura al diálogo con todos los creyentes en Cristo. También podemos decir que el
camino ecuménico ha permitido profundizar la comprensión del ministerio del Sucesor
de Pedro, y debemos confiar en que seguirá actuando en este sentido en el futuro.
Mientras consideramos con gratitud los avances que el Señor nos ha permitido hacer,
y sin ocultar las dificultades por las que hoy atraviesa el diálogo ecuménico, pidamos
que todos seamos impregnados de los sentimientos de Cristo, para poder caminar hacia
la unidad que él quiere. ¡Y caminar juntos ya es hacer unidad!
En este
ambiente de oración por el don de la unidad, quisiera saludar cordial y fraternalmente
a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico,
a Su Gracia David Moxon, representante del arzobispo de Canterbury en Roma, y a todos
los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades Eclesiales que esta tarde
han venido aquí. Con estos dos hermanos, en representación de todos, hemos rezado
en el Sepulcro de Pablo y hemos dicho entre nosotros: “¡Oramos para que Él nos ayude
en este camino, en este camino de la unidad, el amor, haciendo camino de unidad!”.
La unidad no vendrá como un milagro al final: la unidad viene en el camino, la hace
el Espíritu Santo en el camino. Si nosotros no caminamos juntos, si nosotros no rezamos
unos por otros, si nosotros no trabajamos en tantas cosas que podemos hacer en este
mundo por el Pueblo de Dios, ¡la unidad no vendrá! Se hace en este camino, en cada
paso, y no la hacemos nosotros: la hace el Espíritu Santo, que ve nuestra buena voluntad.
Queridos
hermanos y hermanas, oremos al Señor Jesús, que nos ha hecho miembros vivos de su
Cuerpo, para que nos mantenga profundamente unidos a él, nos ayude a superar nuestros
conflictos, nuestras divisiones, nuestros egoísmos, ¡y recordemos que la unidad siempre
es superior al conflicto! Y nos ayude a estar unidos unos a otros por una sola fuerza,
la del amor, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (Cf. Rm 5,
5). Amén.