Meditaciones para la fe, con el Padre Guillermo Buzzo (RV).- (audio)
La
Iglesia nos enseña que cuando leemos con devoción las Sagradas Escrituras es Dios
mismo, en persona, que sale a nuestro encuentro. Es nuestro Padre Dios que sale al
encuentro de sus hijos para dialogar con nosotros, para manifestarnos su amor, y para
que también nosotros le manifestemos nuestro amor. Es que la Biblia no es para
los cristianos un libro más. Ni siquiera, uno muy valioso. La Biblia, lo sabemos,
es verdaderamente Palabra de Dios, de un Dios que ha asumido nuestro propio lenguaje,
para poder compartir con nosotros. Él nos habla con nuestras palabras, con nuestro
lenguaje (así como es, pobre, limitado), para que la comunicación sea eficaz. Con
el Señor, no necesitamos intérpretes, traductores. Él habla nuestra lengua. Cuando
hablamos entre nosotros ponemos en palabras lo que tenemos dentro de nuestra mente,
de nuestro corazón. Es decir que la palabra humana, antes de tener sonido, antes de
ser pronunciada, está en el interior de la persona. Antes de decirles estas cosas,
tuve que pensarlas, seleccionarlas, encontrar el orden más adecuado. A veces, nos
quedamos sin decirlas; otras veces, hubiera sido mejor guardarlas porque no era el
momento de expresarlas. La conocida como Carta a los hebreos dice que Dios habló
de muchas maneras a su pueblo a lo largo de la historia, pero que en un momento expresó
su Palabra definitiva. Jesús. San Juan de la cruz, místico español, lo expresó
de esta manera: en Jesús, Dios habló definitivamente, y después, calló. Es que
todo lo que Dios tenía para decirnos, todo el amor que tenía para comunicarnos, y
que llenaba su corazón lo expresó, es decir, lo sacó fuera, en la vida, los gestos,
las palabras, las obras de Jesucristo; especialmente en su pasión muerte y resurrección. El
evangelio de Juan llama a Jesús “el logos hecho carne”, es decir, la palabra viva
de Dios, que existe desde siempre en la intimidad de Dios, y que cuando llegó el momento
oportuno se expresó con todas las letras, se manifestó con toda claridad, o como decimos
también, “se reveló”. A nosotros, aunque nos esforcemos, tratándose de amor, siempre
nos parece que nos faltó decir algo, que las palabras nos quedaron chicas, y que no
llegamos a expresarnos perfectamente. Dios, en cambio, nos manifiesta que lo ha
expresado todo sin defecto. Jesús mismo, en la cruz, lo dijo: “Todo está cumplido”
e inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Allí está su vida, sus palabras y
obras, sus milagros, y sus silencios. Todo está allí. Todo lo que necesitamos. Nuestra
tarea como Iglesia, es, hasta que nos encontremos definitivamente con él, escuchar,
comprender, discernir, asimilar, asumir, y llevar a la práctica lo que Dios ya reveló
una vez y para siempre.
Dios se revela para nuestra felicidad Audio
La
Iglesia enseña que todo lo que Dios ha revelado, y por lo tanto, también todo lo que
Dios ha creado, tiene un único y común sentido, un único objetivo: Nuestra felicidad. Por
un lado, lo afirmamos respecto de nuestra felicidad más “terrenal” si cabe la expresión,
es decir, nuestra felicidad dentro de los límites de esta vida, de este mundo. Pero
eso no nos hace perder de vista que nuestro anhelo de felicidad supera todo lo que
podemos experimentar acá, mientras aún vivimos esta vida. Ansiamos una felicidad que
supera completamente nuestras actuales posibilidades. Queremos ser amados y amar sin
los límites que siempre aparecen, sean fallas propias o ajenas. La mejor de todas
las alegrías, el gozo más completo, el placer más loco, y el amor que nos viene de
la persona más querida, termina desvaneciéndose cuando nos damos cuenta por ejemplo
que no lo tendremos para siempre, que la muerte siempre está allí, al acecho, y que
un día acontecerá lo inevitable. ¿Cómo es posible que Dios se equivocara tanto?
¿Por qué nos pondría en el corazón un anhelo infinito, si después tendríamos que conformarnos
con lo limitado? ¿Qué nos sugiere el hecho de que absolutamente todas las personas
en el mundo, las personas de todas las razas, de todas las épocas, tienen esa ansia,
ese deseo tan profundo en el corazón? ¿De dónde lo hemos sacado? ¿Cómo llegó eso allí? Si
hablamos de un anhelo tan profundo, tan infinito, un deseo de eternidad, no podemos
decir que recordamos una experiencia previa de tales características. Les decía
al comienzo que la Iglesia enseña que todo lo que Dios ha revelado, lo ha revelado
para nuestra felicidad. En una de las páginas del evangelio de Mateo, se nos narra
el encuentro de un joven rico con Jesús. Este joven le pregunta qué debía hacer para
ser feliz plenamente y para siempre. Llama la atención esa pregunta que viene de
alguien que aparentemente lo tiene todo… Es joven, es rico, y por lo que dice, ha
vivido una vida honesta. En pocas palabras, tiene, aparentemente todo lo que hace
falta para ser feliz. Pero, sin embargo, hace la pregunta, porque se siente incompleto. Es
que en realidad no nos alcanza; Nunca es suficiente. Siempre queremos más. No porque
seamos unos egoístas desconformes, sino porque la sed sigue sin apagarse. Si no tenemos
a Dios, no estamos en paz. Dios nuestro creador, ha dejado su huella en su obra,
sobre todo en su obra maestra, el ser humano. Nuestro anhelo profundo, es también
una de sus huellas. Y a través de esta marca, nos revela que no hay sobre la tierra
un agua que pueda apagar nuestra sed. Que, como dijo San Agustín, hemos sido creados
para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.