Tiempo que nos ha hecho descubrir la belleza de ser hijos de Dios y hermanos en la
Iglesia, Francisco clausura el Año de la fe
(RV).- (Con audio) ''Cada uno de nosotros
tiene su historia, sus pecados. Sus momentos felices y aquellos oscuros. En esta jornada
nos hará bien pensar en nuestra historia y repetir con el corazón, en silencio: acuérdate
de mí, Señor. Jesús acuérdate de mí, porque quiero ser bueno pero no tengo fuerza,
soy pecador. Pero acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque eres el
centro de todo. Qué hermoso, hagámoslo todos hoy, cada uno en su corazón ''. Lo dijo
el Papa Francisco, en su Homilía en la celebración eucarística con motivo de la clausura
de Año de la fe, hoy, 24 de noviembre, fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del
Universo. Participaron 1.200 entre cardenales, patriarcas y arzobispos mayores de
las Iglesias orientales, arzobispos, obispos y sacerdotes. En efecto, en esta solemne
ceremonia, también estuvieron presentes los Jefes y los Padres de las Iglesias Orientales
Católicas participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para las Iglesias
Orientales. Al lado del altar se expusieron las reliquias del apóstol Pedro: una caja
de bronce con algunos fragmentos óseos. Al final de la celebración, el Obispo de
Roma ha entregado simbólicamente su exhortación apostólica "Evangelii gaudium" a 36
representantes del "pueblo de Dios" provenientes de 18 diversos Países. La exhortación
apostólica sobre la evangelización, que también retoma contenidos del Sínodo de los
Obispos de octubre de 2012, será presentada y publicada el próximo martes. Antes
de la misa se realizó una colecta para la población de Filipinas.
Homilía
completa del Santo Padre: (de la crónica radial del evento)
La solemnidad
de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión
del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con
afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial,
nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó
el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia.
Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu
Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela
nuestro corazón.
Dirijo también un saludo cordial y fraternal a los Patriarcas
y Arzobispos Mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo
de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo
de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad
ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.
Del mismo modo, y por su medio,
deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo
el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la concordia.
Las lecturas
bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo.
Cristo está al centro. Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo
y de la historia.
1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la
carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad
de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en Él, por
medio de Él y en vista de Él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo,
es el principio. Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad,
para que en Él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la Creación,
Señor de la reconciliación.
Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el
centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal,
es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos,
las palabras y las obras. Es así, nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos,
pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo. Nuestras
palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, la pérdida de este
centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el
ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.
2. Además de ser centro de
la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios.
Y precisamente hoy está aquí, al centro de nosotros. Ahora está aquí, en la Palabra,
y estará aquí, en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo
muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel
se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S
5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios
mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que
se hiciese hermano suyo.
Cristo, descendiente del rey David, es precisamente
el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo,
de todos nosotros, a precio de su vida. En Él nosotros somos uno: un solo pueblo;
unidos a él, participamos de un solo camino, un solo destino. Solamente en Él, en
Él como centro, tenemos la identidad como pueblo.
3. Y, por último, Cristo
es el centro de la historia de la humanidad y también el centro de la historia
de todo hombre. A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas
y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los
momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le
sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Mientras todos los otros se
dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a tí
mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida hasta el
final pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de
mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás
conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón,
no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el
Señor no deja jamás de atender una petición como esa. Hoy todos nosotros podemos pensar
a nuestra historia, a nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada
uno de nosotros también tiene sus errores, sus pecados, sus momentos felices y sus
momentos oscuros. Nos hará bien, en esta jornada, pensar a nuestra historia y mirar
a Jesús y desde el corazón repetirle tanta veces, pero con el corazón, en silencio,
cada uno de nosotros: "¡acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino!". Jesús,
acuérdate de mí, porque yo tengo ganas de ser bueno, tengo ganas de ser buena, pero
no tengo fuerza, no puedo: ¡soy pecador, soy pecador! Pero acuérdate de mí, Jesús:
¡Tú puedes acordarte de mí, porque Tú estás al centro, Tú estás precisamente en tu
Reino! ¡Qué bello! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, tantas veces. "¡Acuérdate
de mí Señor, Tú que estás al centro, Tú que estás en tu Reino!"
La promesa
de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios
es siempre más abundante que la oración que la ha solicitado. El Señor siempre da
más de lo que se le pide, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: ¡le
pides que se acuerde de tí y te lleva a su Reino! Jesús está precisamente al centro
de nuestros deseos de alegría y de salvación. Vayamos todos juntos por este camino.