No hay crimen que pueda cancelar de la memoria y el corazón de Dios a uno solo de
sus hijos, afirmó Francisco en el Ángelus
(RV).- (con audio) “No hay profesión
ni condición social, no hay pecado ni crimen de cualquier género que pueda cancelar
de la memoria y el corazón de Dios a uno solo de sus hijos”, lo dijo Papa Francisco
en la reflexión previa a la oración del Ángelus del 3 de noviembre, que rezó con la
multitud de peregrinos italianos y de otros países y continentes, que volvieron a
llenar la plaza del Santuario de San Pedro y la plaza Pío XII.
Refiriéndose
al evangelio del domingo, en el que Jesús pasa por Jericó, donde Zaqueo, una oveja
perdida, despreciado y “excomulgado” por ser jefe publicano de la ciudad, amigo de
los ocupantes romanos, ladrón y estafador, el Obispo de Roma dijo que “aquel hombre
pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en
el anonimato; pero Jesús lo llama, y aquel nombre tiene un significado lleno de alusiones:
En efecto, “Zaqueo” quiere decir “Dios recuerda”.”
El Vicario de Cristo dijo
que Dios es Padre que espera atento en el corazón del hijo el deseo del regreso a
casa. Y cuando reconoce aquel deseo, incluso sencillamente insinuado, inmediatamente
le está a su lado, y con su perdón le vuelve más leve el camino de la conversión y
del regreso. Para finalizar con la invitación: “Hermanos y hermanas, ¡dejemos también
nosotros que Jesús nos llame por nuestro nombre! En lo profundo del corazón, escuchemos
su voz que nos dice: “Hoy debo detenerme en tu casa”, es decir en tu vida. Y recibámoslo
con alegría: Él puede cambiarnos, puede transformar nuestro corazón de piedra en corazón
de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor”.
jesuita
Guillermo Ortiz, de Radio Vaticana para Tu Radio.
Texto y audio completo
de la alocución del Papa Francisco antes de rezar el ángelus
Queridos hermanos
y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de Lucas de este domingo
nos muestra a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó.
Esta es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de
Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero
cuanto el camino más se acerca a la meta, tanto más en torno a Jesús se va estrechando
un círculo de hostilidad.
Y sin embargo, en Jericó sucede uno de los acontecimientos
más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja
perdida, es despreciado, es un “excomulgado”, porque es un publicano, es más, es el
jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un
ladrón, es un explotador. Bella figura, ¡eh! Es así...
Impedido de acercarse
a Jesús, probablemente a causa de su mala fama, y siendo bajo de estatura, Zaqueo
se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Pero este gesto exterior,
un poco ridículo, expresa el acto interior del hombre que trata de ponerse por encima
de la muchedumbre para tener un contacto con Jesús. El mismo Zaqueo desconoce el sentido
profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera osa esperar
que pueda ser superada la distancia que lo separa del Señor; se resigna a verlo sólo
de paso.
Pero Jesús, cuando está cerca de aquel árbol, lo llama por su nombre:
“Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19,
5). Aquel hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está
como perdido en el anonimato; pero Jesús lo llama, y aquel nombre, Zaqueo, en las
lenguas de aquel tiempo, tiene un bello significado lleno de alusiones: En efecto,
“Zaqueo” quiere decir “Dios recuerda”. Es bello, Dios recuerda.
Y Jesús va
a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó. Porque también
en aquel tiempo se hablaba tanto, ¡eh! Y la gente decía, ¿pero cómo, con todas las
personas buenas que hay en la ciudad, va a estar precisamente con aquel publicano?
Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa,
porque también éste es hijo de Abraham” (Lc 19, 9). Desde aquel día, en la
casa de Zaqueo, entró la alegría. Entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.
No
hay profesión o condición social, no hay pecado o crimen de ningún tipo que puede
borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. “Dios recuerda”.
Siempre. No se olvida de ninguno de los que ha creado; Él es Padre, siempre en espera,
vigilante y amorosa, de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a
casa. Y cuando reconoce aquel deseo, incluso sencillamente insinuado, y tantas veces
casi inconsciente, inmediatamente le está a su lado, y con su perdón le vuelve más
leve el camino de la conversión y del regreso.
Pero miremos hoy a Zaqueo sobre
el árbol. Ridículo. Pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un
peso en tu conciencia, si tienes vergüenza de tantas cosas que has hecho, detente
un poco. No te asustes. Piensa que hay uno que te espera. Porque jamás ha dejado de
acordarse de ti, de pensarte. Y éste es tu Padre, es Dios, es Jesús que te espera.
¡Trépate, como hizo Zaqueo, súbete al árbol por las ganas de ser perdonado! Yo te
aseguro que no serás decepcionado. ¡Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar!
Acuérdense bien de esto, así es Jesús.
Hermanos y hermanas, ¡dejemos también
nosotros que Jesús nos llame por nuestro nombre! En lo profundo del corazón, escuchemos
su voz que nos dice: “Hoy debo detenerme en tu casa”. Yo quiero detenerme en tu casa,
en tu corazón, es decir en tu vida. Y recibámoslo con alegría: Él puede cambiarnos,
puede transformar nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos
del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo. ¡Deja que
Jesús te mire!