Vida de Juan XXIII: piedra miliar en la historia de la Iglesia del siglo XX
(RV).- Con ocasión del 50° aniversario de la muerte del Beato Papa Juan XXIII, se
celebró esta tarde en la Basílica Vaticana, una Santa Misa presidida por Mons. Francesco
Beschi, Obispo de la Diócesis italiana de Bérgamo. Al final de la Celebración Eucarística,
el Papa Francisco encontró en la misma Basílica a los participantes en la Peregrinación
de la Diócesis de Bérgamo. Luego del saludo de Mons. Beschi, el Santo Padre dirigió
unas palabras a los presentes.
Texto del saludo del Papa Francisco
Queridos
amigos de la Diócesis de Bérgamo, estoy feliz de darles la bienvenida aquí, en
la tumba del Apóstol Pedro, en este lugar que es la casa de todo católico. Saludo
con afecto a su Obispo, Mons. Francesco Beschi, y le agradezco por las gentiles palabras
que me ha dirigido a nombre de todos.
Hace exactamente cincuenta años, precisamente
a esta hora, el Beato Juan XXIII dejaba este mundo. Quien, como yo, tiene una cierta
edad, mantiene un vivo recuerdo de la conmoción que se difundió por todas partes en
aquellos días: la Plaza de San Pedro se había convertido en un santuario a cielo abierto,
recibiendo día y noche a los fieles de toda edad y condición social, en trepidación
y oración por la salud del Papa. El mundo entero había reconocido en el Papa Juan
un pastor, un padre. Pastor porque era padre. ¿Qué cosa lo había convertido en tal?
¿Cómo había podido llegar al corazón de personas tan diversas, incluso de tantos no
cristianos? Para responder a esta pregunta, podemos recordar su lema episcopal, Oboedientia
et pax: obediencia y paz. «Estas palabras - anotaba Mons. Roncalli en la víspera de
su consagración episcopal - son un poco mi historia y mi vida» (Diario del Alma, Retiro
de preparación para la consagración episcopal, 13-17 de marzo 1925). Obediencia y
paz.
Quisiera partir de la paz, porque este es el aspecto más evidente, aquello
que la gente ha percibido en el Papa Juan: Angelo Roncalli era un hombre capaz de
transmitir paz; una paz natural, serena, cordial; una paz que con su elección al Pontificado
se manifestó al mundo entero y recibió el nombre de la bondad. Es tan bello encontrar
un sacerdote, un cura bueno, con bondad. Y esto me hace pensar a una cosa que San
Ignacio de Loyola -ah, non hago publicidad eh- san Ignacio decía a los jesuitas, cuando
hablaba de las cualidades que tiene que tener un superior. Decía: tiene que tener
esto esto esto esto, una lista larga de cualidades, pero al final decía: y si no tiene
estas virtudes que al menos tenga mucha bondad. Esencial. Es un padre, un sacerdote
con bondad. Fue esto indudablemente una característica distintiva de su personalidad,
que le permitió construir en todas partes sólidas amistades y que resaltó de manera
particular en su ministerio de Representante del Papa, desempeñado por casi tres decenios,
a menudo en contacto con ambientes, mundos tan lejanos de aquel universo católico
en el que él había nacido y se había formado. Justamente en aquellos ambientes él
se demostró un eficaz constructor de relaciones y un válido promotor de unidad, dentro
y fuera de la comunidad eclesial, abierto al diálogo con los cristianos de otras Iglesias,
con exponentes del mundo judío y musulmán y con tantos otros hombres de buena voluntad.
En realidad, el Papa Juan transmitía paz porque tenía un ánimo profundamente pacificado,
él se había dejado pacificar por el Espiritu Santo. Y este ánimo pacificado fue fruto
de un largo y comprometido trabajo sobre sí mismo, trabajo del que ha quedado abundante
rastro en el Diario del Alma. Allí podemos ver al seminarista, al sacerdote, al obispo
Roncalli empeñado en el camino de progresiva purificación del corazón. Lo vemos, día
a día, atento a reconocer y mortificar los deseos que provienen del propio egoísmo,
a discernir las inspiraciones del Señor, dejándose guiar por sabios directores espirituales
e inspirar por maestros como san Francisco de Sales y san Carlos Borromeo. Leyendo
aquellos escritos asistimos verdaderamente al tomar forma de un alma, bajo la acción
del Espíritu Santo que actúa en su Iglesia, en las almas. Ha sido Él, decisivamente,
que con estas buenas disposiciones, les ha pacificado el alma. Y aquí llegamos a la
segunda y decisiva palabra: “obediencia”. Si la paz ha sido la característica exterior,
la obediencia constituyó para Roncalli la disposición interior: la obediencia, en
realidad, fue el instrumento para alcanzar la paz. Ante todo ella tuvo un sentido
muy simple y concreto: desenvolver en la Iglesia el servicio que los superiores le
pedían, sin pretender nada para sí, sin sustraerse a nada de aquello que le era pedido,
incluso cuando eso significó dejar la propia tierra, confrontarse con mundos a él
desconocidos, permanecer por largos años en lugares donde la presencia de católicos
era escasísima. Este dejarse conducir, como un niño, construyó su recorrido sacerdotal
que ustedes bien conocen, de secretario de mons. Radini Tedeschi, padre espiritual
en el Seminario diocesano, a Representante pontificio en Bulgaria, Turquía y Grecia,
Francia, hasta Pastor de la Iglesia veneciana y finalmente a Obispo de Roma. A través
de esta obediencia, el sacerdote y obispo Roncalli vivió también una fidelidad más
profunda, que podremos definir, como él habría dicho, abandono a la divina Providencia.
Él ha constantemente reconocido, en la fe, que a través de aquel recorrido de vida
aparentemente guiado por otros, no conducido por los propios gustos o sobre la base
de una sensibilidad espiritual propia, Dios iba diseñando su propio proyecto. Era
un hombre de gobierno, era un conductor, pero un conductor conducido, por el Espíritu
Santo, por la obediencia. Aun más profundamente, mediante este abandono cotidiano
a la voluntad de Dios, el futuro Papa Juan vivió una purificación, que le permitió
desprenderse completamente de sí mismo y de adherir a Cristo, dejando así emerger
aquella santidad que la Iglesia ha después oficialmente reconocido. «Quien perderá
la propia vida por mí, la salvará» nos dice Jesús (Lc 9,24). Aquí se encuentra
la verdadera fuente de la bondad del Papa Juan, de la paz que ha difundido en el mundo,
aquí se encuentra la raíz de su santidad: en esta su obediencia evangélica.
Y
esta es la enseñanza para cada uno de nosotros, pero también para la Iglesia de nuestro
tiempo: si sabemos dejarnos conducir por el Espíritu Santo, si sabemos mortificar
nuestro egoísmo para hacer espacio al amor del Señor y a su voluntad, entonces encontraremos
la paz, entonces sabremos ser constructores de paz y difundiremos paz a nuestro alrededor.
A cincuenta años de su muerte, la guía sapiente y paterna de Papa Juan, su amor por
la tradición de la Iglesia y la consciencia de su constante necesidad de actualización,
la intuición profética de la convocación del Concilio Vaticano II y la ofrenda de
la propia vida por su buen término, quedan como piedras miliares en la historia de
la Iglesia del siglo XX y como un faro luminoso por el camino que nos espera.
Queridos
bergamascos, ustedes están justamente orgullosos del “Papa bueno”, luminoso ejemplo
de la fe y de las virtudes de las enteras generaciones de cristianos de su tierra.
Custodien su espíritu, profundicen en el estudio de su vida y de sus escritos, pero
sobre todo, imiten su santidad. Déjense guiar por el Espíritu Santo. No tengan miedo
de los riesgos, así como él no ha tenido miedo. Docilidad al Espíritu, amor a la
Iglesia y adelante. El Señor hará todo. Que desde el Cielo Él continúe acompañando
con amor a su Iglesia, que tanto amó en vida, y obtenga para ella del Señor el don
de numerosos y santos sacerdotes, de vocaciones a la vida religiosa y misionera, como
también a la vida familiar y al compromiso laical en la Iglesia y en el mundo. ¡Gracias
por su visita al Papa Juan! Los bendigo a todos de corazón. (RC-RV)