La muerte se ha convertido en un puente hacia la eternidad
(RV).- Este Viernes Santo, Francisco presidió la celebración de la Pasión del Señor
en la Basílica de San Pedro. El capuchino Raniero Cantalamessa -predicador de la casa
pontificia- tuvo a su cargo la meditación, titulada "Justificados gratuitamente por
medio de la fe en la sangre de Cristo". En ella nos recordó que en ·Cristo muerto
y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. El progreso de la humanidad
-agregó- avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve desarrollarse ante sí
nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos".
El padre Cantalamessa
aseguró que "aún así, puede decirse que ya ha llegado el final de los tiempos, porque
en Cristo, subido a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final.
Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva. A pesar de todas las miserias,
las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra -destacó-, en él se
ha abierto ya el orden definitivo del mundo".
Lo que vemos con nuestros ojos
puede sugerirnos otra cosa, pero el mal y la muerte son realmente derrotados para
siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad -afirmó el capuchino- es que Jesús
es el Señor del mundo. El mal ha sido realmente vencido por la redención que Él trae.
El mundo nuevo ya ha comenzado (RC/CA-RV)
Predicación completa del padre
Raniero Cantalamessa, OFM Cap Viernes Santo 2013, Basílica de San Pedro
“Todos
han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente
por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto
por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre... De esa manera, Dios
ha querido mostrar su justicia: en el tiempo presente, siendo justo y justificando
a los que creen en Jesús. (Rom 3, 23-26).
Hemos llegado
al culmen del Año de la fe y a su momento resolutivo. ¡Esta es la fe que salva, "la
fe que vence al mundo" (1 Jn 5,5)! La fe – apropiación por la cual hacemos
nuestra, la salvación obrada por medio de Cristo, y nos revestimos con el manto de
su justicia. Por una parte está la mano extendida de Dios que ofrece al hombre su
gracia; por la otra, la mano del hombre que se extiende para acogerla mediante la
fe. La "nueva y eterna alianza" está sellada con un apretón de mano entre Dios y el
hombre.
Tenemos la posibilidad de tomar, en este día, la decisión más
importante de la vida, aquella que nos abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer
en que "Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación"
(Rom 4, 25)! En una homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunciaba estas palabras
excepcionalmente modernas y existenciales: "Para cada hombre, el principio de la vida
es aquel, a partir del cual Cristo ha sido inmolado por él. Pero Cristo es inmolado
por el en el momento en el cual reconoce la gracia y se hace consciente de la vida
que le ha sido procurada por aquella" (Homilía pascual del año 387, en SCh 36, p.
59 s.).
¡Qué extraordinario! Este Viernes Santo, celebrado en el
Año de la fe y ante la presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si lo queremos,
el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, convertido al cristianismo
en edad adulta, repensando en su vida pasada, decía: "Antes de conocerte, yo no existía".
Aquello
que se requiere es solamente que no nos escondamos como Adán después de la culpa,
que reconozcamos tener necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos.
El publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve oración: "Oh Dios, ten
piedad de mí, pecador". Y Jesús dice que aquel hombre regresó a casa "justificado",
es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva; creo que cantando alegremente
en su corazón (Lc 18,14). ¿Qué había hecho de extraordinario? Nada, se había puesto
en la verdad ante Dios, y es lo único que Dios necesita para actuar.
***
Como
quien, en la escalada de una pared alpina, habiendo superado un paso peligroso, se
detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se ha
abierto ante él, así hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la
Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación mediante la fe:
“Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por
medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia
en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria
de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos
que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud
probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado”.
(Rom 5, 1-15).
Son efectuadas hoy, desde los satélites artificiales,
fotografías a rayos infrarrojos de enteras regiones de la tierra y del entero planeta.
¡Cómo aparece diferente el panorama visto desde lo alto, a la luz de aquellos rayos,
en comparación con aquello que vemos con la luz natural y estando dentro! Recuerdo
una de las primeras fotos satelitales difundidas en el mundo; reproducía la entera
península del Sinaí. Muy diferentes eran los colores, más evidentes los relieves y
las depresiones. Es un símbolo. También la vida humana, vista a los rayos infrarrojos
de la fe, desde las alturas del Calvario, es diferente de lo que se ve “a simple vista”.
Todo – dijo el sabio del Antiguo Testamento – sucede igual, del
justo hasta el impío... “Yo he visto algo más bajo el sol: en lugar del derecho, la
maldad y en lugar de la justicia, la iniquidad”. (Ecl 3, 16, 9, 2). Y en efecto, en
todos los tiempos se ha visto la iniquidad triunfante y a la inocencia humillada.
Pero para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, he aquí, nota Bossuet,
que a veces se ve lo contrario, es decir la inocencia sobre el trono y la iniquidad
sobre el patíbulo. ¿Pero qué concluía Qoelet? Entonces me dije a mí mismo: Dios juzgará
al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa y para cada acción”.
(Ecl 3, 17). Encontró el punto de vista que nuevamente pone el alma en paz.
Aquello
que el Qoelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este juicio
ya se ha dado: "Ahora dice Jesús – caminando hacia su pasión–, ha llegado el juicio
de este mundo, ahora será echado fuera el príncipe de este mundo, y cuando yo sea
levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí "(Jn 12, 31-32).
En
Cristo muerto y resucitado, el mundo alcanzó su meta final. El progreso de la humanidad
avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve abrir ante sí nuevos e inesperados
horizontes fruto de sus descubrimientos. Y también, se puede decir que ya ha llegado
el final de los tiempos, porque en Cristo, subido a la derecha del Padre, la humanidad
ha alcanzado a su meta final. Ya comenzaron los cielos nuevos y la tierra nueva.
A
pesar de todas las miserias, las injusticias y las monstruosidades existentes sobre
la tierra, en él ya se inauguró el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros
ojos puede sugerirnos lo contrario, pero el mal y la muerte realmente están vencidos
para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor del
mundo. El mal ha sido radicalmente vencido por la redención por él obrada. El mundo
nuevo ya ha comenzado.
Una cosa sobretodo aparece diversa, vista
con los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo entró en la muerte como se entra en una
prisión oscura; pero salió de ella por la pared opuesta. No ha regresado de donde
había venido, como Lázaro que vuelve a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha
hacia la vida que nadie podrá cerrar jamás, y por la cual todos pueden seguirlo. La
muerte no es más un muro contra el que se estrella toda esperanza humana; se ha convertido
en un puente hacia la eternidad. Un "puente de los suspiros", tal vez porque a nadie
le gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo lo traga. "El amor es
fuerte como la muerte", dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡En Cristo ha sido más
fuerte que la muerte!
En su "Historia eclesiástica del pueblo inglés",
Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra.
Cuando los misioneros venidos de Roma llegaron a Northumberland, el rey del lugar
convocó al consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, difundir
el nuevo mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra.
Era invierno y afuera había nieve y ventisca, pero la habitación estaba iluminada
y cálida. En cierto momento, un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló
asustado un rato por la sala, y luego desapareció por un agujero en la pared opuesta.
Entonces
se levantó uno de los presentes y dijo: “Oh rey, nuestra vida en este mundo es como
ese pájaro. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y
del calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber
a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestras
vidas, debemos escucharlos”.
La fe cristiana podría retornar a
nuestro continente y en el mundo secularizado por la misma razón por la que hizo su
entrada: como la única que tiene una respuesta segura que dar a los grandes interrogantes
de la vida y de la muerte.
***
La cruz separa
a los creyentes de los no creyentes, porque para unos es un escándalo y una locura,
y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 23-24); pero
en un sentido más profundo, ésta une a todos las hombres, creyentes y no creyentes.
“Jesús tenía que morir [...] no solo por una nación, sino que también para reunir
a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos
y la tierra nueva pertenecen de derecho a todos y son para todos: porque Cristo murió
por todos.
La urgencia que nace de todo aquello es evangelizar:
"El amor de Cristo nos impulsa, al pensar que uno murió por todos" (2 Cor 5,14). ¡Nos
impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que "ya no hay
condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu,
que da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte" (Rom
8, 1-2).
Hay una narración del judío Franz Kafka que es un fuerte
símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi profético, escuchado el Viernes
Santo. Se titula "Un mensaje imperial". Habla de un rey que, en su lecho de muerte,
llama junto a sí a un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel
mensaje que se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego despide con un gesto al mensajero
que se pone en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia,
marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este escritor:
"Extendiendo
primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como ninguno.
Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera
el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está
abriéndose paso a través de las cámaras del palacio interno, de las cuales no saldrá
nunca. Y aunque lo lograra, no significaría nada: todavía tendría que esforzarse para
descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría
que cruzar los patios; y después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando
finalmente atravesara la última puerta --aunque esto nunca, nunca podría suceder--,
todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se amontonan
montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de ella,
y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu
ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la noche".
Desde su lecho
de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: "Vayan por todo el mundo y prediquen
el evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están de
pie junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos
de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz "para que se
cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»" (Jn. 19, 37). En el
Apocalipsis añade: "He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, aún aquellos
que le traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación" (Ap
1,7).
Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando
ya no será el momento de la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad
de la evangelización de los pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real
venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación,
sino de arrepentimiento y de consuelo. Es este el significado de la escritura profética
que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo, es decir de Zacarías 12,
10: "Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu
de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron".
La
evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo,
de aquel costado abierto, de aquella sangre y de aquella agua. El amor de Cristo,
como aquel trinitario, del que es la manifestación histórica, es "diffusivum
sui", tiende a expandirse y alcanzar a todas las criaturas "especialmente a
las más necesitadas de su misericordia". La evangelización cristiana no es conquista,
no es propaganda; es el don de Dios para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar a la Cabeza
la alegría de sentir fluir la vida desde su corazón hacia su cuerpo, hasta vivificar
sus miembros más alejados.
Tenemos que hacer todo lo posible para
que la Iglesia no se convierta nunca en aquel castillo complicado y atestado descrito
por Kafka, y para que el mensaje pueda salir de ella libre y feliz como cuando inició
su recorrido. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero:
los muros divisorios, empezando por aquellos que separan a las varias iglesias cristianas
entre ellas, el exceso de burocracia, las partes de ceremoniales, leyes y controversias
pasadas, convertidas en escombros.
En el Apocalipsis, Jesús
dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3,20). A veces, como señaló nuestro Papa
Francisco, no llama para entrar, sino que llama desde dentro para salir. Salir hacia
las "periferias existenciales del pecado, del sufrimiento, de la injusticia, de la
ignorancia y de la indiferencia religiosa, y de cada forma de miseria".
Sucede como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos,
y para adaptarse a las exigencias del momento, se les ha llenado de tabiques, escalinatas,
de cuartos y cuartitos. Llega un momento en que nos damos cuenta de que todas estas
adaptaciones ya no responden a las exigencias actuales, es más, éstas son un obstáculo,
y entonces se hace necesario tener el valor de derribarlas y reportar el edificio
a la simplicidad y linealidad de sus orígenes. Esta fue la misión que recibió un día
un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: "Ve, Francisco, y repara
mi Iglesia".
"¿Y quién es capaz de cumplir semejante tarea?", se
preguntaba aterrorizado el Apóstol frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo
"el perfume de Cristo", y he aquí su respuesta que vale también hoy: "no porque podamos
atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene
de Dios. Él nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza,
que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu
da vida”. (2 Cor 2, 16; 3, 5-6).
Que el Espíritu Santo, en este momento
en cual se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, pleno de esperanza, despierte en
los hombres que están en la ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la
voluntad de hacerlo llegar a ellos, también al precio de la vida.