Salir a las periferias donde hay sufrimiento, invita Francisco
(RV).- Este Jueves Santo,
el Santo Padre presidiendo en la basílica Vaticana, la concelebración de la Santa
Misa Crismal con los Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos y presbíteros, diocesanos
y religiosos presentes en Roma, Francisco pidió a los sacerdotes que sean ‘Pastores
con olor a oveja’ y que Dios Padre renueve en los “queridos sacerdotes” el Espíritu
de Santidad con que “hemos sido ungidos”, “que lo renueve en nuestro corazón de tal
manera que la unción - con el perfume de Cristo - llegue a todos, también a las ‘periferias’,
allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora”. El Obispo de Roma ha pedido
a los “queridos fieles”, que “acompañen a sus sacerdotes con el afecto y la oración,
para que sean siempre Pastores según el corazón de Dios”. Con la alegría de celebrar
la primera Misa Crismal como Obispo de Roma y saludando con afecto a todos y a los
sacerdotes, que al igual que él recuerdan el día de su ordenación, Francisco reiteró
que «el Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos,
para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción no es para perfumarnos
a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría
rancio el aceite... y amargo el corazón». El Obispo de Roma hizo hincapié en que
«al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Cuando la gente
nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la
misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio
predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida
cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando
ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto
a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que
hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus
angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo,
llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al
Señor». Una vez más, Francisco invitó a «salir a experimentar nuestra unción,
su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre
derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No
es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar
al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir pasando
de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar
el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos
y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen
nada de nada». «El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada»
porque nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de nuestro
pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral», enfatizó
el Santo Padre y añadió: «El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo
poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario
y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni
el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí
proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos
en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser
pastores con «olor a oveja», pastores en medio de su rebaño, y pescadores de hombres.
Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y
se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos
mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma
nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura
gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función –
y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos
hemos fiado: Jesús». (RC/CdM - RV)
Texto completo de la homilía del Santo
Padre:
Queridos hermanos y hermanas Celebro con alegría la
primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Saludo a todos con afecto, especialmente
a ustedes, queridos sacerdotes, que hoy recuerdan, como yo, el día de la ordenación.
Las
Lecturas nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús,
nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al
pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos,
para los oprimidos... Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es
la del Salmo: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba,
la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (Sal 133,2). La imagen del óleo
que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos
sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta
los confines del universo representado mediante las vestiduras.
La vestimenta
sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres
de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras
del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro
derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También en el pectoral
estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa
que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado
y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde
casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el
rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires.
De
la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia
de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos
a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda
perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo
dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos,
para los que están tristes y solos. La unción no es para perfumarnos a nosotros mismos,
ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite...
y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda
ungido su pueblo. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota:
por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia.
Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio
que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta
los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias»
donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su
fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana,
con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que
el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo
lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...».
«Bendígame» y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto,
porque vuelve convertida en petición. Cuando estamos en esta relación con Dios y con
su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre
Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia
e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales, incluso
banales – pero lo son sólo en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser ungidos
con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el
Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese
momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna
toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre
sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe
de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos – futuros sacerdotes
– todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la «periferia existencial» sólo
ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo
(cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la unción divina en los bordes
de su manto.
Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder
y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada,
ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente
en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al Señor:
los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir pasando de un curso
a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de
la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar
el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada
de nada.
El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada»
porque nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de nuestro
pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que
no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario,
en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen
su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben
un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la
insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos en una especie de coleccionistas
de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja», pastores
en medio de su rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis
de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización;
pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor
y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que
somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual
donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas
únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.
Queridos
fieles, acompañen a sus sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean siempre
Pastores según el corazón de Dios.
Queridos sacerdotes, que Dios Padre
renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido ungidos, que lo renueve
en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a todos, también a las «periferias»,
allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora. Que nuestra gente nos sienta
discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos con sus nombres, que no buscamos
otra identidad; y pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de
alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido. Amén.