Custodiar requiere bondad, pide ser vivido con ternura
(RV).- (Con Audio) Francisco, en la Misa del Inicio del Ministerio Petrino del Obispo
de Roma, en la solemnidad de san José, comenzó recordando a su predecesor Benedicto
XVI y saludó a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos
y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradeció por su presencia a los representantes
de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la
comunidad judía y otras comunidades religiosas
«José hizo lo que el ángel del
Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). Refiriéndose a las
palabras del Evangelio, papa Francisco dijo que en estas palabras se encierra ya la
misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién?
-dijo- de María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia.
Seguidamente
el Pontífice se preguntó ¿Cómo ejerce José esta custodia? y afirmó que lo hace con
discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad
total, aún cuando no comprende. Asimismo se preguntó ¿Cómo vive José su vocación como
custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? destacando que lo hace con la atención
constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;
y eso es lo que Dios le pidió a David.
Dios no quiere una casa construida por
el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye
la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque
sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más
sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los
acontecimientos. En él, queridos amigos –dijo el Papa- vemos cómo se responde a la
llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el
centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para
guardar a los demás, salvaguardar la creación.
El Papa destacó que la vocación
de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión
que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la
creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como
nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios
y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos,
por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más
frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Cuando no nos
preocupamos por la creación y por los hermanos –destacó- entonces gana terreno la
destrucción y el corazón se queda árido.
Papa Francisco, en este contexto,
exhortó a quienes ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político
o social, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que sean «custodios» de
la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro,
del medio ambiente; no dejemos –dijo- que los signos de destrucción y de muerte acompañen
el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar
de nosotros mismos. Recordemos –agregó- que el odio, la envidia, la soberbia ensucian
la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro
corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen
y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de
la ternura.
Seguidamente en su homilía, papa Francisco, dijo que el inicio
del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, comporta también un poder.
Pero ¿de qué poder se trata? –agregó- A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre
el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.
Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para
ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso
en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san
José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger
con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles,
los más pequeños (CA-RV)
Texto y audio de la homilía de Francisco completo
(Audio)
Queridos
hermanos y hermanas
Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa
Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la
Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado,
y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración,
llena de afecto y gratitud.
Saludo con afecto a los hermanos Cardenales
y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles
laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades
religiosas. Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones
oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos
escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado,
y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la la misión que
Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús;
pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan
Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a
la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia,
de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo
ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una
presencia constante y una fidelidad total, aún cuando no comprende. Desde su matrimonio
con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña
en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos
serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las
horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto
y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en
la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús
¿Cómo
vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención
constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;
y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura:
Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra,
a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas
por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por
su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han
confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le
rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo
se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también
cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra
vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.
Pero la vocación
de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión
que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la
creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como
nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios
y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos,
por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más
frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse
uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres,
cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores
de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse
en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la
custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios
de los dones de Dios.
Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad,
cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno
la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de
la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran
el rostro del hombre y de la mujer.
Quisiera pedir, por favor, a todos
los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social,
a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación,
del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente;
no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo
nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos
que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces
vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen
las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos
tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
Y aquí
añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad,
pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte
y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la
virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo
y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No
debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta
de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor
de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder
a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre
el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.
Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para
ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso
en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san
José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger
con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles,
los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento,
al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46).
Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.
En la segunda Lectura, san
Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza»
(Rm 4,18). Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos
cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza.
Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor;
es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza.
Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la
esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo,
está fundada sobre la roca que es Dios.
Custodiar a Jesús con María,
custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos
a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar,
pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza:
protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión
de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco,
para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Orad
por mí. Amen.