El Papa al Cuerpo Diplomático: La Iglesia abraza a todo el universo
(RV).- «La Iglesia, desde su inicio abraza a todo el universo y con él a cada pueblo,
cada cultura y tradición». Esta “orientación” no representa una injerencia en la vida
de las diversas sociedades, sino que sirve más bien para iluminar la recta conciencia
de aquellos ciudadanos e invitarlos a trabajar por el bien de toda persona y por el
progreso del género humano. Lo dijo esta mañana Benedicto XVI al recibir al Cuerpo
Diplomático acreditado ante la Santa Sede.
Entre los temas abordados en este
discurso se colocan la paz, la crisis económica, el respeto de la vida, los grandes
pilares en las palabras que Benedicto XVI dirigió esta mañana con motivo del tradicional
intercambio de felicitaciones por el año que inicia. Benedicto XVI renovó un llamamiento
por la paz en todos aquellos Estados, desde Siria hasta Congo y Nigeria, donde las
poblaciones son arrolladas por la guerra y la violencia. Se refirió además a la crisis
económica a la que dijo es necesario no resignarse. Actualmente son 179 los Estados
que mantienen relaciones diplomáticas en pleno con la Santa Sede. A estos se añaden:
la Unión Europea, la Soberana Militar Orden de Mata y una Misión de carácter especial:
la Oficina de la Organización para la Liberación de Palestina. PLJR – Radio Vaticano
/ @pjuregui
Texto del discurso de Benedicto XVI al Cuerpo Diplomático acreditado
ante la Santa Sede – Traducción al español:
Excelencias, Señoras y Señores
Como
al inicio de cada nuevo año, me alegra recibiros, distinguidos miembros del Cuerpo
diplomático acreditado ante la Santa Sede, para expresaros mi saludo y mis deseos
personales, que extiendo complacido a las amadas naciones que representáis, a las
que aseguro mi recuerdo y oración constante. Agradezco particularmente a vuestro Decano,
el Embajador Alejandro Valladares Lanza, y al Vice-decano, Embajador Jean-Claude Michel,
sus deferentes palabras en nombre de todos. Deseo saludar de modo especial a los que
participan por primera vez en este encuentro. Su presencia es un apreciado signo revelador
de las relaciones fructíferas que la Iglesia católica mantiene con las autoridades
civiles del mundo entero. Se trata de un diálogo que tiene como interés el bien integral,
espiritual y material, de todo hombre, y que busca promover por todas partes su dignidad
trascendente. Como recordé en mi alocución del último consistorio ordinario público
para la creación de nuevos cardenales, «ya desde sus comienzos, la Iglesia está orientada
kat’holon, abraza a todo el universo» y con él a todo pueblo, cultura y tradición.
Esta «orientación» no supone una injerencia en la vida de las distintas sociedades,
sino que sirve para iluminar la conciencia recta de sus ciudadanos y para invitarlos
a trabajar por el bien de cada persona y el progreso del género humano. Con este motivo,
y para favorecer una colaboración fructífera entre la Iglesia y el Estado al servicio
del bien común, el año pasado se firmaron acuerdos bilaterales entre la Santa Sede
y Burundi, así como con Guinea Ecuatorial, mientras que el de Montenegro fue ratificado.
En ese mismo espíritu, la Santa Sede toma parte en los trabajos de las distintas organizaciones
e instituciones internacionales. En este sentido, me complace que, en el pasado mes
de diciembre, se aceptara su petición de convertirse en observador extra regional
en el Sistema de Integración de América central, en virtud también de la aportación
que la Iglesia católica ofrece en muchos sectores de las sociedades de esa Región.
Las visitas de diversos Jefes de Estado y de gobierno que he recibido durante el año
transcurrido, así como los inolvidables viajes apostólicos efectuados a México, Cuba
y Líbano, han sido una ocasión privilegiada para fortalecer el compromiso cívico de
los cristianos en esos países, así como para promover la dignidad de la persona humana
y los fundamentos de la paz. En este lugar, me complace asimismo mencionar el
valioso trabajo desempeñado por los Representantes pontificios, en diálogo constante
con vuestros gobiernos. Deseo recordar en particular la estima de la que era objeto
Monseñor Ambrose Madtha, Nuncio apostólico en Costa de Marfil, que hace un mes pereció
trágicamente en un accidente de tráfico, junto con el conductor que lo acompañaba.
Señoras
y Señores embajadores. El evangelio de Lucas nos narra que los pastores, en la
noche de Navidad, escucharon los coros angélicos que glorificaban a Dios e invocaban
la paz sobre la humanidad. El evangelista subraya así la estrecha relación entre Dios
y el deseo ardiente del hombre de cualquier época de conocer la verdad, de practicar
la justicia y vivir en paz (cf. Beato Juan XXIII, Pacem in terris: AAS 55 [1963],
257). A veces hoy se nos hace creer que la verdad, la justicia y la paz son una utopía
y que se excluyen mutuamente. Parece imposible conocer la verdad y los esfuerzos por
afirmarla parece que desembocan con frecuencia en la violencia. Por otra parte, y
de acuerdo con una concepción muy difundida, el empeño por la paz consistiría en una
búsqueda de compromisos que garanticen la convivencia entre los pueblos o entre los
ciudadanos dentro de una nación. Desde el punto de vista cristiano, por el contrario,
existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre
la tierra, de modo que la paz no es fruto de un simple esfuerzo humano sino que participa
del mismo amor de Dios. Y es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación,
lo que engendra la violencia. En efecto, ¿cómo se puede llevar a cabo un diálogo auténtico
cuando ya no hay una referencia a una verdad objetiva y trascendente? En este caso,
¿cómo se puede impedir el que la violencia, explícita u oculta, no se convierta en
la norma última de las relaciones humanas? En realidad, sin un apertura a la trascendencia,
el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo
con la justicia y trabajar por la paz. A estas manifestaciones del olvido de Dios
se pueden añadir las que son debidas a la ignorancia de su verdadero rostro, que es
la causa del fanatismo pernicioso de matriz religiosa, y que también en 2012 ha provocado
víctimas en algunos países aquí representados. Como ya he afirmado, se trata de una
falsificación de la religión misma, ya que ésta por el contrario busca reconciliar
al hombre con Dios, iluminar y purificar las conciencias y dejar claro que todo hombre
es imagen del Creador. Así pues, si la glorificación de Dios y la paz en la tierra
están estrechamente relacionadas entre ellas, es evidente que la paz es, al mismo
tiempo, don de Dios y tarea del hombre, puesto que exige su respuesta libre y consciente.
Por esta razón he querido titular el Mensaje anual para la Jornada Mundial de la Paz:
Bienaventurados los que trabajan por la paz. Compete ante todo a las autoridades civiles
y políticas la grave responsabilidad de trabajar por la paz. Ellas son las primeras
que tienen la obligación de resolver los numerosos conflictos que siguen ensangrentando
a la humanidad, empezando por esta Región privilegiada en el designio de Dios que
es Oriente Medio. Pienso ante todo en Siria, desgarrada por incesantes masacres y
teatro de espantosos sufrimientos entre la población civil. Renuevo mi llamamiento
para que se depongan las armas y prevalezca cuanto antes un diálogo constructivo que
ponga fin a un conflicto que, de continuar, no conocerá vencedores sino sólo vencidos,
dejando atrás solo ruinas. Permitidme, Señoras y Señores Embajadores, que os pida
que sigáis sensibilizando a vuestras Autoridades, para que se faciliten urgentemente
las ayudas indispensables para afrontar la grave situación humanitaria. Miro además
con especial atención a Tierra Santa. Después del reconocimiento de Palestina como
Estado Observador no Miembro de las Naciones Unidas, renuevo el deseo de que israelitas
y palestinos, con el apoyo de la Comunidad internacional, se comprometan en una convivencia
pacífica dentro del marco de dos estados soberanos, en el que se preserven y garanticen
el respeto de la justicia y las aspiraciones legítimas de los dos pueblos. Jerusalén,
que seas lo que tu nombre significa. Ciudad de la paz y no de la división; profecía
del Reino de Dios y no mensaje de inestabilidad y oposición. Dirigiendo mi atención
a la querida población iraquí, deseo que pueda recorrer el camino de la reconciliación,
para llegar a la estabilidad deseada. En Líbano, donde en el pasado mes de septiembre
he encontrado sus diversas realidades constitutivas, que todos cultiven la pluralidad
de tradiciones religiosas como una verdadera riqueza para el país, así como para toda
la región, y que los cristianos den un testimonio eficaz para la construcción de un
futuro de paz con todos los hombres de buena voluntad. La colaboración de todos
los miembros de la sociedad es también prioritaria en África del Norte y, a cada uno
de ellos se le ha de garantizar la plena ciudadanía, la libertad de profesar públicamente
su religión y la posibilidad de contribuir al bien común. Aseguro mi cercaría y oración
a todos los egipcios, en este período en que se implementan nuevas instituciones. Dirigiendo
la mirada a África subsahariana, aliento los esfuerzos para construir la paz, sobre
todo allí donde permanece abierta la plaga de la guerra, con graves consecuencias
humanitarias. Pienso particularmente en la región del Cuerno de África, como también
en la del este de la República democrática del Congo, donde las violencias se han
reavivado, obligando a numerosas personas a abandonar sus casas, sus familias y sus
ambientes. Al mismo tiempo, no puedo dejar de mencionar otras amenazas que se perfilan
en el horizonte. A intervalos regulares, Nigeria es el teatro de atentados terroristas
que provocan víctimas, sobre todo entre los fieles cristianos reunidos en oración,
como si el odio quisiera transformar los templos de oración y de paz en centros de
miedo y división. He sentido una gran tristeza al saber que, precisamente en los días
en que celebrábamos la Navidad, unos cristianos fueron asesinados de modo bárbaro.
Malí está también desgarrada por la violencia y marcada por una profunda crisis institucional
y social, que exige una atención eficaz por parte de la Comunidad internacional. Espero
que las negociaciones anunciadas para los próximos días en la República Centroafricana
devuelvan la estabilidad y eviten que la población reviva los horrores de la guerra
civil. La construcción de la paz pasa siempre por la protección del hombre y de
sus derechos fundamentales. Esta tarea, incluso cuando se lleva a cabo con diversa
modalidad e intensidad, interpela a todos los países y debe estar constantemente inspirada
por la dignidad trascendente de la persona humana y por los principios inscritos en
su naturaleza. Entre estos figura en primer lugar el respeto de la vida humana, en
todas sus fases. A este propósito, me alegra que una Resolución de la Asamblea parlamentaria
del Consejo de Europa, en enero del año pasado, haya solicitado la prohibición de
la eutanasia, entendida como la muerte voluntaria, por acto o por omisión, de un ser
humano en estado de dependencia. Al mismo tiempo, compruebo con tristeza como en diversos
países de tradición cristiana se pretenden introducir o ampliar legislaciones que
despenalizan o liberalizan el aborto. El aborto directo, es decir, querido como fin
o como medio, es gravemente contrario a la ley moral. Cuando afirma esto, la Iglesia
no deja de tener comprensión y benevolencia, también hacia la madre. Se trata, más
bien, de velar para que la ley no llegue a alterar injustamente el equilibrio entre
el derecho a la vida de la madre y el del niño no nacido, que pertenece a ambos por
igual. En este ámbito, es una fuente de preocupación el reciente fallo de la Corte
interamericana de derechos del hombre, relativo a la fecundación in vitro, que redefine
arbitrariamente el momento de la concepción y debilita la defensa de la vida prenatal. Sobre
todo en Occidente, se encuentran lamentablemente muchos equívocos sobre el significado
de los derechos del hombre y los deberes que le están unidos. Los derechos se confunden
con frecuencia con manifestaciones exacerbadas de autonomía de la persona, que se
convierte en autorreferencial, ya no está abierta al encuentro con Dios y con los
demás y se repliega sobre ella misma buscando únicamente satisfacer sus propias necesidades.
Por el contrario, la defensa auténtica de los derechos ha de contemplar al hombre
en su integridad personal y comunitaria. Siguiendo nuestra reflexión, vale la
pena subrayar que la educación es otra vía privilegiada para la construcción de la
paz. Nos lo enseña, entre otras cosas, la crisis económica y financiera actual. Ésta
se ha desarrollado porque se ha absolutizado con demasiada frecuencia el beneficio,
en perjuicio del trabajo, y porque se ha aventurado de modo desenfrenado por el camino
de la economía financiera en vez de la economía real. Conviene encontrar de nuevo
el sentido del trabajo y de un beneficio que sea proporcionado. A este respecto, sería
bueno educar para resistir la tentación del interés particular y a corto plazo, para
orientarse más bien hacia el bien común. Por otra parte, es urgente la formación de
líderes que guíen en el futuro las instituciones públicas nacionales e internacionales
(cf. Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 2012, n. 6). La Unión
Europea necesita también de Representantes clarividentes y cualificados que tomen
las difíciles decisiones que se necesitan para enderezar su economía y poner las bases
sólidas de su desarrollo. Es posible que algunos países podrían ir más rápido solos,
pero todos, juntos, irán ciertamente más lejos. Si el índice diferencial entre los
tipos financieros constituye una preocupación, las crecientes diferencias entre un
pequeño número, cada vez más rico, y un gran número, irremediablemente más pobre,
debería despertar preocupación. Se trata, en una palabra, de no resignarse al «Spread
de bienestar social», mientras se combate el financiero. Invertir en la educación
en los países en vías de desarrollo de África, Asía y América Latina, significa ayudarles
a vencer la pobreza y las enfermedades, así como a establecer sistemas de derechos
equitativos y respetuosos de la dignidad humana. Es cierto que, para establecer la
justicia, no basta con buenos modelos económicos, aunque sean necesarios. La justicia
solamente se realiza si hay personas justas. Construir la paz significa, por consiguiente,
educar a los individuos a combatir la corrupción, la criminalidad, la producción y
el tráfico de drogas, así como a evitar divisiones y tensiones, que amenazan con debilitar
la sociedad, obstaculizando el desarrollo y la convivencia pacífica. Continuando
nuestra conversación, quisiera añadir que la paz social esta amenazada también por
ciertos atentados contra la libertad religiosa: en ocasiones se trata de la marginación
de la religión en la vida social; en otros casos, de intolerancia o incluso de violencia
contra personas, símbolos de identidad e instituciones religiosas. Se llega también
al extremo de impedir a los creyentes, especialmente a los cristianos, contribuir
al bien común a través de sus instituciones educativas y asistenciales. Para salvaguardar
efectivamente el ejercicio de la libertad religiosa es esencial además respetar el
derecho a la objeción de conciencia. Esta «frontera» de la libertad toca principios
de gran importancia, de carácter ético y religioso, enraizados en la dignidad misma
de la persona humana. Son como «los muros de carga» de toda sociedad que desea ser
verdaderamente libre y democrática. Por consiguiente, prohibir, en nombre de la libertad
y el pluralismo, la objeción de conciencia individual e institucional, abriría por
el contrario las puertas a la intolerancia y a la nivelación forzada. Por otra
parte, en un mundo de fronteras cada vez más abiertas, construir la paz a través del
diálogo no es una opción sino una necesidad. En esta perspectiva, la Declaración conjunta
entre el Presidente de la Conferencia episcopal polaca y el Patriarca de Moscú, firmada
en el pasado mes de agosto, es un signo fuerte ofrecido por los creyentes para favorecer
las relaciones entre el Pueblo ruso y el polaco. Deseo igualmente mencionar el acuerdo
de paz concluido recientemente en Filipinas y subrayar la importancia del diálogo
entre las religiones para una convivencia pacífica en la región de Mindanao.
Excelencias,
Señoras y Señores. Al final de la Encíclica Pacem in terris, cuyo cincuentenario
se celebra este año, mi Predecesor, el beato Juan XXIII, recordó que la paz será solamente
«palabra vacía», si no está vivificada e integrada por la caridad (AAS 55 [1963],
303). Así, este es el corazón de la acción diplomática de la Santa Sede y, ante todo,
de la solicitud del Sucesor de Pedro y de toda la Iglesia católica. La caridad no
sustituye a la justicia negada, ni por otra parte, la justicia suple a la caridad
rechazada. La Iglesia vive cotidianamente la caridad en sus obras de asistencia, como
los hospitales y dispensarios, en sus obras educativas, como los orfanatos, escuelas,
colegios, universidades, así como a través de la asistencia a las poblaciones en dificultad,
especialmente durante y después de los conflictos. En nombre de la caridad, la Iglesia
quiere también estar cerca de todos los que sufren a causa de las catástrofes naturales.
Pienso en las víctimas de las inundaciones en el sur de Asia y del huracán que se
abatió sobre la costa oriental de los Estados Unidos de América. Pienso también a
los que han sufrido un fuerte temblor de tierra, que devastó algunas regiones de Italia
septentrional. Como sabéis, he querido acercarme personalmente a estos lugares, donde
he constatado el deseo ardiente con el que se quiere reconstruir lo que se ha destruido.
Deseo que, en este momento de su historia, este espíritu de tenacidad y de compromiso
compartido anime a toda la amada nación italiana. Al concluir nuestro encuentro,
deseo recordar que el siervo de Dios, Papa Pablo VI, al final del Concilio Vaticano
II, que comenzó hace cincuenta años, dirigió algunos mensajes que son todavía actuales,
uno de los cuales destinado a todos los gobernantes. Les exhortaba en estos términos:
«A vosotros corresponde ser sobre la tierra los promotores del orden y de la paz entre
los hombres. Pero no lo olvidéis: es Dios (…) el gran artesano del orden y la paz
sobre la tierra» (Mensaje a los gobernantes, 8 diciembre 1965, n. 3). Hoy, hago mías
estas consideraciones al formularos, Señoras y Señores Embajadores y Miembros distinguidos
del Cuerpo Diplomático, a vuestros familiares y colaboradores, mis más fervientes
votos para el año nuevo. Gracias.