Vayamos allá, a Belén, homilía del Papa en Nochebuena
(RV).- “¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento?”, se preguntó Benedicto
XVI en su homilía de la Misa de Nochebuena que celebró en la Basílica de San Pedro.
El Papa dijo que la metodología de nuestro pensar “está planteada de tal manera que,
en el fondo, él no debe existir”. Y añadió que aunque parece llamar a la puerta de
nuestro pensamiento, “debe ser rechazado con algún razonamiento”. Porque para que
sea considerado serio, “el pensamiento debe estar configurado de manera que la ‘hipótesis
Dios’ sea superflua”. “No hay sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros
sentimientos y deseos. Nosotros –prosiguió el Sucesor de Pedro– nos queremos a nosotros
mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito
de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente
‘llenos’ de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y,
por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros”.
En
su amplia homilía el Santo Padre abogó para que las “espadas se forjen arados” (Cfr.
Is 2, 4); para que “en lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que
sufren”. Y pidió a Dios que ilumine a la personas “que se creen en el deber aplicar
la violencia” en su nombre, para que “aprendan a comprender lo absurdo de la violencia
y a reconocer tu verdadero rostro”. “Ayúdanos a ser hombres –imploró el Papa– ‘en
los que te complaces’, hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz”.
Texto
completo de la homilía de Benedicto XVI de la Santa Misa de Nochebuena de la Solemnidad
de la Navidad:
Queridos hermanos y hermanas
Una vez
más, como siempre, la belleza de este Evangelio nos llega al corazón: una belleza
que es esplendor de la verdad. Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño,
para que podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone confiadamente
en nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi grandeza
tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti como niño, para que
puedas acogerme y amarme.
Nuevamente me llega al corazón esa palabra
del evangelista, dicha casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada.
Surge inevitablemente la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a mi
puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente
casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo,
es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral de lo que
sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados, los emigrantes,
alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para Dios cuando él trata
de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él? ¿No es precisamente a Dios
mismo al que rechazamos? Y así se comienza porque no tenemos tiempo para él. Cuanto
más rápidamente nos movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar
tiempo, menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca
parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado. Pero la cuestión va
todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento? La metodología
de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo, él no debe existir.
Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún
razonamiento. Para que se sea considerado serio, el pensamiento debe estar configurado
de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay sitio para él. Tampoco hay
lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a nosotros
mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito
de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente
«llenos» de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y,
por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros.
A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos
cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación
de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous);
habla, en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. La
conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta las profundidades de nuestra
relación con la realidad. Roguemos al Señor para que estemos vigilantes ante su presencia,
para que oigamos cómo él llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de
nuestro ser y de nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio
para él. Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través
de los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los abandonados,
los marginados y los pobres de este mundo.
En el relato de la Navidad
hay también una segunda palabra sobre la que quisiera reflexionar con vosotros: el
himno de alabanza que los ángeles entonan después del mensaje sobre el Salvador recién
nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él
se complace». Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la verdad y del amor.
Él es bueno. Es el verdadero bien, el bien por excelencia. Los ángeles que lo rodean
transmiten en primer lugar simplemente la alegría de percibir la gloria de Dios. Su
canto es una irradiación de la alegría que los inunda. En sus palabras oímos, por
decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del cielo. En ellas no se supone ninguna
pregunta sobre el porqué, aparece simplemente el hecho de estar llenos de la felicidad
que proviene de advertir el puro esplendor de la verdad y del amor de Dios. Queremos
dejarnos embargar de esta alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe
la luz pura. Dios es bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes.
En esta noche, deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles
y los pastores.
Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona
la paz en la tierra a los hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida
o incluso se le niega, tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento
muy difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería
la causa de la violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso liberar antes
a la humanidad de la religión para que se estableciera después la paz; el monoteísmo,
la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de intolerancia, puesto que por
su naturaleza quisiera imponerse a todos con la pretensión de la única verdad. Es
cierto que el monoteísmo ha servido en la historia como pretexto para la intolerancia
y la violencia. Es verdad que una religión puede enfermar y llegar así a oponerse
a su naturaleza más profunda, cuando el hombre piensa que debe tomar en sus manos
la causa de Dios, haciendo así de Dios su propiedad privada. Debemos estar atentos
contra esta distorsión de lo sagrado. Si es incontestable un cierto uso indebido de
la religión en la historia, no es verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería
la paz. Si la luz de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre.
Entonces, ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil,
el extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del
único Padre que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente.
Qué
géneros de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta
al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz
de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es querido,
conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su situación, su dignidad
es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho hombre, como había anunciado
el profeta Isaías: el niño nacido aquí es «Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14).
Y, en el transcurso de todos estos siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de
uso indebido de la religión, sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha
provocado siempre de nuevo fuerzas de reconciliación y de bondad. En la oscuridad
del pecado y de la violencia, esta fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de bondad
que sigue brillando.
Así pues, Cristo es nuestra paz, y ha anunciado
la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef 2,14.17). Cómo dejar de implorarlo
en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también hoy la paz, a los de cerca y a los de
lejos. Haz que, también hoy, de las espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en
lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina la personas
que se creen en el deber aplicar la violencia en tu nombre, para que aprendan a comprender
lo absurdo de la violencia y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres
«en los que te complaces», hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.
Apenas
se alejaron los ángeles, los pastores se decían unos a otros: Vamos, pasemos allá,
a Belén, y veamos esta palabra que se ha cumplido por nosotros (cf. Lc 2,15). Los
pastores se apresuraron en su camino hacia Belén, nos dice el evangelista (cf. 2,16).
Una santa curiosidad los impulsaba a ver en un pesebre a este niño, que el ángel había
dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran alegría, a la que también
el ángel se había referido, había entrado en su corazón y les daba alas.
Vayamos
allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-eamus traduce la Biblia latina:
«atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar el paso que va más allá, la «travesía»
con la que salimos de nuestros hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el
mundo puramente material para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que,
por su parte, ha venido acá, hacia nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad
de superar nuestros límites, nuestro mundo; que nos ayude a encontrarlo, especialmente
en el momento en el que él mismo, en la Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras manos
y en nuestro corazón.
Vayamos allá, a Belén. Con estas palabras que
nos decimos unos a otros, al igual que los pastores, no debemos pensar sólo en la
gran travesía hacia el Dios vivo, sino también en la ciudad concreta de Belén, en
todos los lugares donde el Señor vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta hora por
quienes hoy viven y sufren allí. Oremos para que allí reine la paz. Oremos para que
israelíes y palestinos puedan llevar una vida en la paz del único Dios y en libertad.
Pidamos también por los países circunstantes, por el Líbano, Siria, Irak, y así sucesivamente,
de modo que en ellos se asiente la paz. Que los cristianos en aquellos países donde
ha tenido origen nuestra fe puedan conservar su morada; que cristianos y musulmanes
construyan juntos sus países en la paz de Dios.
Los pastores se apresuraron.
Les movía una santa curiosidad y una santa alegría. Tal vez es muy raro entre nosotros
que nos apresuremos por las cosas de Dios. Hoy, Dios no forma parte de las realidades
urgentes. Las cosas de Dios, así decimos y pensamos, pueden esperar. Y, sin embargo,
él es la realidad más importante, el Único que, en definitiva, importa realmente.
¿Por qué no deberíamos también nosotros dejarnos llevar por la curiosidad de ver más
de cerca y conocer lo que Dios nos ha dicho? Pidámosle que la santa curiosidad y la
santa alegría de los pastores nos inciten también hoy a nosotros, y vayamos pues con
alegría allá, a Belén; hacia el Señor que también hoy viene de nuevo entre nosotros.
Amén.