Segunda predicación de Adviento: El Concilio Vaticano II obra del Espíritu Santo
(RV).- Este viernes de la segunda semana del tiempo de Adviento Benedicto XVI junto
a la Curia Romana, asistió -en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico
a la segunda predicación de Adviento dictada por el padre capuchino Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa pontificia. El Concilio Vaticano II, el modo de acceder
a su lectura y comprensión a 50 años de distancia de su apertura ha sido el tema en
el que el padre Raniero Cantalamessa centró sus reflexiones de Adviento. El religioso
capuchino puso en evidencia que además de mirar los textos del Concilio para trazar
un balance, también se hace necesario reconocer en el mismo Concilio el papel del
Espíritu Santo.
Patricia L. Jáuregui Romero - Radio Vaticano / @pjuregui
TEXTO TRADUCIDO AL ESPAÑOL:
P. Raniero
Cantalamessa, ofmcap. Segunda predicación di Adviento
El Concilio
Vaticano II: 50 años después Una clave de lectura
1. El Concilio:
hermenéutica de la ruptura y de la continuidad En esta meditación querría reflexionar
sobre el segundo motivo de celebración de este año: el 50º aniversario del Concilio
Vaticano II. En las últimas décadas se han multiplicado los intentos de trazar
un balance de los resultados del Concilio Vaticano II. No es el caso de continuar
en esta línea, ni, por otra parte, lo permitiría el tiempo a disposición. Paralelamente
a estas lecturas analíticas ha existido, desde los años mismos del Concilio, una evaluación
sintética, o en otras palabras, la investigación de una clave de lectura del acontecimiento
conciliar. Yo quisiera insertarme en este esfuerzo e intentar, incluso, una lectura
de las distintas claves de lectura. Fueron básicamente tres: actualización, ruptura,
novedad en la continuidad. Juan XXIII, al anunciar al mundo el concilio, usó repetidamente
la palabra «aggiornamento = actualización», que gracias a él entró en el vocabulario
universal. En su discurso de apertura del Concilio dio una primera explicación de
lo que entendía con este término: «El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir
la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni deformaciones, [...].
Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara
su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que
exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte
siglos [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe
prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro
tiempo». Sin embargo, a medida que progresaban los trabajos y las sesiones del
Concilio, se delinearon dos facciones opuestas según que, de las dos necesidades expresadas
por el Papa, se acentuara la primera o la segunda: es decir, la continuidad con el
pasado, o la novedad respecto de éste. En el seno de estos últimos, la palabra aggiornamento
terminó siendo sustituida por la palabra ruptura. Pero con un espíritu y con intenciones
muy diferentes, dependiendo de su orientación. Para el ala llamada progresista, se
trataba de una conquista que había que saludar con entusiasmo; para el frente opuesto,
se trataba de una tragedia para toda la Iglesia. Entre estos dos frentes —coincidentes
en la afirmación del hecho, pero opuestos en el juicio sobre él—, se sitúa la posición
del Magisterio papal que habla de «novedad en la continuidad». Pablo VI, en la Ecclesiam
suam, retoma la palabra aggiornamento de Juan XXIII, y dice que la quiere tener presente
como «dirección programática». Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II confirmó
el juicio de su predecesor y, en varias ocasiones, se expresó en la misma línea. Pero
ha sido sobre todo el actual papa Benedicto XVI el que ha explicado qué entiende el
Magisterio de la Iglesia por «novedad en la continuidad». Lo hizo pocos meses después
de su elección, en el famoso discurso programático a la Curia romana del 22 de diciembre
de 2005. Escuchemos algunos pasajes: «Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción
del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo
tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o,
como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y
aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado
dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado
confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.
Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad
y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación
y también de una parte de la teología moderna. […] A la hermenéutica de la discontinuidad
se opone la hermenéutica de la reforma». Benedicto XVI admite que ha habido una
cierta discontinuidad y ruptura, pero ésta no afecta a los principios y a las verdades
a la base de la fe cristiana, sino a algunas decisiones históricas. Entre éstas enumera
la situación de conflictividad que se ha creado entre la Iglesia y el mundo moderno,
que culminó con la condena en bloque de la modernidad bajo Pío IX, pero también situaciones
más recientes, como la creada por los avances de la ciencia, por la nueva relación
entre las religiones con las implicaciones que ello tiene para el problema de la libertad
de conciencia; no en último lugar, la tragedia del Holocausto que imponía un replanteamiento
de la actitud hacia el pueblo judío. «Es claro que en todos estos sectores, que
en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad
y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la
cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas
concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en
los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción. Precisamente
en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la
naturaleza de la verdadera reforma». Si del plano axiológico, es decir, el de los
principios y valores, pasamos al plano cronológico, podríamos decir que el Concilio
representa una ruptura y una discontinuidad respecto al pasado próximo de la Iglesia,
y representa, en cambio, una continuidad con respecto a su pasado remoto. En muchos
puntos, sobre todo en el punto central que es la idea de Iglesia, el Concilio ha querido
realizar una vuelta a los orígenes, a las fuentes bíblicas y patrísticas de la fe. La
lectura del Concilio hecha propia por el Magisterio, es decir, la de la novedad en
la continuidad, tuvo un precursor ilustre en el Ensayo sobre desarrollo de la doctrina
cristiana del cardinal Newman, definido a menudo, también por esto, como «el Padre
ausente del Vaticano II». Newman demuestra que, cuando se trata de una gran idea filosófica
o de una creencia religiosa, como es el cristianismo, «no se pueden juzgar desde
sus inicios sus virtualidades y metas a las que tiende. [...]. Según las nuevas relaciones
que tenga, surgen peligros y esperanzas y aparecen principios antiguos bajo forma
nueva. Ella muda junto con ellos para permanecer siempre idéntica a sí misma. En un
mundo sobrenatural las cosas van de otra forma, pero aquí en la tierra vivir es cambiar,
y la perfección es el resultado de muchas transformaciones». San Gregorio Magno
anticipaba, de algún modo, esta convicción cuando afirmaba que la Escritura cum legentibus
crescit, «crece con aquellos que la leen»; es decir, crece a fuerza de ser leída y
vivida, a medida que surgen nuevas solicitudes y nuevos desafíos por la historia.
La doctrina de la fe cambia, por tanto, pero para permanece fiel a sí misma; muda
en las coyunturas históricas, para no cambiar en la sustancia, como decía Benedicto
XVI. Un ejemplo banal, pero indicativo, es el de la lengua. Jesús hablaba la lengua
de su tiempo; no el hebreo, que era la lengua noble y de las Escrituras (¡el latín
del tiempo!), sino el arameo hablado por la gente. La fidelidad a este dato inicial
no podía consistir, y no consistió, en seguir hablando en arameo a todos los futuros
oyentes del Evangelio, sino en hablar griego a los griegos, latín a los latinos, armenio
a los armenios, copto a los coptos, y así siguiendo hasta nuestros días. Como decía
Newman, es precisamente cambiando como a menudo se es fiel al dato originario. 2.
La carta mata, el espíritu de la vita Con todo el respeto y la admiración debidos
a la inmensa y pionera contribución del cardenal Newman, a distancia de un siglo y
medio de su ensayo y con lo que el cristianismo ha vivido entretanto, no se puede,
sin embargo, dejar de señalar también una laguna en el desarrollo de su argumento:
la casi total ausencia del Espíritu Santo. En la dinámica del desarrollo de la doctrina
cristiana, no se tiene en cuenta suficientemente: el papel preponderante que Jesús
había reservado al Paráclito en la revelación de esas verdades que los apóstoles no
podían entender en el momento y para conducir a la Iglesia «a la verdad plena» (Jn
16, 12-13). ¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia
en el cambio, si no es precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Lo
había entendido perfectamente san Ireneo cuando afirma que la revelación es como un
«depósito precioso contenido en una vasija valiosa que, gracias al Espíritu de Dios,
rejuvenezca siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que lo contiene» . El Espíritu
Santo no dice palabras nuevas, no crea nuevos sacramentos, nuevas instituciones, pero
renueva y vivifica constantemente las palabras, los sacramentos y las instituciones
creadas por Jesús. No hace cosas nuevas, pero, ¡hace nuevas las cosas! La insuficiente
atención al papel del Espíritu Santo explica muchas de las dificultades que se han
creado en la recepción del Concilio Vaticano II. La tradición, en nombre de la cual
algunos han rechazado el concilio, era una Tradición donde el Espíritu Santo no jugaba
ningún papel. Era un conjunto de creencias y prácticas fijado una vez para siempre,
no la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos y que,
como toda onda, sólo se puede captar en movimiento. Congelar la Tradición y hacerla
partir o terminar en un cierto punto, significa hacer de ella una tradición muerta
y no como la define Ireneo, una «Tradición viva». Charles Péguy expresa, como poeta,
esta gran verdad teológica: «Jesús no nos ha dado palabras muertas que nosotros
debamos encerrar en pequeñas cajas (o en grandes), y que debamos conservar en
aceite rancio... Como las momias de Egipto. Jesucristo, niña, no nos ha
dado conservas de palabras que haya que conservar. Sino que nos ha dado palabras
vivas para alimentar... De nosotros depende, enfermos y carnales, hacer vivir,
alimentar y mantener vivas en el tiempo esas palabras pronunciadas vivas en el
tiempo». En seguida hay que decir, sin embargo, que también en el lado del extremismo
opuesto las cosas no iban de modo distinto. Aquí se hablaba gustosamente del «espíritu
del Concilio», pero no se trataba, lamentablemente, del Espíritu Santo. Por «espíritu
del Concilio» se entendía ese mayor impulso, valentía innovadora, que no habría podido
entrar en los textos del Concilio por las resistencias de algunos y de los compromisos
necesarios entre las partes. Querría tratar ahora de explicar lo que me parece
que es la verdadera clave de lectura neumatológica del Concilio, es decir, cuál es
el papel del Espíritu Santo en la actuación del Concilio. Retomando un pensamiento
audaz de san Agustín a propósito del dicho paulino sobre la letra y el espíritu (2
Cor 3,6) San Tomás de Aquino escribe: «Por letra se entiende cualquier ley escrita
que queda fuera del hombre, también los preceptos morales contenidos en el Evangelio;
por lo cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la
gracia de la fe que sana». En el mismo contexto, el santo Doctor afirma: «La ley
nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los creyentes».
Los preceptos del Evangelio son también la nueva ley, pero en sentido material, en
cuanto al contenido; la gracia del Espíritu Santo es la ley nueva en sentido formal,
porque da la fuerza para poner en práctica los mismos preceptos evangélicos. Es la
que Pablo define como «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8,
2), Éste es un principio universal que se aplica a cualquier ley. Si incluso los
preceptos evangélicos, sin la gracia del Espíritu Santo, serían «letra que mata»,
¿qué decir de los preceptos de la Iglesia, y qué decir, en nuestro caso, de los decretos
del Concilio Vaticano II? La «implementación», o la aplicación del Concilio no tiene
lugar, por lo tanto, de manera inmediata, no hay que buscarla en la aplicación literal
y casi mecánica del Concilio, sino «en el Espíritu», entendiendo con ello el Espíritu
Santo y no un vago «espíritu del concilio» abierto a cualquier subjetivismo. El
Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. Juan Pablo II, en 1981,
escribía: «Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano
II ha propuesto e iniciado tan providencialmente —renovación que debe ser al mismo
tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la
misión de la Iglesia— no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir,
con la ayuda de su luz y de su virtud». 3. ¿Dónde buscar los frutos del Vaticano
II ¿Ha existido, en realidad, esto «nuevo Pentecostés»? Un conocido estudioso de
Newman, Ian Ker, ha puesto de relieve la contribución que él puede dar, además de
al desarrollo del Concilio, también a la comprensión del post-Concilio. A raíz de
la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I en 1870, el cardinal
Newman fue llevado a hacer una reflexión general sobre los concilios y sobre el sentido
de sus definiciones. Su conclusión fue que los concilios pueden tener a menudo efectos
no pretendidos en el momento por aquellos que participaron en ellos. Estos pueden
ver mucho más en ellos, o mucho menos, de lo que sucesivamente producirán tales decisiones.
De este modo, Newman no hacía más aplicar a las definiciones conciliares el principio
del desarrollo que había explicado a propósito de la doctrina cristiana en general.
Un dogma, toda gran idea, no se comprende plenamente si no después de que se han visto
las consecuencias y los desarrollos históricos; después de que el río —por usar su
imagen— desde el terreno accidentado que lo ha visto nacer, descendiendo, encuentra
finalmente su lecho más amplio y profundo. Ocurrió así a la definición de la infalibilidad
papal que en el clima encendido del momento pareció a muchos que contenía mucho más
de lo que, de hecho, la Iglesia y el Papa mismo dedujeron de ella. No hizo ya inútil
cualquier futuro concilio ecuménico, como alguno temió o esperó en el momento: el
Vaticano II es la confirmación. Todo esto encuentra una singular confirmación
en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte),
según el cual para comprender un texto es preciso tener en cuenta los efectos que
haya producido en la historia, al integrarse en esta historia y dialogando con ella.
Es lo que sucede de forma ejemplar en la lectura espiritual de la Escritura. Ella
no explica el texto sólo a la luz de lo que lo ha precedido, como hace la lectura
histórico-filológica con la investigación de las fuentes, sino también a la luz de
lo que lo ha seguido; explica la profecía a la luz de su realización en Cristo, el
Antiguo Testamento a la luz del Nuevo. Todo esto arroja una singular luz sobre
el tiempo del post-Concilio. También aquí las verdaderas realizaciones se sitúan quizás
en una parte diferente hacia la que nosotros mirábamos. Nosotros mirábamos al cambio
en las instituciones, a una diferente distribución del poder, a la lengua a utilizar
en la liturgia, y no nos dábamos cuenta de lo pequeñas que eran estas novedades en
comparación con lo que el Espíritu Santo estaba obrando. Hemos pensado romper
con nuestras manos los odres viejos y nos hemos dado cuenta de que eran más resistentes
y duros que nuestras manos, mientras que Dios nos ofrecía su método de romper los
odres viejos, que consiste en poner en ellos el vino nuevo. Quería renovarlos desde
dentro, espontáneamente, no asaltándolos desde el exterior. A la pregunta de si
ha habido un nuevo Pentecostés, se debe responder sin vacilación: ¡Sí! ¿Cuál es su
signo más convincente? La renovación de la calidad de vida cristiana, allí donde este
Pentecostés ha sido acogido. Todos están de acuerdo en considerar como el hecho más
nuevo y más significativo del Vaticano II los dos primeros capítulos de la Lumen gentium,
donde se define a la Iglesia como sacramento y como pueblo de Dios en camino bajo
la guía del Espíritu Santo, animada por sus carismas, bajo la guía de la jerarquía.
La Iglesia como misterio y no solamente institución. Juan Pablo II ha lanzado nuevamente
esta visión haciendo de su aplicación el compromiso prioritario en el momento de entrar
en el nuevo milenio . Nos preguntamos: ¿de dónde ha pasado esta imagen de Iglesia
de los documentos a la vida? ¿Dónde ha tomado «carne y sangre»? ¿Dónde se vive la
vida cristiana según «la ley del Espíritu», con alegría y convicción, por atracción
y no por coacción? ¿Dónde se tiene la palabra de Dios en gran honor, se manifiestan
los carismas y es más sentida el ansia por una nueva evangelización y por la unidad
de los cristianos? La respuesta ultima a esta pregunta sólo la conoce Dios, pues
se trata de un hecho interior que acontece en el corazón de las personas. Tendríamos
que decir del nuevo Pentecostés lo que Jesus decía del reino de Dios: “Ni se dirá:
Vedlo aquí o allá, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,21).
Sin embargo, es posible discernir algunos signos, ayudados también por la sociología
religiosa que se ocupa de estos fenómenos. Desde este punto de vista, la respuesta
que se da a aquella pregunta desde varias partes es: ¡en los movimientos eclesiales!
Pero hay que precisar una cosa en seguida. De los movimientos eclesiales forman
parte, si no en la forma sí en la sustancia, también esas parroquias y comunidades
nuevas, donde se vive la misma koinonia y la misma calidad de vida cristiana. Desde
este punto de vista, movimientos, parroquias y comunidades espontáneas no deben ser
vistos en oposición o en competencia entre sí, sino unidos en la realización, en contextos
diferentes, de un mismo modelo de vida cristiana. Entre ellas se deben enumerar también
las denominadas «comunidades de base», al menos aquellas en las que el factor político
no ha tomado la ventaja al factor religioso. Sin embargo, es necesario insistir
en el nombre correcto: movimientos «eclesiales», no movimientos «laicales». La mayor
parte de ellos están formados, no por uno solo, sino por todos los componentes eclesiales:
laicos, ciertamente, pero también obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Representan
el conjunto de los carismas, el «pueblo de Dios» de la Lumen gentium. Sólo por razones
prácticas (porque ya existe la Congregación del clero y la de los religiosos) se ocupa
de ellos el «Pontificio Consejo de los laicos». Juan Pablo II veía en estos movimientos
y comunidades parroquiales vivas «los signos de una nueva primavera de la Iglesia».
En el mismo sentido se ha expresado, en varias ocasiones, el papa Benedicto XVI. En
la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012 dijo: «Mirando a la historia
de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación,
que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que
hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción
eficaz del Espíritu Santo». Hablando de los signos de un nuevo Pentecostés, no
se puede dejar de mencionar en particular, aunque sólo fuera por la amplitud del fenómeno,
a la Renovación Carismática, o Renovación en el Espíritu. Cuando, por primera vez,
en 1973, uno de los artífices mayores del Vaticano II, el cardinal Suenens, oyó hablar
del fenómeno, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras
esperanzas, y esto es lo que relata en sus memorias: «Dejé de escribir el libro.
Pensé que era una cuestión de la más elemental coherencia prestar atención a la acción
del Espíritu Santo, por lo que pudiera manifestarse de manera sorprendente. Estaba
particularmente interesado en la noticia del despertar de los carismas, por cuanto
el Concilio había invocado un despertar semejante». Y esto es lo que escribió
después de haber comprobado en persona y vivido desde dentro dicha experiencia, compartida
mas tarde por millones de otras personas: «De repente, san Pablo y los Hechos
de los apóstoles parecían hacerse vivos y convertirse en parte del presente; lo que
era auténticamente verdad en el pasado, parece que ocurre de nuevo ante nuestros ojos.
Es un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que siempre está actuando,
tal como Jesús mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una explosión del
Espíritu de Pentecostés, una alegría que se había hecho desconocida para la Iglesia».
Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no realizan por cierto todas
las potencialidades y las esperas del Concilio, pero responden a la mas importante
de ellas, al menos a los ojos de Dios. No son libres de debilidades humanas y a veces
de fracasos, pero ¿cual grande novedad ha hecho su aparición en la historia de la
Iglesia de manera diferente? ¿No pasó lo mismo cuando, en el siglo XIII, hicieron
su aparición las ordenes mendicantes? También en esta ocasión fueron los Romanos pontífices,
sobre todo Inocencio III, quienes por primeros acogieron la novedad del momento y
animaron el resto del episcopado a hacer lo mismo. 4. Una promesa cumplida Entonces,
nos preguntamos, ¿cuál es el significado del Concilio, entendido como el conjunto
de los documentos producidos por él, la Dei Verbum, la Lumen gentium, Nostra aetate,
etc.? ¿Los dejaremos de lado para esperar todo del Espíritu? La respuesta está contenida
en la frase con la que Agustín resume la relación entre la ley y la gracia: «La ley
fue dada para que se buscara la gracia y la gracia fue dada para que se observara
la ley». Por tanto, el Espíritu no dispensa de valorar también la letra, es decir,
los decretos del Vaticano II; al contrario, es precisamente él quien empuja a estudiarlos
y a ponerlos en práctica. Y, de hecho, fuera del ámbito escolar y académico donde
ellos son materia de debate y de estudio, es precisamente en las realidades eclesiales
recordadas anteriormente donde son tenidos en mayor consideración. Lo he experimentado
yo mismo. Yo me liberé de los prejuicios contra los judíos y contra los protestantes,
acumulados durante los años de formación, no por haber leído Nostra aetate, sino por
haber hecho yo también, en mi pequeñez y por mérito de algunos hermanos, la experiencia
del nuevo Pentecostés. Después descubrí Nostra aetate, igual que descubrí la Dei Verbum
después de que el Espíritu hizo nacer en mí el gusto por la palabra de Dios y el deseo
di evangelizar. Pero yo sé que el movimiento es en los dos sentidos: algunos de la
letra ha sido empujados a buscar el Espíritu, otros del Espíritu han sido empujados
a observar la ley. El poeta Thomas S. Eliot escribió unos versos que nos pueden
iluminar en el sentido de las celebraciones de los 50 años del Vaticano II: «No
debemos detenernos en nuestra exploración y el fin de nuestro explorar será
llegar allí de donde hemos partido y conocer el lugar por primera vez». Después
de muchas exploraciones y controversias, somos reconducidos también nosotros a allí
de donde hemos partido, es decir, al acontecimiento del Concilio. Pero todo el trabajo
alrededor de él no ha sido en vano porque, en el sentido más profundo, sólo ahora
estamos en condiciones de «conocer el lugar por primera vez», es decir, de valorar
su verdadero significado, desconocido para los mismos Padres del concilio. Esto
permite decir que el árbol crecido desde el Concilio es coherente con la semilla de
la que ha nacido. En efecto, ¿de qué ha nacido el acontecimiento del Vaticano II?
Las palabras con las que Juan XXIII describe la conmoción que acompañó «el repentino
florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio», tienen todos
los signos de una inspiración profética. En el discurso de clausura de la primera
sesión habló del Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá
abundantemente a la Iglesia de energías espirituales» . A 50 años de distancia
sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha
a la Iglesia por boca de su humilde servidor, el beato Juan XXIII. Si hablar de un
nuevo Pentecostés nos parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas
y las controversias surgidos en la Iglesia después y a causa del Concilio, no debemos
hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y constatar cómo no faltaron
problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no menos
encendidos que los de hoy! [Traducción de Pablo Cervera Barranco]