(RV).- El mediodia de este jueves 1 de noviembre Benedicto XVI dirigió el rezo de
Ángelus dedicado a la solemnidad de Todos los Santos: "la memoria de aquéllos que
son llamados amigos de Dios, cuya compañía alegra los cielos".
Saludo
del Papa en nuestro idioma (Audio):
Saludo cordialmente
a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. Como Iglesia
peregrina, celebramos hoy con gozo la Solemnidad de Todos los Santos, la memoria de
aquéllos que son llamados amigos de Dios, cuya compañía alegra los cielos. Que también
nosotros, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia,
invocando a la bienaventurada Virgen María, encontremos en ellos ejemplo y ayuda para
alcanzar las promesas de Cristo. Muchas gracias.
Palabras en italiano del
Papa antes del rezo del Ángelus:
¡Queridos hermanos y hermanas! Hoy
tenemos el gozo de encontrarnos en la solemnidad de Todos los Santos. Esta fiesta
nos hace reflexionar sobre el doble horizonte de la humanidad, que expresamos simbólicamente
con las palabras “tierra” y “cielo”: la tierra representa el camino histórico, el
cielo la eternidad, la plenitud de la vida en Dios. Así esta fiesta nos hace pensar
en la Iglesia en su doble dimensión: la Iglesia en camino en el tiempo es aquella
que celebra la fiesta sin fin, la Jerusalén celestial. Estas dos dimensiones están
unidas por la realidad de la «comunión de los santos»: una realidad que comienza aquí
sobre la tierra y alcanza su cumplimiento en el Cielo. En el mundo terrenal, la Iglesia
es el inicio de este misterio de comunión que une la humanidad, un misterio totalmente
centrado sobre Jesucristo: es Él quien ha introducido en el género humano esta dinámica
nueva, un movimiento que lo conduce hacia Dios y al mismo tiempo hacia la unidad,
hacia la paz en sentido profundo. Jesucristo - dice el Evangelio de Juan (11,52) -
ha muerto « para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos»,
y ésta su obra continua en la Iglesia que es inseparablemente «una», «santa» y «católica».
Ser cristianos, formar parte de la Iglesia significa abrirse a esta comunión, como
una semilla que se abre en la tierra, muriendo, y germina hacia lo alto, hacia el
cielo. Los Santos - aquellos que la Iglesia proclama como tales, pero también todos
los santos y las santas que sólo Dios conoce, y que también hoy celebramos - han vivido
intensamente esta dinámica. En cada uno de ellos, de manera personal, se ha hecho
presente Cristo, gracias a su Espíritu que obra mediante la Palabra y los Sacramentos.
De hecho, el estar unidos a Cristo, en la Iglesia, no anula la personalidad, sino
la abre, la transforma con la fuerza del amor, y le confiere, ya aquí sobre la tierra,
una dimensión eterna. En resumen, significa reproducir la imagen del Hijo de Dios
(cfr Rm 8,29), realizando el proyecto de Dios que ha creado al hombre a su imagen
y semejanza. Pero este insertarse en Cristo se abre - como decíamos - también a la
comunión con todos los otros miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia, una
comunión que es perfecta en el «Cielo», donde no hay algún aislamiento, alguna competencia
o separación. En la fiesta de hoy, pregustamos la belleza de esta vida de total apertura
a la mirada de amor de Dios y de los hermanos, en la que estamos seguros de alcanzar
a Dios en el otro y el otro en Dios. Con esta fe llena de esperanza veneramos a todos
los santos, y nos preparamos a conmemorar mañana a los fieles difuntos. En los santos
vemos la victoria del amor sobre el egoísmo y sobre la muerte: vemos que seguir a
Cristo lleva a la vida, a la vida eterna, y da sentido al presente, a cada instante
que pasa, porque lo llena de amor, de esperanza. Sólo la fe en la vida eterna nos
hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin ataduras, en la libertad
del peregrino, que ama la tierra porque tiene el corazón en el Cielo. Que la Virgen
María nos obtenga la gracia de creer fuertemente en la vida eterna y de sentirnos
en verdadera comunión con nuestros queridos difuntos.
Traducción del italiano:
Raúl Cabrera, Radio Vaticano