(RV).- (RV).- Benedicto XVI ha querido dedicar la Jornada Mundial del Emigrante
y del Refugiado 2013, al tema «Migraciones: peregrinación de fe y esperanza», «en
concomitancia con las celebraciones del 50 aniversario de la apertura del Concilio
Ecuménico Vaticano II y de los 60 años de la promulgación de la Constitución apostólica
Exsul familia, al mismo tiempo que toda la Iglesia está comprometida en vivir el Año
de la fe, acogiendo con entusiasmo el desafío de la nueva evangelización».
Una
vez más, el Papa reitera la dignidad de la persona humana, alienta a la tutela de
la vida de los más indefensos, recuerda la urgencia de que se detenga la explotación
y privación de los derechos humanos fundamentales de los migrantes y exhorta a la
verdadera integración. Intervinieron en la presentación de este mensaje pontificio,
esta mañana en la Oficina de Prensa de la Santa Sede, el Cardenal Antonio María Veglió,
Presidente del Pontificio Consejo de la Pastoral para los Migrantes e Itinerantes
y el Secretario del mismo dicasterio, Mons. Joseph Kalathiparambil.
El Santo
Padre comienza su mensaje para la próxima celebración de la 99 Jornada Mundial dedicada
a los emigrantes y refugiados - que tendrá lugar, a nivel eclesial, el 13 de enero
de 2013 – señalando que el Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral
Gaudium et spes, ha recordado que «la Iglesia avanza juntamente con toda la humanidad»
(n. 40), por lo cual «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a
la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada
hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (ibíd., 1).
Declaración
ésta de la se hicieron eco el Siervo de Dios Pablo VI, que llamó a la Iglesia «experta
en humanidad» (Enc. Populorum progressio, 13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó
que la persona humana es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento
de su misión..., camino trazado por Cristo mismo» (Enc. Centesimus annus, 53), escribe
Benedicto XVI, recordando luego que, en su Encíclica Caritas in veritate, ha querido
precisar, siguiendo a sus predecesores, que «toda la Iglesia, en todo su ser y obrar,
cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral
del hombre» (n. 11), refiriéndose también a los millones de hombres y mujeres que,
por motivos diversos, viven la experiencia de la migración.
En efecto - destaca
el Papa - los flujos migratorios son «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones,
por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita,
y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad
internacional» (ibíd., 62), ya que «todo emigrante es una persona humana que, en cuanto
tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos
y en cualquier situación» (ibíd.).
Sin olvidar que en el vasto campo de las
migraciones, la solicitud maternal de la Iglesia se realiza en diversas directrices,
el Papa se refiere a las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de los
sufrimientos, que con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí se concretan las
operaciones de auxilio para resolver las numerosas emergencias, con generosa dedicación
de grupos e individuos, asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones
parroquiales y diocesanas, en colaboración con todas las personas de buena voluntad.
Pero, por otra parte - recuerda el Santo Padre - la Iglesia no deja de poner
de manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades y los recursos que
comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen las acciones de acogida que favorecen
y acompañan una inserción integral de los emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados
en el nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión religiosa, esencial
para la vida de cada persona.
Y reiterando que la Iglesia, por su misión
confiada por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial atención y cuidado a
esta dimensión precisamente: ésta es su tarea más importante y específica, Benedicto
XVI subraya que por lo que concierne a los fieles cristianos provenientes de diversas
zonas del mundo, el cuidado de la dimensión religiosa incluye también el diálogo ecuménico
y la atención de las nuevas comunidades, mientras que por lo que se refiere a los
fieles católicos se expresa, entre otras cosas, mediante la creación de nuevas estructuras
pastorales y la valorización de los diversos ritos, hasta la plena participación en
la vida de la comunidad eclesial local.
(CdM – RV)
Texto
completo del Mensaje del Papa:
Queridos hermanos El Concilio
Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, ha recordado que
«la Iglesia avanza juntamente con toda la humanidad» (n. 40), por lo cual «los gozos
y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas
y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre
eco en su corazón» (ibíd., 1). Se hicieron eco de esta declaración el Siervo de Dios
Pablo VI, que llamó a la Iglesia «experta en humanidad» (Enc. Populorum progressio,
13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó que la persona humana es «el primer camino
que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado
por Cristo mismo» (Enc. Centesimus annus, 53).
En mi Encíclica Caritas in veritate
he querido precisar, siguiendo a mis predecesores, que «toda la Iglesia, en todo su
ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo
integral del hombre» (n. 11), refiriéndome también a los millones de hombres y mujeres
que, por motivos diversos, viven la experiencia de la migración. En efecto, los
flujos migratorios son «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por
los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita,
y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad
internacional» (ibíd., 62), ya que «todo emigrante es una persona humana que, en cuanto
tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos
y en cualquier situación» (ibíd.).
En este contexto, he querido dedicar la
Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2013 al tema «Migraciones: peregrinación
de fe y esperanza», en concomitancia con las celebraciones del 50 aniversario de la
apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y de los 60 años de la promulgación de
la Constitución apostólica Exsul familia, al mismo tiempo que toda la Iglesia está
comprometida en vivir el Año de la fe, acogiendo con entusiasmo el desafío de la nueva
evangelización. En efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón
de muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a
lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la «desesperación»
de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje de muchos está animado
por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y este consuelo
hace que sean más soportables las heridas del desarraigo y la separación, tal vez
con la oculta esperanza de un futuro regreso a la tierra de origen. Fe y esperanza,
por lo tanto, conforman a menudo el equipaje de aquellos que emigran, conscientes
de que con ellas «podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente
fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros
de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Enc.
Spe salvi, 1).
En el vasto campo de las migraciones, la solicitud maternal
de la Iglesia se realiza en diversas directrices. Por una parte, la que contempla
las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de los sufrimientos, que
con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí se concretan las operaciones de auxilio
para resolver las numerosas emergencias, con generosa dedicación de grupos e individuos,
asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones parroquiales y diocesanas,
en colaboración con todas las personas de buena voluntad. Pero, por otra parte, la
Iglesia no deja de poner de manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades
y los recursos que comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen las acciones
de acogida que favorecen y acompañan una inserción integral de los emigrantes, solicitantes
de asilo y refugiados en el nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión
religiosa, esencial para la vida de cada persona. La Iglesia, por su misión confiada
por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial atención y cuidado a esta dimensión
precisamente: ésta es su tarea más importante y específica. Por lo que concierne a
los fieles cristianos provenientes de diversas zonas del mundo, el cuidado de la dimensión
religiosa incluye también el diálogo ecuménico y la atención de las nuevas comunidades,
mientras que por lo que se refiere a los fieles católicos se expresa, entre otras
cosas, mediante la creación de nuevas estructuras pastorales y la valorización de
los diversos ritos, hasta la plena participación en la vida de la comunidad eclesial
local. La promoción humana está unida a la comunión espiritual, que abre el camino
«a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Carta
ap. Porta fidei, 6). La Iglesia ofrece siempre un don precioso cuando lleva al encuentro
con Cristo que abre a una esperanza estable y fiable. Con respecto a los emigrantes
y refugiados, la Iglesia y las diversas realidades que en ella se inspiran están llamadas
a evitar el riesgo del mero asistencialismo, para favorecer la auténtica integración,
en una sociedad donde todos y cada uno sean miembros activos y responsables del bienestar
del otro, asegurando con generosidad aportaciones originales, con pleno derecho de
ciudadanía y de participación en los mismos derechos y deberes. Aquellos que emigran
llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y confortan en
la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, no buscan solamente una
mejora de su condición económica, social o política. Es cierto que el viaje migratorio
a menudo tiene su origen en el miedo, especialmente cuando las persecuciones y la
violencia obligan a huir, con el trauma del abandono de los familiares y de los bienes
que, en cierta medida, aseguraban la supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento,
la enorme pérdida y, a veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto
no destruyen el sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la vida en un país
extranjero. En verdad, los que emigran alimentan la esperanza de encontrar acogida,
de obtener ayuda solidaria y de estar en contacto con personas que, comprendiendo
las fatigas y la tragedia de su prójimo, y también reconociendo los valores y los
recursos que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos materiales
con quien está necesitado y desfavorecido.
Debemos reiterar, en efecto, que
«la solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un
deber» (Enc. Caritas in veritate, 43). Emigrantes y refugiados, junto a las dificultades,
pueden experimentar también relaciones nuevas y acogedoras, que les alienten a contribuir
al bienestar de los países de acogida con sus habilidades profesionales, su patrimonio
socio-cultural y también, a menudo, con su testimonio de fe, que estimula a las comunidades
de antigua tradición cristiana, anima a encontrar a Cristo e invita a conocer la Iglesia.
Es
cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar
medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, pero siempre
garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona
a emigrar - como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et spes en el n. 65 -
es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse
donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones
y de sus proyectos. Sin embargo, en el actual contexto socio-político, antes incluso
que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener
las condiciones para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan
Pablo II que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo,
este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores
que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las Migraciones,
1998). En efecto, actualmente vemos que muchas migraciones son el resultado de la
precariedad económica, de la falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras
y de desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la confianza,
la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un «calvario» para la supervivencia,
donde hombres y mujeres aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables
de su migración. Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición
y viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de acogida, son muchos
los que viven en condiciones de marginalidad y, a veces, de explotación y privación
de los derechos humanos fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para
la sociedad en la que viven. El camino de la integración incluye derechos y deberes,
atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero también atención
por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se
insertan.
En este sentido, no podemos olvidar la cuestión de la inmigración
irregular, un asunto más acuciante en los casos en que se configura como tráfico y
explotación de personas, con mayor riesgo para mujeres y niños. Estos crímenes han
de ser decididamente condenados y castigados, mientras que una gestión regulada de
los flujos migratorios, que no se reduzca al cierre hermético de las fronteras, al
endurecimiento de las sanciones contra los irregulares y a la adopción de medidas
que desalienten nuevos ingresos, podría al menos limitar para muchos emigrantes los
peligros de caer víctimas del mencionado tráfico. En efecto, son muy necesarias intervenciones
orgánicas y multilaterales en favor del desarrollo de los países de origen, medidas
eficaces para erradicar la trata de personas, programas orgánicos de flujos de entrada
legal, mayor disposición a considerar los casos individuales que requieran protección
humanitaria además de asilo político. A las normativas adecuadas se debe asociar un
paciente y constante trabajo de formación de la mentalidad y de las conciencias. En
todo esto, es importante fortalecer y desarrollar las relaciones de entendimiento
y de cooperación entre las realidades eclesiales e institucionales que están al servicio
del desarrollo integral de la persona humana. Desde la óptica cristiana, el compromiso
social y humanitario halla su fuerza en la fidelidad al Evangelio, siendo conscientes
de que «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su
propia dignidad de hombre» (Gaudium et spes, 41).
Queridos hermanos emigrantes,
que esta Jornada Mundial os ayude a renovar la confianza y la esperanza en el Señor
que está siempre junto a nosotros. No perdáis la oportunidad de encontrarlo y reconocer
su rostro en los gestos de bondad que recibís en vuestra peregrinación migratoria.
Alegraos porque el Señor está cerca de vosotros y, con Él, podréis superar obstáculos
y dificultades, aprovechando los testimonios de apertura y acogida que muchos os ofrecen.
De hecho, «la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso,
un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas
estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas
son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que
brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos
también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo
así orientación para nuestra travesía» (Enc. Spe salvi, 49).
Encomiendo a cada
uno de vosotros a la Bienaventurada Virgen María, signo de segura esperanza y de consolación,
«estrella del camino», que con su maternal presencia está cerca de nosotros cada momento
de la vida, y a todos imparto con afecto la Bendición Apostólica. Ciudad del Vaticano,
12 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI «Migraciones: peregrinación de
fe y esperanza»,