(RV).- En una excepcional ocasión que encuentra reunidos en Roma a representantes
de todo el mundo católico, con el Sínodo de los Obispos, que dialoga sobre la Nueva
Evangelización, el Papa Benedicto XVI elevó a los altares e inscribió en el libro
de los santos a 7 beatos.
La Plaza del Santuario de San Pedro se colmó de
la presencia de unos ochenta mil peregrinos venidos de diversas partes del mundo,
especialmente devotos de los flamantes santos, para celebrar en domingo la victoria
de Jesús resucitado, que obra maravillas en el corazón de la familia católica, como
es el caso de estos nuevos santos. Es que la alegría y el gozo que comunica la nueva
Evangelización, parte de la victoria de Cristo vivida y testimoniada por los santos
de hoy.
Jacques Berthieu, Pedro Calungsod, Giovanni Battista Piamarta, María
del Carmelo Sallés, Mariana Cope, Kateri Tekakwitha y Anna Schäffer, son los siete
nuevos santos canonizados hoy por el Papa, que en su homilía evocó a los cristianos
perseguidos, a los pueblos originarios de América del Norte y la pastoral a los enfermos
en cuidados paliativos. El Santo Padre destacó el carisma de estos generosos y heroicos
modelos de consagración a Dios y de servicio a los hermanos, haciendo resonar las
palabras de Jesús:
«El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida
en rescate por la multitud (cf. Mc 10,45). Estas palabras han constituido el programa
de vida de los siete beatos que hoy la Iglesia inscribe solemnemente en el glorioso
coro de los santos. Con valentía heroica gastaron su existencia en una total consagración
a Dios y en un generoso servicio a los hermanos. Son hijos e hijas de la Iglesia,
que escogieron el camino del servicio siguiendo al Señor. La santidad en la Iglesia
tiene siempre su fuente en el misterio de la Redención, que ya el profeta Isaías prefigura
en la primera lectura: el Siervo del Señor es el Justo que «justificará a muchos,
porque cargó con los crímenes de ellos» (53,11), es Jesucristo, crucificado, resucitado
y vivo en la gloria. La canonización que estamos celebrando constituye una elocuente
confirmación de esta misteriosa realidad salvadora. La tenaz profesión de fe de estos
siete generosos discípulos de Cristo, su configuración al Hijo del hombre, resplandece
hoy en toda la Iglesia».
(jesuita Guillermo Ortiz – RV)
Texto
completo de la homilía de Benedicto XVI:
El hijo del hombre ha venido
a servir y dar su vida en rescate por la multitud (cf. Mc 10,45). Venerados Hermanos, queridos
hermanos y hermanas. Hoy la Iglesia escucha una vez más estas palabras de Jesús,
pronunciadas durante el camino hacia Jerusalén, donde tenía que cumplirse su misterio
de pasión, muerte y resurrección. Son palabras que manifiestan el sentido de la misión
de Cristo en la tierra, caracterizada por su inmolación, por su donación total. En
este tercer domingo de octubre, en el que se celebra la Jornada Mundial de las Misiones,
la Iglesia las escucha con particular intensidad y reaviva la conciencia de vivir
completamente en perenne actitud de servicio al hombre y al Evangelio, como Aquel
que se ofreció a sí mismo hasta el sacrificio de la vida.
Saludo cordialmente
a todos vosotros, que llenáis la Plaza de San Pedro, en particular a las delegaciones
oficiales y a los peregrinos venidos para festejar a los siete nuevos santos. Saludo
con afecto a los cardenales y obispos que en estos días están participando en la Asamblea
sinodal sobre la Nueva Evangelización. Se da una feliz coincidencia entre la celebración
de esta Asamblea y la Jornada Misionera; y la Palabra de Dios que hemos escuchado
resulta iluminadora para ambas. Ella nos muestra el estilo del evangelizador, llamado
a dar testimonio y a anunciar el mensaje cristiano conformándose a Jesucristo, siguiendo
su mismo camino. Esto vale tanto para la misión ad gentes como para la nueva evangelización
en las regiones de antigua tradición cristiana. El hijo del hombre ha venido
a servir y dar su vida en rescate por la multitud (cf. Mc 10,45). Estas palabras
han constituido el programa de vida de los siete beatos que hoy la Iglesia inscribe
solemnemente en el glorioso coro de los santos. Con valentía heroica gastaron su existencia
en una total consagración a Dios y en un generoso servicio a los hermanos. Son hijos
e hijas de la Iglesia, que escogieron el camino del servicio siguiendo al Señor. La
santidad en la Iglesia tiene siempre su fuente en el misterio de la Redención, que
ya el profeta Isaías prefigura en la primera lectura: el Siervo del Señor es el Justo
que «justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos» (53,11), es Jesucristo,
crucificado, resucitado y vivo en la gloria. La canonización que estamos celebrando
constituye una elocuente confirmación de esta misteriosa realidad salvadora. La tenaz
profesión de fe de estos siete generosos discípulos de Cristo, su configuración al
Hijo del hombre, resplandece hoy en toda la Iglesia. Jacques Berthieu, nacido
en 1838 en Francia, fue desde muy temprano un enamorado de Jesucristo. Durante su
ministerio parroquial, deseó ardientemente salvar a las almas. Al profesar como jesuita,
quería recorrer el mundo para la gloria de Dios. Pastor infatigable en la isla de
Santa María y después en Madagascar, luchó contra la injusticia, aliviando a los pobres
y los enfermos. Los malgaches lo consideraban como un sacerdote venido del cielo,
y decían: tú eres nuestro padre y madre. Él se hizo todo para todos, sacando de la
oración y el amor al Corazón de Jesús la fuerza humana y sacerdotal para llegar hasta
el martirio, en 1896. Murió diciendo: Prefiero morir antes que renunciar a mi fe.
Queridos amigos, que la vida de este evangelizador sea un acicate y un modelo para
los sacerdotes, para que sean hombres de Dios como él. Que su ejemplo ayude a los
numerosos cristianos que hoy en día son perseguidos a causa de su fe. Que su intercesión,
en este Año de la fe, sea fructuosa para Madagascar y el continente africano. Que
Dios bendiga al pueblo malgache. Pedro Calungsod nació alrededor del año 1654,
en la región de Bisayas en Filipinas. Su amor a Cristo lo impulsó a prepararse como
catequista con los misioneros jesuitas. En el año 1668, junto con otros jóvenes catequistas,
acompañó al Padre Diego Luis de San Vítores a las Islas Marianas, para evangelizar
al pueblo Chamorro. La vida allí era dura y los misioneros sufrieron la persecución
a causa de la envidia y las calumnias. Pedro, sin embargo, mostró una gran fe y caridad
y continuó catequizando a sus numerosos convertidos, dando testimonio de Cristo mediante
una vida de pureza y dedicación al Evangelio. Por encima de todo estaba su deseo de
salvar almas para Cristo, y esto le llevó a aceptar con resolución el martirio. Murió
el 2 de abril de 1672. Algunos testigos cuentan que Pedro pudo haber escapado para
ponerse a salvo, pero eligió permanecer al lado del Padre Diego. El sacerdote le dio
a Pedro la absolución antes de que él mismo fuera asesinado. Que el ejemplo y el testimonio
valeroso de Pedro Calungsod inspire al querido pueblo filipino para anunciar con ardor
el Reino y ganar almas para Dios. Giovanni Battista Piamarta, sacerdote de la
diócesis de Brescia, fue un gran apóstol de la caridad y de la juventud. Percibía
la exigencia de una presencia cultural y social del catolicismo en el mundo moderno,
por eso se dedicó a hacer progresar cristiana, moral y profesionalmente a las nuevas
generaciones con claras dosis de humanidad y bondad. Animado por una confianza inquebrantable
en la Divina Providencia y por un profundo espíritu de sacrificio, afrontó dificultades
y fatigas para poner en práctica varias obras apostólicas, entre las cuales: el Instituto
de los artesanillos, la Editorial Queriniana, la Congregación masculina de la Sagrada
Familia de Nazaret y la Congregación de las Humildes Siervas del Señor. El secreto
de su intensa y laboriosa vida estaba en las largas horas que dedicaba a la oración.
Cuando estaba abrumado por el trabajo, aumentaba el tiempo para el encuentro, de corazón
a corazón, con el Señor. Prefería permanecer junto al Santísimo Sacramento, meditando
la pasión, muerte y resurrección de Cristo, para retomar fuerzas espirituales y volver
a lanzarse a la conquista del corazón de la gente, especialmente de los jóvenes, para
llevarlos otra vez a las fuentes de la vida con nuevas iniciativas pastorales.
«Que
tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti». Con estas palabras,
la liturgia nos invita a hacer nuestro este himno al Dios creador y providente, aceptando
su plan en nuestras vidas. Así lo hizo Santa María del Carmelo Sallés y Barangueras,
religiosa nacida en Vic, España, en 1848. Ella, viendo colmada su esperanza, después
de muchos avatares, al contemplar el progreso de la Congregación de Religiosas Concepcionistas
Misioneras de la Enseñanza, que había fundado en 1892, pudo cantar junto a la Madre
de Dios: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Su obra
educativa, confiada a la Virgen Inmaculada, sigue dando abundantes frutos entre la
juventud a través de la entrega generosa de sus hijas, que como ella se encomiendan
al Dios que todo lo puede.
Paso hablar ahora de Mariana Cope, nacida en 1838
en Heppenheim, Alemania. Con apenas un año de edad fue llevada a los Estados Unidos
y en 1862 entró en la Tercera Orden Regular de san Francisco, en Siracusa, Nueva York.
Más tarde, y como superiora general de su congregación, Madre Mariana acogió gustosamente
la llamada a cuidar a los leprosos de Hawai, después de que muchos se hubieran negado
a ello. Con seis de sus hermanas de congregación, fue personalmente a dirigir el hospital
en Oahu, fundando más tarde el hospital de Malulani en Maui y abriendo una casa para
niñas de padres leprosos. Cinco años después aceptó la invitación a abrir una casa
para mujeres y niñas en la isla de Molokai, encaminándose allí con valor y poniendo
fin de hecho a su contacto con el mundo exterior. Allí cuidó al Padre Damián, entonces
ya famoso por su heroico trabajo entre los leprosos, atendiéndolo mientras moría y
continuando su trabajo entre los leprosos. En un tiempo en el que poco se podía hacer
por aquellos que sufrían esta terrible enfermedad, Mariana Cope mostró un amor, valor
y entusiasmo inmenso. Ella es un ejemplo luminoso y valioso de la mejor tradición
de las hermanas enfermeras católicas y del espíritu de su amado san Francisco.
Kateri
Tekakwitha nació en el actual Estado de Nueva York, en 1656, de padre mohawk y madre
algonquina cristiana, quien le trasmitió la experiencia del Dios vivo. Fue bautizada
a la edad de 20 años y, para escapar de la persecución, se refugió en la misión de
san Francisco Javier, cerca de Montreal. Allí trabajó hasta que murió a los 24 años
de edad, fiel a las tradiciones de su pueblo, pero renunciando a las convicciones
religiosas del mismo. Llevando una vida sencilla, Kateri permaneció fiel a su amor
a Jesús, a su oración y a su Misa diaria. Su deseo más alto era conocer y hacer lo
que agradaba a Dios. Kateri impresiona por la acción de la gracia en su vida, carente
de apoyos externos, y por la firmeza de una vocación tan particular para su cultura.
En ella, fe y cultura se enriquecen recíprocamente. Que su ejemplo nos ayude a vivir
allá donde nos encontremos, sin renegar de lo que somos, amando a Jesús. Santa Kateri,
protectora de Canadá y primera santa amerindia, te confiamos la renovación de la fe
en los pueblos originarios y en toda América del Norte. Que Dios bendiga a los pueblos
originarios.
La joven Anna Schäffer, de Mindelstetten, quería entrar en una
congregación misionera. Nacida en una familia humilde, trabajó como criada buscando
ganar la dote necesaria y poder entrar así en el convento. En este trabajo, tuvo un
grave accidente, sufriendo quemaduras incurables en los pies que la postraron en un
lecho para el resto de sus días. Así, la habitación de la enferma se transformó en
una celda conventual, y el sufrimiento en servicio misionero. Al principio se rebeló
contra su destino, pero enseguida, comprendió que su situación fue una llamada amorosa
del Crucificado para que le siguiera. Fortificada por la comunión cotidiana se convirtió
en una intercesora infatigable en la oración, y un espejo del amor de Dios para muchas
personas en búsqueda de consejo. Que su apostolado de oración y de sufrimiento, de
ofrenda y de expiación sea para los creyentes de su tierra un ejemplo luminoso. Que
su intercesión intensifique la pastoral de los enfermos en cuidados paliativos, en
su benéfico trabajo.
Queridos hermanos y hermanas, estos nuevos santos,
diferentes por origen, lengua, nación y condición social, están unidos con todo el
Pueblo de Dios en el misterio de la salvación de Cristo, el Redentor. Junto a ellos,
también nosotros reunidos aquí con los Padres sinodales, procedentes de todas las
partes del mundo, proclamamos con las palabras del salmo que el Señor «es nuestro
auxilio y nuestro escudo», y le pedimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre
nosotros, como lo esperamos de ti» (Sal 32,20-22). Que el testimonio de los nuevos
santos, de su vida generosamente ofrecida por amor de Cristo, hable hoy a toda la
Iglesia, y su intercesión la fortalezca y la sostenga en su misión de anunciar el
Evangelio al mundo entero.