Fuerza renovada para modelar el futuro, el Papa sobre el Vaticano II
(RV).- El texto inédito de Su Santidad Benedicto XVI del Especial del Osservatore
Romano, este 11 de octubre, en el marco del 50ª aniversario del Concilio Ecuménico
Vaticano II, e inicio del Año de la Fe, escrito por el Sucesor de Pedro en Castelgandolfo,
en la fiesta del santo obispo Eusebio di Vercelli, 2 de agosto de 2012:
«Fue
un día espléndido aquel 11 de octubre de 1962, en el que, con el ingreso solemne
de más de dos mil padres conciliares en la basílica de San Pedro en Roma, se inauguró
el concilio Vaticano II. En 1931 Pío XI había dedicado este día a la fiesta de la
Divina Maternidad de María, para conmemorar que 1500 años antes, en 431, el concilio
de Éfeso había reconocido solemnemente a María ese título, con el fin de expresar
así la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. El Papa Juan XXIII había
fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de encomendar la gran
asamblea eclesial que había convocado a la bondad maternal de María, y de anclar firmemente
el trabajo del concilio en el misterio de Jesucristo. Fue emocionante ver entrar a
los obispos procedentes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una imagen
de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que los pueblos de la
tierra se saben unidos en su paz.
Fue un momento de extraordinaria expectación.
Grandes cosas debían suceder. Los concilios anteriores habían sido convocados casi
siempre para una cuestión concreta a la que debían responder. Esta vez no había un
problema particular que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en el aire un
sentido de expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el
mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa. Se le veía cansado
y daba la impresión de que el futuro era decidido por otros poderes espirituales.
El sentido de esta pérdida del presente por parte del cristianismo, y de la tarea
que ello comportaba, se compendiaba bien en la palabra “aggiornamento” (actualización).
El cristianismo debe estar en el presente para poder forjar el futuro. Para que pudiera
volver a ser una fuerza que moldeara el futuro, Juan XXIII había convocado el concilio
sin indicarle problemas o programas concretos. Esta fue la grandeza y al mismo tiempo
la dificultad del cometido que se presentaba a la asamblea eclesial.
Los
distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con ideas diversas.
Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante el programa que se debía
desarrollar. Fue el episcopado del centro de Europa — Bélgica, Francia y Alemania
— el que llegó con las ideas más claras. En general, el énfasis se ponía en aspectos
completamente diferentes, pero había algunas prioridades comunes. Un tema fundamental
era la eclesiología, que debía profundizarse desde el punto de vista de la historia
de la salvación, trinitario y sacramental; a este se añadía la exigencia de completar
la doctrina del primado del concilio Vaticano I a través de una revalorización del
ministerio episcopal. Un tema importante para los episcopados del centro de Europa
era la renovación litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. Otro
aspecto central, especialmente para el episcopado alemán, era el ecumenismo: haber
sufrido juntos la persecución del nazismo había acercado mucho a los cristianos protestantes
y a los católicos; ahora, esto se debía comprender y llevar adelante también en el
ámbito de toda la Iglesia. A eso se añadía el ciclo temático Revelación – Escritura
– Tradición – Magisterio. Los franceses destacaban cada vez más el tema de la relación
entre la Iglesia y el mundo moderno, es decir, el trabajo en el llamado Esquema XII,
del que luego nació la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual.
Aquí se tocaba el punto de la verdadera expectativa del Concilio. La Iglesia, que
todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del
siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con
la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada. ¿Debían permanecer así las cosas?
¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era? Detrás de la vaga expresión
“mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para clarificarla
era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la
era moderna. El “Esquema XIII” no lo consiguió. Aunque esta Constitución pastoral
afirma muchas cosas importantes para comprender el “mundo” y da contribuciones notables
a la cuestión de la ética cristiana, en este punto no logró ofrecer una aclaración
sustancial.
Contrariamente a lo cabría esperar, el encuentro con los grandes
temas de la época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral, sino en
dos documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve poco a poco con la
recepción del concilio. El primero es la Declaración sobre la libertad religiosa,
solicitada y preparada con gran esmero especialmente por el episcopado americano.
La doctrina sobre la tolerancia, tal como había sido elaborada en sus detalles por
Pío XII, no resultaba suficiente ante la evolución del pensamiento filosófico y la
autocomprensión del Estado moderno. Se trataba de la libertad de elegir y de practicar
la religión, y de la libertad de cambiarla, como derechos a las libertades fundamentales
del hombre. Dadas sus razones más íntimas, esa concepción no podía ser ajena a la
fe cristiana, que había entrado en el mundo con la pretensión de que el Estado no
pudiera decidir sobre la verdad y no pudiera exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana
reivindicaba la libertad a la convicción religiosa y a practicarla en el culto, sin
que se violara con ello el derecho del Estado en su propio ordenamiento: los cristianos
rezaban por el emperador, pero no lo veneraban. Desde este punto de vista, se puede
afirmar que el cristianismo trajo al mundo con su nacimiento el principio de la libertad
de religión. Sin embargo, la interpretación de este derecho a la libertad en el contexto
del pensamiento moderno en cualquier caso era difícil, pues podía parecer que la versión
moderna de la libertad de religión presuponía la imposibilidad de que el hombre accediera
a la verdad, y desplazaba así la religión de su propio fundamento hacia el ámbito
de lo subjetivo. Fue ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión
del concilio, el Papa Juan Pablo II llegara de un país en el que la libertad de religión
era rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma particular de filosofía
estatal moderna. El Papa procedía también de una situación parecida a la de la Iglesia
antigua, de modo que resultó nuevamente visible el íntimo ordenamiento de la fe al
tema de la libertad, sobre todo a la libertad de religión y de culto. El segundo
documento que luego resultaría importante para el encuentro de la Iglesia con la modernidad
nació casi por casualidad, y creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración
“Nostra aetate” sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Inicialmente se tenía la intención de preparar una declaración sobre las relaciones
entre la Iglesia y el judaísmo, texto que resultaba intrínsecamente necesario después
de los horrores de la Shoah. Los padres conciliares de los países árabes no se opusieron
a ese texto, pero explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía
hablar del islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido comprendiendo
en Occidente sólo poco a poco. Por último, creció la intuición de que era justo hablar
también de otras dos grandes religiones — el hinduismo y el budismo —, así como del
tema de la religión en general. A eso se añadió luego espontáneamente una breve instrucción
sobre el diálogo y la colaboración con las religiones, cuyos valores espirituales,
morales y socioculturales debían ser reconocidos, conservados y desarrollados (n.
2). Así, en un documento preciso y extraordinariamente denso, se inauguró un tema
cuya importancia todavía no era previsible en aquel momento. La tarea que ello implica,
el esfuerzo que es necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender, resulta
cada vez más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco se fue viendo
también una debilidad de este texto de por sí extraordinario: habla de las religiones
sólo de un modo positivo, ignorando las formas enfermizas y distorsionadas de religión,
que desde el punto de vista histórico y teológico tienen un gran alcance; por eso
la fe cristiana ha sido muy crítica desde el principio respecto a la religión, tanto
hacia el interior como hacia el exterior.
Mientras que al comienzo del
concilio habían prevalecido los episcopados del centro de Europa con sus teólogos,
en el curso de las fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y
de la responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la escuela
del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como
servidores de la Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe. Los padres conciliares
no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni
el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión
sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la Iglesia del Sacramento.
Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas
de modo más profundo y, por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica
de la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los padres conciliares.
En
el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este espíritu del Concilio.
Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras, pero sabía también que sólo la
fe permite salir al aire libre, al espacio que queda vedado al espíritu positivista.
Esta es la visión a la que quería servir con el mandato recibido a través del Sacramento
de la ordenación episcopal. No puedo menos que estarle siempre agradecido por haberme
llevado a mí — el profesor más joven de la Facultad teológica católica de la universidad
de Bonn — como su consultor a la gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome frecuentar
esa escuela y recorrer desde dentro el camino del concilio. En este volumen se han
recogido varios escritos con los cuales, en esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones
de palabra totalmente fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de aprendizaje
que el concilio y su recepción han significado y significan aún para mí. Espero que
estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su conjunto
a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida eclesial. Agradezco
de corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus colaboradores del Institut Papst
Benedikt XVI. el extraordinario empeño que han puesto para la realización de este
volumen».
Castelgandolfo, en la fiesta del santo obispo Eusebio di Vercelli, 2
de agosto de 2012 Traducción: L'Osservatore Romano