Cristianismo e Islam en la misma familia, el Papa en el Líbano
(RV).- El Papa introdujo su saludo al Presidente de la República, a los representantes
de las autoridades parlamentarias, gubernamentales, institucionales y políticas de
El Líbano, así como a los Jefes de misión diplomática, Beatitudes, responsables religiosos,
hermanos en el episcopado, llamándolos “queridos amigos” y pronunciando en árabe las
Palabras de Cristo “Mi paz os doy”.
Tras agradecer a todos su acogida y de
modo especial al Presidente de la nación sus cordiales palabras y la oportunidad de
este encuentro, Benedicto XVI dijo:
(Audio) Acabo de plantar
con vosotros un cedro del Líbano, símbolo de vuestro hermoso país. Al ver este arbolito
y las atenciones que necesitará para fortalecerse y llegar a extender majestuosamente
sus ramas, pienso en vuestro país y su destino, en los libaneses y sus esperanzas,
en todas las personas de esta región del mundo que parece conocer los dolores de un
alumbramiento sin fin. He pedido a Dios que os bendiga, que bendiga al Líbano y a
todos los habitantes de esta región que ha visto nacer grandes religiones y nobles
culturas.
El Papa se preguntó “¿Por qué ha elegido Dios esta región? ¿Por
qué vive en la turbulencia?”... A lo que respondió:
(Audio) Pienso que
Dios la ha elegido para que sirva de ejemplo, para que dé testimonio de cara al mundo
de la posibilidad que tiene el hombre de vivir concretamente su deseo de paz y reconciliación.
Esta aspiración está inscrita desde siempre en el plan de Dios, que la ha grabado
en el corazón del hombre. Me gustaría hablar con vosotros de la paz, pues Jesús ha
dicho: سَلامي أُعطيكُم (Mi paz os doy).
Tras afirmar que
“un país es rico, ante todo, por las personas que viven en su seno”, el Papa dijo
que “su futuro depende de cada una de ellas y de su conjunto”, así como “de su capacidad
de comprometerse por la paz”. Compromiso que “sólo será posible en una sociedad unida”,
si bien “la unidad no es uniformidad. Porque “la cohesión de la sociedad está asegurada
por el respeto constante de la dignidad de cada persona y su participación responsable
según sus capacidades, aportando lo mejor que tiene”.
También les dijo que
con el fin de asegurar el dinamismo necesario para construir y consolidar la paz,
“hay que volver incansablemente a los fundamentos del ser humano”. Y añadió que “la
dignidad del hombre es inseparable del carácter sagrado de la vida que el Creador
nos ha dado”, puesto que “en el designio de Dios, cada persona es única e irremplazable.
Viene al mundo en una familia, que es su primer lugar de humanización y, sobre todo,
la primera que educa a la paz:
(Audio) Para construir
la paz, nuestra atención debe dirigirse a la familia para facilitar su cometido, y
apoyarla, promoviendo de este modo por doquier una cultura de la vida. La eficacia
del compromiso por la paz depende de la concepción que el mundo tenga de la vida humana.
Si queremos la paz, defendamos la vida. Esta lógica no solamente descalifica la guerra
y los actos terroristas, sino también todo atentado contra la vida del ser humano,
criatura querida por Dios. La indiferencia o la negación de lo que constituye la verdadera
naturaleza del hombre impide que se respete esta gramática que es la ley natural inscrita
en el corazón humano (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 3).
Después
de recordar que “la grandeza y la razón de ser de toda persona sólo se encuentra en
Dios”, el Papa también les dijo que es necesario “unir nuestras fuerzas para desarrollar
una sana antropología que integre la unidad de la persona”. Porque sin ella, “no será
posible construir la paz verdadera”:
(Audio) Aún siendo más
evidentes en los países que sufren conflictos armados –esas guerras llenas de vanidad
y de horror-, los atentados contra la integridad y la vida de las personas existen
también en otros países. El desempleo, la pobreza, la corrupción, las distintas adicciones,
la explotación, el tráfico de todo tipo y el terrorismo comportan, además del sufrimiento
inaceptable de los que son sus víctimas, un deterioro del potencial humano. La lógica
económica y financiera quiere imponer sin cesar su yugo y hacer que prime el tener
sobre el ser. Pero la pérdida de cada vida humana es una pérdida para la humanidad
entera.
Y agregó que ésta es una gran familia de la que todos somos responsables:
(Audio)
Ciertas ideologías,
cuestionando directa o indirectamente, e incluso legalmente, el valor inalienable
de toda persona y el fundamento natural de la familia, socavan las bases de la sociedad.
Debemos ser conscientes de estos ataques contra la construcción y la armonía del vivir
juntos. Sólo una solidaridad efectiva constituye el antídoto a todo esto. Solidaridad
para rechazar lo que impide el respeto de todo ser humano, solidaridad para apoyar
las políticas y las iniciativas que actúan para unir los pueblos de modo honesto y
justo. Es grato ver los gestos de colaboración y verdadero diálogo que construyen
una nueva manera de vivir juntos. Una mejor calidad de vida y de desarrollo integral
sólo es posible compartiendo las riquezas y las competencias, respetando la identidad
de cada uno. El Santo Padre destacó que hoy, las diferencias culturales, sociales,
religiosas, deben llevar a vivir un tipo nuevo de fraternidad, donde lo que une es
justamente el común sentido de la grandeza de toda persona, y el don que representa
para ella misma, para los demás y para la humanidad, dado que “en esto se encuentra
el camino de la paz”.
(Audio) Para abrir a las
generaciones futuras un porvenir de paz, la primera tarea es la de educar en la paz,
para construir una cultura de paz. La educación, en la familia o en la escuela, debe
ser sobre todo la educación en los valores espirituales que dan a la transmisión del
saber y de las tradiciones de una cultura su sentido y su fuerza. El espíritu humano
tiene el sentido innato de la belleza, del bien y la verdad. Es el sello de lo divino,
la marca de Dios en él. De esta aspiración universal se desprende una concepción moral
sólida y justa, que pone siempre a la persona en el centro. Pero el hombre sólo puede
convertirse al bien de manera libre, ya que «la dignidad del hombre requiere, en efecto,
que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente
desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción
externa» (Gaudium et spes, 17).
Refiriéndose a la tarea de la educación,
que es la de acompañar la maduración de la capacidad de tomar opciones libres y justas,
que puedan ir a contracorriente de las opiniones dominantes, las modas, las ideologías
políticas y religiosas, el Papa dijo que “éste es el precio de la implantación de
una cultura de la paz”.
“Evidentemente –añadió–, hay que desterrar la violencia
verbal o física”, porque “es siempre un atentado contra la dignidad humana, tanto
del culpable como de la víctima”. Mientas pensamientos de paz, palabras de paz y gestos
de paz crean un clima de respeto, honestidad y cordialidad, donde las faltas y las
ofensas pueden ser reconocidas con verdad “para avanzar juntos hacia la reconciliación”.
De ahí que el Papa haya pedido a que los hombres de Estado y los responsables religiosos
reflexionen sobre ello.
(Audio) Debemos ser muy
conscientes de que el mal no es una fuerza anónima que actúa en el mundo de modo impersonal
o determinista. El mal, el demonio, pasa por la libertad humana, por el uso de nuestra
libertad. Busca un aliado, el hombre. El mal necesita de él para desarrollarse. Así,
habiendo trasgredido el primer mandamiento, el amor de Dios, trata de pervertir el
segundo, el amor al prójimo. Con él, el amor al prójimo desaparece en beneficio de
la mentira y la envidia, del odio y la muerte. Pero es posible no dejarse vencer por
el mal y vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21).
Su Santidad reafirmó
que “estamos llamados a esta conversión del corazón”. Sin la cual “las tan deseadas
‘liberaciones’ humanas defraudan, puesto que se mueven en el reducido espacio que
concede la estrechez del espíritu humano, su dureza, sus intolerancias, sus favoritismos,
sus deseos de revancha y sus pulsiones de muerte. De ahí que haya hecho hincapié en
la necesidad de “la transformación profunda del espíritu y el corazón para encontrar
una verdadera clarividencia e imparcialidad, el sentido profundo de la justicia y
el del bien común.
También les dijo que una mirada nueva y más libre hará que
sea posible analizar y cuestionar los sistemas humanos que llevan a un callejón sin
salida, con la finalidad de avanzar, teniendo en cuenta el pasado, con sus efectos
devastadores, para no volver a repetirlo. Sólo entonces podrá crecer el buen entendimiento
entre las culturas y las religiones, la consideración sin conmiseración de unos por
otros y el respeto de los derechos de cada uno:
(Audio) En El Líbano, el
cristianismo y el Islam habitan el mismo espacio desde hace siglos. No es raro ver
en la misma familia las dos religiones. Si en una misma familia es posible, ¿por qué
no lo puede ser con respecto al conjunto de la sociedad? Lo específico de Oriente
Medio se encuentra en la mezcla de diversos componentes. Es cierto que se han combatido,
desgraciadamente es así. Una sociedad plural sólo existe con el respeto recíproco,
con el deseo de conocer al otro y del diálogo continuo. Este diálogo entre los hombres
es posible únicamente siendo conscientes de que existen valores comunes a todas las
grandes culturas, porque están enraizadas en la naturaleza de la persona humana.
Estos
valores que están como subyacentes, manifiestan los rasgos auténticos y característicos
de la humanidad. Pertenecen a los derechos de todo ser humano. Con la afirmación de
su existencia, las diferentes religiones ofrecen una aportación decisiva. No olvidemos
que la libertad religiosa es el derecho fundamental del que dependen muchos otros.
Profesar y vivir libremente la propia religión, sin poner en peligro su vida y su
libertad, ha de ser posible para cualquiera. La pérdida o el debilitamiento de esta
libertad priva a la persona del derecho sagrado a una vida íntegra en el plano espiritual.
La así llamada tolerancia no elimina las discriminaciones, sino que a veces incluso
las reafirma.
Y sin la apertura a lo trascendente, que permite encontrar respuestas
a los interrogantes de su corazón sobre el sentido de la vida y la manera de vivir
moralmente, el hombre se hace incapaz de actuar con justicia y de comprometerse por
la paz. La libertad religiosa tiene una dimensión social y política indispensable
para la paz. Ella promueve una coexistencia y una vida armoniosa a causa del compromiso
común al servicio de causas nobles y de la búsqueda de la verdad que no se impone
por la violencia sino por «la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis humanae,
1), la Verdad que está en Dios. Puesto que la creencia vivida lleva invariablemente
al amor. La creencia auténtica no puede llevar a la muerte. El artífice de la paz
es humilde y justo. Los creyentes tienen hoy, por tanto, un papel esencial, el de
testimoniar la paz que viene de Dios y que es un don que se da a todos en la vida
personal, familiar, social, política y económica (cf. Mt 5,9; Heb 12,14).
No se puede consentir que el mal triunfe por la pasividad de los hombres de bien.
Sería peor que no hacer nada.
(Audio) Estas reflexiones
sobre la paz, la sociedad, la dignidad de la persona, sobre los valores de la familia
y la vida, sobre el diálogo y la solidaridad no pueden quedar como el simple enunciado
de ideas. Pueden y deben ser vividas. Estamos en el Líbano y aquí es donde han de
vivirse. El Líbano está llamado, ahora más que nunca, a ser un ejemplo. Políticos,
diplomáticos, religiosos, hombres y mujeres del mundo de la cultura, os invito, pues,
a dar testimonio con valor en vuestro entorno, a tiempo y a destiempo, de que Dios
quiere la paz, que Dios nos confía la paz. سَلامي أُعطيكُم (Mi paz
os doy) (Jn 14,27), dice Cristo. Que Dios os bendiga. Gracias!
Texto
completo del discurso del Papa Señor Presidente de la República, señoras
y señores representantes de las autoridades parlamentarias, gubernamentales, institucionales
y políticas del Líbano, señoras y señores Jefes de misión diplomática, Beatitudes,
responsables religiosos,queridos hermanos en el episcopado, señoras y señores, queridos
amigos
سَلامي أُعطيكُم (Mi paz os doy) (Jn 14,27). Con estas palabras
de Cristo, deseo saludaros y agradeceros vuestra acogida y vuestra presencia. Señor
Presidente, le agradezco no solamente sus cordiales palabras sino también por haber
permitido este encuentro. Acabo de plantar con vosotros un cedro del Líbano, símbolo
de vuestro hermoso país. Al ver este arbolito y las atenciones que necesitará para
fortalecerse y llegar a extender majestuosamente sus ramas, pienso en vuestro país
y su destino, en los libaneses y sus esperanzas, en todas las personas de esta región
del mundo que parece conocer los dolores de un alumbramiento sin fin. He pedido a
Dios que os bendiga, que bendiga al Líbano y a todos los habitantes de esta región
que ha visto nacer grandes religiones y nobles culturas. ¿Por qué ha elegido Dios
esta región? ¿Por qué vive en la turbulencia? Pienso que Dios la ha elegido para que
sirva de ejemplo, para que dé testimonio de cara al mundo de la posibilidad que tiene
el hombre de vivir concretamente su deseo de paz y reconciliación. Esta aspiración
está inscrita desde siempre en el plan de Dios, que la ha grabado en el corazón del
hombre. Me gustaría hablar con vosotros de la paz, pues Jesús ha dicho: سَلامي أُعطيكُم
(Mi paz os doy).
Un país es rico, ante todo, por las personas que viven
en su seno. Su futuro depende de cada una de ellas y de su conjunto, y de su capacidad
de comprometerse por la paz. Este compromiso sólo será posible en una sociedad unida.
Sin embargo, la unidad no es uniformidad. La cohesión de la sociedad está asegurada
por el respeto constante de la dignidad de cada persona y su participación responsable
según sus capacidades, aportando lo mejor que tiene. Con el fin de asegurar el dinamismo
necesario para construir y consolidar la paz, hay que volver incansablemente a los
fundamentos del ser humano. La dignidad del hombre es inseparable del carácter sagrado
de la vida que el Creador nos ha dado. En el designio de Dios, cada persona es única
e irremplazable. Viene al mundo en una familia, que es su primer lugar de humanización
y, sobre todo, la primera que educa a la paz. Para construir la paz, nuestra atención
debe dirigirse a la familia para facilitar su cometido, y apoyarla, promoviendo de
este modo por doquier una cultura de la vida. La eficacia del compromiso por la paz
depende de la concepción que el mundo tenga de la vida humana. Si queremos la paz,
defendamos la vida. Esta lógica no solamente descalifica la guerra y los actos terroristas,
sino también todo atentado contra la vida del ser humano, criatura querida por Dios.
La indiferencia o la negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del hombre
impide que se respete esta gramática que es la ley natural inscrita en el corazón
humano (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 3). La grandeza
y la razón de ser de toda persona sólo se encuentra en Dios. Así, el reconocimiento
incondicional de la dignidad de todo ser humano, de cada uno de nosotros, y la del
carácter sagrado de la vida, comportan la responsabilidad de todos ante Dios. Por
tanto, debemos unir nuestras fuerzas para desarrollar una sana antropología que integre
la unidad de la persona. Sin ella, no será posible construir la paz verdadera.
Aún
siendo más evidentes en los países que sufren conflictos armados –esas guerras llenas
de vanidad y de horror-, los atentados contra la integridad y la vida de las personas
existen también en otros países. El desempleo, la pobreza, la corrupción, las distintas
adicciones, la explotación, el tráfico de todo tipo y el terrorismo comportan, además
del sufrimiento inaceptable de los que son sus víctimas, un deterioro del potencial
humano. La lógica económica y financiera quiere imponer sin cesar su yugo y hacer
que prime el tener sobre el ser. Pero la pérdida de cada vida humana es una pérdida
para la humanidad entera. Ésta es una gran familia de la que todos somos responsables.
Ciertas ideologías, cuestionando directa o indirectamente, e incluso legalmente, el
valor inalienable de toda persona y el fundamento natural de la familia, socavan las
bases de la sociedad. Debemos ser conscientes de estos ataques contra la construcción
y la armonía del vivir juntos. Sólo una solidaridad efectiva constituye el
antídoto a todo esto. Solidaridad para rechazar lo que impide el respeto de todo ser
humano, solidaridad para apoyar las políticas y las iniciativas que actúan para unir
los pueblos de modo honesto y justo. Es grato ver los gestos de colaboración y verdadero
diálogo que construyen una nueva manera de vivir juntos. Una mejor calidad de vida
y de desarrollo integral sólo es posible compartiendo las riquezas y las competencias,
respetando la identidad de cada uno. Pero un modo de vida como éste, compartido, sereno
y dinámico, únicamente es posible confiando en el otro, quienquiera que sea. Hoy,
las diferencias culturales, sociales, religiosas, deben llevar a vivir un tipo nuevo
de fraternidad, donde lo que une es justamente el común sentido de la grandeza de
toda persona, y el don que representa para ella misma, para los otros y para la humanidad.
En esto se encuentra el camino de la paz. En ello reside el compromiso que se nos
pide. Ahí está la orientación que debe presidir las opciones políticas y económicas,
en cualquier nivel y a escala mundial.
Para abrir a las generaciones futuras
un porvenir de paz, la primera tarea es la de educar en la paz, para construir una
cultura de paz. La educación, en la familia o en la escuela, debe ser sobre todo la
educación en los valores espirituales que dan a la transmisión del saber y de las
tradiciones de una cultura su sentido y su fuerza. El espíritu humano tiene el sentido
innato de la belleza, del bien y la verdad. Es el sello de lo divino, la marca de
Dios en él. De esta aspiración universal se desprende una concepción moral sólida
y justa, que pone siempre a la persona en el centro. Pero el hombre sólo puede convertirse
al bien de manera libre, ya que «la dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe
según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde
dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa»
(Gaudium et spes, 17). La tarea de la educación es la de acompañar la maduración
de la capacidad de tomar opciones libres y justas, que puedan ir a contracorriente
de las opiniones dominantes, las modas, las ideologías políticas y religiosas. Éste
es el precio de la implantación de una cultura de la paz. Evidentemente, hay que desterrar
la violencia verbal o física. Ésta es siempre un atentado contra la dignidad humana,
tanto del culpable como de la víctima. Además, valorizando las obras pacíficas y su
influjo en el bien común, se aumenta también el interés por la paz. Como atestigua
la historia, tales gestas de paz tienen un papel considerable en la vida social, nacional
e internacional. La educación en la paz formará así hombres y mujeres generosos y
rectos, atentos a todos y, de modo particular, a las personas más débiles. Pensamientos
de paz, palabras de paz y gestos de paz crean una atmósfera de respeto, de honestidad
y cordialidad, donde las faltas y las ofensas pueden ser reconocidas con verdad para
avanzar juntos hacia la reconciliación. Que los hombres de Estado y los responsables
religiosos reflexionen sobre ello.
Debemos ser muy conscientes de que el mal
no es una fuerza anónima que actúa en el mundo de modo impersonal o determinista.
El mal, el demonio, pasa por la libertad humana, por el uso de nuestra libertad. Busca
un aliado, el hombre. El mal necesita de él para desarrollarse. Así, habiendo trasgredido
el primer mandamiento, el amor de Dios, trata de pervertir el segundo, el amor al
prójimo. Con él, el amor al prójimo desaparece en beneficio de la mentira y la envidia,
del odio y la muerte. Pero es posible no dejarse vencer por el mal y vencer el mal
con el bien (cf. Rm 12,21). Estamos llamados a esta conversión del corazón.
Sin ella, las tan deseadas “liberaciones” humanas defraudan, puesto que se mueven
en el reducido espacio que concede la estrechez del espíritu humano, su dureza, sus
intolerancias, sus favoritismos, sus deseos de revancha y sus pulsiones de muerte.
Se necesita la transformación profunda del espíritu y el corazón para encontrar una
verdadera clarividencia e imparcialidad, el sentido profundo de la justicia y el del
bien común. Una mirada nueva y más libre hará que sea posible analizar y poner en
cuestión los sistemas humanos que llevan a un callejón sin salida, con la finalidad
de avanzar, teniendo en cuenta el pasado, con sus efectos devastadores, para no volver
a repetirlo. Esta conversión que se requiere es exaltante, pues abre nuevas posibilidades,
al despertar los innumerables recursos que anidan en el corazón de tantos hombres
y mujeres deseosos de vivir en paz y dispuestos a comprometerse por ella. Pero es
particularmente exigente: hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias
culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fin, perdonar. Puesto que sólo el
perdón ofrecido y recibido pone los fundamentos estables de la reconciliación y la
paz para todos (cf. Rm 12,16b.18).
Sólo entonces podrá crecer el buen
entendimiento entre las culturas y las religiones, la consideración sin conmiseración
de unos por otros y el respeto de los derechos de cada uno. En el Líbano, el cristianismo
y el Islam habitan el mismo espacio desde hace siglos. No es raro ver en la misma
familia las dos religiones. Si en una misma familia es posible, ¿por qué no lo puede
ser con respecto al conjunto de la sociedad? Lo específico de Oriente Medio se encuentra
en la mezcla de diversos componentes. Es cierto que se han combatido, desgraciadamente
es así. Una sociedad plural sólo existe con el respeto recíproco, con el deseo de
conocer al otro y del diálogo continuo. Este diálogo entre los hombres es posible
únicamente siendo conscientes de que existen valores comunes a todas las grandes culturas,
porque están enraizadas en la naturaleza de la persona humana. Estos valores que están
como subyacentes, manifiestan los rasgos auténticos y característicos de la humanidad.
Pertenecen a los derechos de todo ser humano. Con la afirmación de su existencia,
las diferentes religiones ofrecen una aportación decisiva. No olvidemos que la libertad
religiosa es el derecho fundamental del que dependen muchos otros. Profesar y vivir
libremente la propia religión, sin poner en peligro su vida y su libertad, ha de ser
posible para cualquiera. La pérdida o el debilitamiento de esta libertad priva a la
persona del derecho sagrado a una vida íntegra en el plano espiritual. La así llamada
tolerancia no elimina las discriminaciones, sino que a veces incluso las reafirma.
Y sin la apertura a lo trascendente, que permite encontrar respuestas a los interrogantes
de su corazón sobre el sentido de la vida y la manera de vivir moralmente, el hombre
se hace incapaz de actuar con justicia y de comprometerse por la paz. La libertad
religiosa tiene una dimensión social y política indispensable para la paz. Ella promueve
una coexistencia y una vida armoniosa a causa del compromiso común al servicio de
causas nobles y de la búsqueda de la verdad que no se impone por la violencia sino
por «la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis humanae, 1), la Verdad que está
en Dios. Puesto que la creencia vivida lleva invariablemente al amor. La creencia
auténtica no puede llevar a la muerte. El artífice de la paz es humilde y justo. Los
creyentes tienen hoy, por tanto, un papel esencial, el de testimoniar la paz que viene
de Dios y que es un don que se da a todos en la vida personal, familiar, social, política
y económica (cf. Mt 5,9; Heb 12,14). No se puede consentir que el mal
triunfe por la pasividad de los hombres de bien. Sería peor que no hacer nada.
Estas
reflexiones sobre la paz, la sociedad, la dignidad de la persona, sobre los valores
de la familia y la vida, sobre el diálogo y la solidaridad no pueden quedar como el
simple enunciado de ideas. Pueden y deben ser vividas. Estamos en el Líbano y aquí
es donde han de vivirse. El Líbano está llamado, ahora más que nunca, a ser un ejemplo.
Políticos, diplomáticos, religiosos, hombres y mujeres del mundo de la cultura, os
invito, pues, a dar testimonio con valor en vuestro entorno, a tiempo y a destiempo,
de que Dios quiere la paz, que Dios nos confía la paz. سَلامي أُعطيكُم (Mi paz
os doy) (Jn 14,27), dice Cristo. Que Dios os bendiga. Gracias.