jesuita Guillermo Ortiz REFLEXIONES EN FRONTERA (RV).- (Audio) Hay muchos atendiendo
hoy a los enfermos. Te llama la atención porque no es algo fácil. Inmediatamente lo
relacionamos con una vocación. En realidad hay tantos -en la familia católica y fuera
de ella-, profesionales y voluntarios que hoy llevan serenidad y esperanza a los que
sufren. El Sucesor de Pedro y Obispo de Roma, en la oración con los peregrinos
el domingo 1 de julio, pidió a la Virgen María por los hermanos que viven un sufrimiento
en el cuerpo o en el espíritu. Antes de la oración, con las imágenes del padre
desesperado por la muerte de su hija y de la mujer desahuciada por los médicos, probó
renovar nuestra esperanza, afirmando que Jesús nos cura el corazón. Pero no se
olvido de los que trabajan con los enfermos. Dijo que son “una reserva de amor”. Y
explicó que la necesaria competencia profesional sola, no basta. Los que ayudan a
los enfermos necesitan “una formación del corazón”. Se los ha de guiar hacia el encuentro
con Cristo que suscita el amor y abre el corazón al otro. ¿Cómo está hoy tu corazón? Escuchemos
al Papa: “Jesús se hace atento al sufrimiento humano y nos hace pensar también en
todos aquellos que ayudan a los enfermos a llevar su cruz, en particular a los médicos,
a los agentes sanitarios y cuantos aseguran la asistencia religiosa en los nosocomios.
Ellos son “reservas de amor”, que llevan serenidad y esperanza a los que sufren. En
la Encíclica Deus caritas est observaba que, en este precioso servicio, es necesaria
ante todo la competencia profesional – esta es una primera y fundamental necesidad
– pero esta sola no basta. Se trata, en efecto, de seres humanos, que tienen necesidad
de humanidad y de la atención del corazón. “Por eso, dichos agentes, además de la
preparación profesional, necesitan también y sobre todo una ‘formación del corazón’:
se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el
amor y abra su espíritu al otro” (n. 31). Pidamos a la Virgen María que acompañe
nuestro camino de fe y nuestro empeño de amor concreto, especialmente hacia quien
tiene necesidad, mientras invocamos su materna intercesión por nuestros hermanos que
viven un sufrimiento en el cuerpo o en el espíritu.