(RV).- (Audio) Lleven el amor al
hombre de nuestro tiempo, muchas veces encerrado en su propio individualismo; sean
signo de la inmensa misericordia de Dios: palabras del discurso del Papa a la gran
familia de los Hermanos Menores franciscanos, en el marco de la visita que Benedicto
XVI realizó en el vigésimo séptimo viaje dentro de Italia este 13 de mayo a la diócesis
de Arezzo, Cortona y Sansepolcro. Su Santidad, que no pudo viajar al Monte Alverna
a causa del mal tiempo, dejó su mensaje a la comunidad franciscana evocando el paso
del Pobrecillo de Asís, San Francisco, sobre este Monte, lugar en el que recibió los
estigmas de Cristo en la Cruz. El Papa escribe que el amor de Dios y del Prójimo sigue
animando la obra preciosa de los franciscanos en su Comunidad eclesial, y por este
motivo los invita a perseverar, como su fundador, en la imitación de Cristo, para
que quienes los encuentren, encuentren a san Francisco y encontrando a san Francisco
encuentren al Señor.
Además, dirigiéndose a los jóvenes, el Sucesor de Pedro
eleva su oración para que el Señor siga enviando obreros a su viña, y lanza una apremiante
invitación vocacional recordando que “quien es llamado por Dios y tiene el valor de
donarse en la vida consagrada y en el sacerdocio ministerial, debe responder con generosidad”.
(Patricia L. Jáuregui Romero - Radio Vaticano)
DISCURSO NO
PRONUNCIADO PERO ENTREGADO A LA FAMILIA FRANCISCANA EN EL SANTURIO DEL ALVERNA (13.05.12)
Queridos
Frailes Menores, queridas hijas de la Santa Madre Clara, queridos hermanos y hermanos
¡El Señor les de la Paz!
¡Contemplar la Cruz de Cristo! Hemos subido
peregrinos hasta el Sasso Spicco del Monte Alverna donde «dos años antes de su muerte»
(Celano, Vida Primera, III, 94: FF, 484), san Francisco tuvo impresas en su cuerpo
las llagas de la gloriosa pasión de Cristo. Su camino de discípulo lo había llevado
a una unión tan profunda con el Señor hasta compartir también los signos exteriores
del supremo acto de amor de la Cruz. Un camino iniciado en San Damián ante el Crucifijo
contemplado con la mente y con el corazón. La continua meditación de la Cruz, en este
lugar santo, ha sido el camino de santificación para tantos cristianos, que, durante
ocho siglos, aquí se han arrodillado para rezar, en el silencio y en el recogimiento.
La
Cruz gloriosa de Cristo reasume los sufrimientos del mundo, pero es sobre todo signo
tangible del amor, medida de la bondad de Dios hacia el hombre. En este lugar también
nosotros estamos llamados a recuperar la dimensión sobrenatural de la vida, a elevar
los ojos de aquello que es contingente, para volver a confiarnos completamente al
Señor, con el corazón libre y en perfecto gozo, contemplando el Crucifijo para que
nos hable con su amor.
«Altissimu, onnipotente, bon Signore, Tue so’ le
laude, la gloria e l’honore et omne benedictione» “Altísimo, omnipotente, buen
Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición” (Cantico del
Hermano Sol: FF, 263). Solo dejándonos iluminar por la luz del amor de Dios, el hombre
y la naturaleza entera pueden ser rescatados, la belleza puede finalmente reflejar
el esplendor del rostro de Cristo, como la luna refleja el sol. Brotando de la Cruz
gloriosa, la Sangre del Crucificado vuelve a vivificar los huesos áridos del Adán
que está en nosotros, para que cada uno rencuentre el gozo de encaminarse hacia la
santidad, de subir hacia lo alto, hacia Dios. Desde este lugar bendito, me uno a la
oración de todos los franciscanos y las franciscanas de la tierra: «Te adoramos, Santísimo
Señor Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos,
pues por tu santa cruz haz redimido al mundo».
¡Embelesados por el amor
de Cristo! No se sube al Alverna sin dejarse guiar por la oración de san Francisco,
el absorbeat, que reza: «Te suplico, Señor, que la fuerza abrasadora y meliflua
de tu amor absorba de tal modo mi mente que la separe de todas las cosas que hay
debajo del cielo, para que yo muera por amor de tu amor, ya que por amor de mi amor,
tú te dignaste morir» (Oración “absorbeat”, 1: FF, 277). La contemplación del
Crucifijo es obra de la mente, pero no logra librarse en alto sin el soporte, sin
la fuerza del amor. En este mismo lugar, Fray Buenaventura de Bagnoregio, insigne
hijo de san Francisco, proyectó su Itinerarium mentis in Deum (Itinerario
de la mente hacia Dios), indicándonos el camino que hay que recorrer para caminar
hacia las cumbres donde se puede encontrar a Dios. Este gran Doctor de la Iglesia
nos comunica su misma experiencia, invitándonos a la oración. En primer lugar la mente
va dirigida a la Pasión del Señor, porque es el sacrificio de la Cruz el que cancela
nuestro pecado, una falta que puede ser colmada solo con el amor de Dios: «Por eso
–escribe él- primeramente invito al lector al gemido de la oración por medio de
Cristo crucificado, cuya sangre nos lava las manchas de los pecados» (Itinerario de
la mente hacia Dios, Prol. 4). Pero, para tener eficacia, nuestra oración necesita
de las lágrimas, es decir de la participación interior, de nuestro amor que responda
al amor de Dios. Y luego es necesaria aquella admiratio, (admiración), que
san Buenaventura ve en los humildes del Evangelio, capaces del estupor ante la obra
salvífica de Cristo. Y es justamente la humildad la puerta de cada virtud. No es en
efecto con el orgullo intelectual de la búsqueda cerrada en sí misma que es posible
alcanzar a Dios, sino con la humildad, según una célebre expresión de san Buenaventura:
«[el hombre] no piense que le basta la lectura sin la unción, la especulación sin
la devoción, la búsqueda sin la admiración, la consideración sin la alegría, la diligencia
sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio
sin la gracia divina, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada» (Ibíd.).
La
contemplación del Crucifijo tiene una extraordinaria eficacia, porque nos hace pasar
del orden de las cosas pensadas, a la experiencia vivida; de la salvación esperada
a la Patria bendita. San Buenaventura afirma: «Quien mira, convirtiendo a él, [el
Crucifijo] … celebra con Él la pascua, es decir, el tránsito» (ibíd., VII, 2). Este
es el corazón de la experiencia del Alverna, de la experiencia que aquí tuvo el Pobrecillo
de Asís. En este Sagrado Monte, san Francisco vive en si mismo la profunda unidad
entre discipulado, imitación y conformación a Cristo. Y así nos dice también que no
basta declararse cristianos para ser cristianos, y tampoco buscar cumplir las obras
de bien. Es necesario sujetarse a Jesús, con un lento, progresivo compromiso de transformación
del propio ser, a imagen del Señor, para que, por la gracia divina, cada miembro del
Cuerpo de Él, que es la Iglesia, muestre la necesaria semejanza con la Cabeza, Cristo
Señor. Y también en este camino se parte – como nos enseñan los maestros medievales
sobre el gran Agustín - del conocimiento de sí mismo, de la humildad de mirar con
sinceridad en lo íntimo de sí mismo.
¡Llevar el amor de Cristo! Cuantos
peregrinos han subido y suben a este Sagrado Monte para contemplar el Amor de Dios
crucificado y dejarse arrebatar por Él. Cuántos peregrinos han subido a la búsqueda
de Dios, que es la verdadera razón por la cual la Iglesia existe: ser puente entre
Dios y el hombre. Y aquí los encuentran también a ustedes, hijos e hijas de san Francisco.
Recuerden siempre que la vida consagrada tiene la específica tarea de rendir testimonio,
con la palabra y con el ejemplo de una vida según los consejos evangélicos, la fascinante
historia de amor entre Dios y la humanidad, que atraviesa la historia.
El medioevo
franciscano ha dejado una huella imborrable en esta su Iglesia aretina. Los repetidos
pasajes del Pobrecillo de Asís y su persistir en este territorio son un tesoro precioso.
Único y fundamental fue lo sucedido en el Monte Alverna, por la singularidad de los
estigmas impresos en el cuerpo del seráfico Padre Francisco, pero también la historia
colectiva de sus hermanos y de la gente, que redescubre todavía, en el Sasso Spicco,
la centralidad de Cristo en la vida del creyente. Montauto de Anghiari, Las
Celdas de Cortona, la Ermita de Montecasale, y de Cerbaiolo, pero también otros lugares
menores del franciscanismo toscano, siguen marcando la identidad de la Comunidad aretina,
cortonesa y biturgense.
Tantas luces han iluminado estas tierra, como santa
Margarita de Cortona, figura poco conocida de penitencia franciscana, capaz de revivir
en sí misma con extraordinaria vivacidad el carisma del Pobrecillo de Asís, uniendo
la contemplación del Crucifijo con la caridad hacia los últimos. El amor de Dios y
al Prójimo sigue animando la obra preciosa de los franciscanos en su Comunidad eclesial.
La profesión de los consejos evangélicos es una vía maestra para vivir la caridad
de Cristo. En este lugar bendito, pido al Señor que siga enviando obreros a su viña
y, sobre todo a los jóvenes, dirijo la apremiante invitación, para que quien sea llamado
por Dios responda con generosidad y tenga el valor de donarse en la vida consagrada
y en el sacerdocio ministerial.
Me hice peregrino en el Alverna, como Sucesor
de Pedro, y quisiera que cada uno de nosotros nuevamente escuchara la pregunta de
Jesús a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?... Apacienta mis corderos»
(Jn 21,15). El amor por Cristo está a la base de la vida del pastor, como también
de aquella del consagrado; un amor que no tiene miedo del compromiso y de la fatiga.
Lleven este amor al hombre de nuestro tiempo, muchas veces encerrado en su propio
individualismo; sean signo de la inmensa misericordia de Dios. La piedad sacerdotal
enseña a los sacerdotes a vivir aquello que se celebra, a gastar la propia vida por
quien encontramos: en el compartir el dolor, en la atención a los problemas, en el
acompañar el camino de la fe.
Gracias al Ministro General José Rodríguez Carballo
por sus palabras, a la entera Familia franciscana y a todos ustedes. Perseveren, como
su Santo Padre en la imitación de Cristo, para que quien los encuentre, encuentre
a san Francisco y encontrando a san Francisco encuentre al Señor. (Traducción: Patricia
L. Jáuregui Romero)