(RV).- Alrededor de las cinco y media de la tarde, hora local, el Santo Padre Benedicto
XVI celebró la esperada Misa con motivo de los 400 años del hallazgo de la Virgen
de la Caridad del Cobre, en la Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba.
En
su homilía, el Papa comenzó dando gracias a Dios que le ha permitido realizar este
viaje tan deseado. Y al saludar a Monseñor Dionisio García Ibáñez, Arzobispo de Santiago
de Cuba, le agradeció sus amables palabras de acogida en nombre de todos; al igual
a los obispos cubanos y a los venidos de otros lugares, así como a los sacerdotes,
religiosos, seminaristas y fieles laicos presentes en esta celebración. “No puedo
olvidar –dijo– a los que por enfermedad, avanzada edad u otros motivos, no han podido
estar aquí con nosotros”. Y saludo asimismo a las autoridades que han querido gentilmente
acompañarlos:
Esta santa Misa, que tengo la alegría de presidir por primera
vez en mi visita pastoral a este país, se inserta en el contexto del Año Jubilar mariano,
convocado para honrar y venerar a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba,
en el cuatrocientos aniversario del hallazgo y presencia de su venerada imagen en
estas tierras benditas. No ignoro el sacrificio y dedicación con que se ha preparado
este jubileo, especialmente en lo espiritual. Me ha llenado de emoción conocer el
fervor con el que María ha sido saludada e invocada por tantos cubanos, en su peregrinación
por todos los rincones y lugares de la Isla.
El Santo Padre afirmó que
estos acontecimientos importantes de la Iglesia en Cuba se ven iluminados con inusitado
resplandor por la fiesta que hoy celebra la Iglesia universal: la anunciación del
Señor a la Virgen María. Y recordó que, en efecto, “la encarnación del Hijo de Dios
es el misterio central de la fe cristiana, y en él, María ocupa un puesto de primer
orden”, porque sólo cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra», a partir de ese momento el Verbo eterno del
Padre comenzó su existencia humana en el tiempo:
Resulta conmovedor ver
cómo Dios no sólo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla. Y vemos
también cómo el comienzo de la existencia terrena del Hijo de Dios está marcado por
un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el de Cristo y el de María. Esta
obediencia a Dios es la que abre las puertas del mundo a la verdad, a la salvación.
En efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme
a su voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de
nuestro ser, mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita
en el vacío.
Tras afirmar que “la obediencia en la fe es la verdadera
libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en su esfuerzo
por conformarse a la voluntad del Padre, el Papa prosiguió diciendo:
Queridos
hermanos, hoy alabamos a la Virgen Santísima por su fe y con santa Isabel le decimos
también nosotros: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45). Como dice san Agustín,
María concibió antes a Cristo por la fe en su corazón que físicamente en su vientre;
María creyó y se cumplió en ella lo que creía (cf. Sermón 215, 4: PL 38,1074). Pidamos
nosotros al Señor que nos aumente la fe, que la haga activa y fecunda en el amor.
Pidámosle que sepamos como ella acoger en nuestro corazón la palabra de Dios y llevarla
a la práctica con docilidad y constancia.
De la Virgen María, Benedicto
XVI recordó que por su papel insustituible en el misterio de Cristo, representa la
imagen y el modelo de la Iglesia. Y dijo a los queridos hermanos que participaron
en esta celebración que sabe “con cuánto esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada
día para que, en las circunstancias concretas de su País, y en este tiempo de la historia,
la Iglesia refleje cada vez más su verdadero rostro como lugar en el que Dios se acerca
y encuentra con los hombres”.
Les aliento en su tarea de sembrar el mundo
con la Palabra de Dios y de ofrecer a todos el alimento verdadero del cuerpo de Cristo.
Cercana ya la Pascua, decidámonos sin miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino
hacia la cruz. Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con
la convicción de que, en su resurrección, él ha derrotado el poder del mal que todo
lo oscurece, y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de Dios, de la luz, de la
verdad y la alegría. El Señor no dejará de bendecir con frutos abundantes la generosidad
de su entrega.
Refiriéndose al misterio de la encarnación, en el que Dios
se hace cercano a nosotros, el Pontífice afirmó que nos muestra también la dignidad
incomparable de toda vida humana. Por eso, en su proyecto de amor, desde la creación,
Dios ha encomendado a la familia fundada en el matrimonio la altísima misión de ser
célula fundamental de la sociedad y verdadera Iglesia doméstica. Con esta certeza,
dirigiéndose a los queridos esposos, el Papa les recordó que “han de ser, de modo
especial para sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia”.
Porque como afirmó, “Cuba tiene necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad,
de su capacidad de acoger la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada”.
Y concluyó con las siguientes palabras:
Queridos hermanos, ante
la mirada de la Virgen de la Caridad del Cobre, deseo hacer un llamado para que den
nuevo vigor a su fe, para que vivan de Cristo y para Cristo, y con las armas de la
paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada,
una sociedad mejor, más digna del hombre, que refleje más la bondad de Dios. Amén
(MFB-RV)
Texto y audio completo de la Homilía de Benedicto XVI
(Audio)
Queridos
hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios que me ha permitido venir hasta
ustedes y realizar este tan deseado viaje. Saludo a Monseñor Dionisio García Ibáñez,
Arzobispo de Santiago de Cuba, agradeciéndole sus amables palabras de acogida en nombre
de todos; saludo asimismo a los obispos cubanos y a los venidos de otros lugares,
así como a los sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles laicos presentes en esta
celebración. No puedo olvidar a los que por enfermedad, avanzada edad u otros motivos,
no han podido estar aquí con nosotros. Saludo también a las autoridades que han querido
gentilmente acompañarnos.
Esta santa Misa, que tengo la alegría de
presidir por primera vez en mi visita pastoral a este país, se inserta en el contexto
del Año Jubilar mariano, convocado para honrar y venerar a la Virgen de la Caridad
del Cobre, patrona de Cuba, en el cuatrocientos aniversario del hallazgo y presencia
de su venerada imagen en estas tierras benditas. No ignoro el sacrificio y dedicación
con que se ha preparado este jubileo, especialmente en lo espiritual. Me ha llenado
de emoción conocer el fervor con el que María ha sido saludada e invocada por tantos
cubanos, en su peregrinación por todos los rincones y lugares de la Isla.
Estos
acontecimientos importantes de la Iglesia en Cuba se ven iluminados con inusitado
resplandor por la fiesta que hoy celebra la Iglesia universal: la anunciación del
Señor a la Virgen María. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios es el misterio
central de la fe cristiana, y en él, María ocupa un puesto de primer orden. Pero,
¿cuál es el significado de este misterio? Y, ¿cuál es la importancia que tiene para
nuestra vida concreta?
Veamos ante todo qué significa la encarnación.
En el evangelio de san Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso
el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el Hijo de Dios
se hace hombre, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Mirad, la virgen está encinta
y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”»
(Is 7,14). Sí, Jesús, el Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido
a habitar entre nosotros y a compartir nuestra misma condición humana. El apóstol
san Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre
nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más
concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra
historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración
del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando
Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre,
frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para
la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así
hizo María como primicia de los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.
Por
eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar de dirigir a ella
nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y amor al ver cómo nuestro Dios,
al entrar en el mundo, ha querido contar con el consentimiento libre de una criatura
suya. Sólo cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase
en mí según tu palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre
comenzó su existencia humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver cómo Dios no sólo
respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla. Y vemos también cómo el comienzo
de la existencia terrena del Hijo de Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad
salvífica del Padre, el de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que
abre las puertas del mundo a la verdad, a la salvación. En efecto, Dios nos ha creado
como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su voluntad es el camino
para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser, mientras que apartarse
de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita en el vacío. La obediencia en
la fe es la verdadera libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al
amor de Jesús en su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención
es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad
divina (cf. Lectio divina con los seminaristas de Roma, 18 febrero 2010).
Queridos
hermanos, hoy alabamos a la Virgen Santísima por su fe y con santa Isabel le decimos
también nosotros: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45). Como dice san Agustín,
María concibió antes a Cristo por la fe en su corazón que físicamente en su vientre;
María creyó y se cumplió en ella lo que creía (cf. Sermón 215, 4: PL 38,1074). Pidamos
nosotros al Señor que nos aumente la fe, que la haga activa y fecunda en el amor.
Pidámosle que sepamos como ella acoger en nuestro corazón la palabra de Dios y llevarla
a la práctica con docilidad y constancia.
La Virgen María, por su papel
insustituible en el misterio de Cristo, representa la imagen y el modelo de la Iglesia.
También la Iglesia, al igual que hizo la Madre de Cristo, está llamada a acoger en
sí el misterio de Dios que viene a habitar en ella. Queridos hermanos, sé con cuánto
esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada día para que, en las circunstancias concretas
de su País, y en este tiempo de la historia, la Iglesia refleje cada vez más su verdadero
rostro como lugar en el que Dios se acerca y encuentra con los hombres. La Iglesia,
cuerpo vivo de Cristo, tiene la misión de prolongar en la tierra la presencia salvífica
de Dios, de abrir el mundo a algo más grande que sí mismo, al amor y la luz de Dios.
Vale la pena, queridos hermanos, dedicar toda la vida a Cristo, crecer cada día en
su amistad y sentirse llamado a anunciar la belleza y bondad de su vida a todos los
hombres, nuestros hermanos. Les aliento en su tarea de sembrar el mundo con la Palabra
de Dios y de ofrecer a todos el alimento verdadero del cuerpo de Cristo. Cercana ya
la Pascua, decidámonos sin miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino hacia
la cruz. Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con la convicción
de que, en su resurrección, él ha derrotado el poder del mal que todo lo oscurece,
y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de Dios, de la luz, de la verdad y la
alegría. El Señor no dejará de bendecir con frutos abundantes la generosidad de su
entrega.
El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano
a nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida humana. Por
eso, en su proyecto de amor, desde la creación, Dios ha encomendado a la familia fundada
en el matrimonio la altísima misión de ser célula fundamental de la sociedad y verdadera
Iglesia doméstica. Con esta certeza, ustedes, queridos esposos, han de ser, de modo
especial para sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia. Cuba
tiene necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad, de su capacidad de acoger
la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada.
Queridos
hermanos, ante la mirada de la Virgen de la Caridad del Cobre, deseo hacer un llamado
para que den nuevo vigor a su fe, para que vivan de Cristo y para Cristo, y con las
armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta
y renovada, una sociedad mejor, más digna del hombre, que refleje más la bondad de
Dios. Amén.