(RV).- Se hizo público el Mensaje de Benedicto XVI para la XXVII Jornada Mundial de
la Juventud, que se celebrará, a nivel diocesano, el próximo 1° de abril, Domingo
de Ramos, con el título de «¡Alegraos siempre en el Señor!» (Flp 4, 4).
En
su Mensaje, firmado en el Vaticano el pasado 15 de marzo, el Papa se dirige a los
queridos jóvenes de mundo recordando, ante todo, el encuentro de Madrid del pasado
mes de agosto, que está muy presente en su corazón. Puesto que como afirma el Santo
Padre “ha sido un momento extraordinario de gracia, durante el cual el Señor ha bendecido
a los jóvenes allí presentes, venidos del mundo entero”. De ahí que el Pontífice dé
gracias a Dios por los muchos frutos que ha suscitado en aquellas jornadas y que en
el futuro seguirán multiplicándose entre los jóvenes y las comunidades a las que pertenecen.
“Ahora –prosigue el Obispo de Roma– nos estamos dirigiendo ya hacia la próxima
cita en Río de Janeiro en el año 2013, que tendrá como tema «¡Id y haced discípulos
a todos los pueblos!» (Cf. Mt 28, 19). Mientras de este año, el Santo padre
destaca el tema de esta Jornada Mundial basada en la exhortación de la Carta del apóstol
san Pablo a los Filipenses: «¡Alegraos siempre en el Señor!» (4, 4). Y explica que,
en efecto, la alegría es un elemento central de la experiencia cristiana. A la vez
que añade que también experimentamos en cada Jornada Mundial de la Juventud una alegría
intensa, la alegría de la comunión, la alegría de ser cristianos, la alegría de la
fe. “Esta es una de las características de estos encuentros”, donde “vemos la fuerza
atrayente que ella tiene: en un mundo marcado a menudo por la tristeza y la inquietud,
la alegría es un testimonio importante de la belleza y fiabilidad de la fe cristiana”.
A
modo de síntesis, en este mensaje dirigido a los jóvenes de todo el mundo, el Papa
profundiza diversos conceptos, entre los cuales: que “nuestro corazón está hecho para
la alegría”; que “Dios es la fuente de la verdadera alegría” y que hay que “conservar
en el corazón la alegría cristiana”. También alude a “la alegría del amor”; “la alegría
de la conversión”; “la alegría en las pruebas” y a los “testigos de la alegría”. Y
concluye pidiendo a la Virgen María que los acompañe en este camino.
“Ella
–recuerda el Santo Padre– acogió al Señor dentro de sí y lo anunció con un canto de
alabanza y alegría, el Magníficat”. De este modo, “María respondió plenamente
al amor de Dios dedicando a Él su vida en un servicio humilde y total”. Por eso agrega
Benedicto XVI, “es llamada ‘causa de nuestra alegría’, porque nos ha dado a Jesús”.
Y pide que Ella introduzca a los jóvenes del mundo en aquella alegría que nadie les
“podrá quitar”. (María Fernanda Bernasconi – RV).
Sigue el texto
completo del Mensaje del Santo Padre para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud:
«¡Alegraos
siempre en el Señor!» (Flp 4, 4)
Queridos jóvenes:
Me alegro
de dirigirme de nuevo a vosotros con ocasión de la XXVII Jornada Mundial de la Juventud.
El recuerdo del encuentro de Madrid el pasado mes de agosto sigue muy presente en
mi corazón. Ha sido un momento extraordinario de gracia, durante el cual el Señor
ha bendecido a los jóvenes allí presentes, venidos del mundo entero. Doy gracias a
Dios por los muchos frutos que ha suscitado en aquellas jornadas y que en el futuro
seguirán multiplicándose entre los jóvenes y las comunidades a las que pertenecen.
Ahora nos estamos dirigiendo ya hacia la próxima cita en Río de Janeiro en el año
2013, que tendrá como tema «¡Id y haced discípulos a todos los pueblos!» (Cf. Mt
28,19).
Este año, el tema de la Jornada Mundial de la Juventud nos lo da la
exhortación de la Carta del apóstol san Pablo a los Filipenses: «¡Alegraos siempre
en el Señor!» (4,4). En efecto, La alegría es un elemento central de la experiencia
cristiana. También experimentamos en cada Jornada Mundial de la Juventud una alegría
intensa, la alegría de la comunión, la alegría de ser cristianos, la alegría de la
fe. Esta es una de las características de estos encuentros. Vemos la fuerza atrayente
que ella tiene: en un mundo marcado a menudo por la tristeza y la inquietud, la alegría
es un testimonio importante de la belleza y fiabilidad de la fe cristiana.
La
Iglesia tiene la vocación de llevar la alegría al mundo, una alegría auténtica y duradera,
aquella que los ángeles anunciaron a los pastores de Belén en la noche del nacimiento
de Jesús (Cf. Lc 2,10). Dios no sólo ha hablado, no sólo ha cumplido signos
prodigiosos en la historia de la humanidad, sino que se ha hecho tan cercano que ha
llegado a hacerse uno de nosotros, recorriendo las etapas de la vida entera del hombre.
En el difícil contexto actual, muchos jóvenes en vuestro entorno tienen una inmensa
necesidad de sentir que el mensaje cristiano es un mensaje de alegría y esperanza.
Quisiera reflexionar ahora con vosotros sobre esta alegría, sobre los caminos para
encontrarla, para que podáis vivirla cada vez con mayor profundidad y ser mensajeros
de ella entre los que os rodean.
1. Nuestro corazón está hecho para la alegría La
aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo del ser humano. Más allá de
las satisfacciones inmediatas y pasajeras, nuestro corazón busca la alegría profunda,
plena y perdurable, que pueda dar «sabor» a la existencia. Y esto vale sobre todo
para vosotros, porque la juventud es un período de un continuo descubrimiento de la
vida, del mundo, de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro,
donde se manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y
de verdad; donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos. Cada día
el Señor nos ofrece tantas alegrías sencillas: la alegría de vivir, la alegría ante
la belleza de la naturaleza, la alegría de un trabajo bien hecho, la alegría del servicio,
la alegría del amor sincero y puro. Y si miramos con atención, existen tantos motivos
para la alegría: los hermosos momentos de la vida familiar, la amistad compartida,
el descubrimiento de las propias capacidades personales y la consecución de buenos
resultados, el aprecio que otros nos tienen, la posibilidad de expresarse y sentirse
comprendidos, la sensación de ser útiles para el prójimo. Y, además, la adquisición
de nuevos conocimientos mediante los estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones
a través de viajes y encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro.
También pueden producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer una
obra literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e interpretar la
música o ver una película.
Pero cada día hay tantas dificultades con las que
nos encontramos en nuestro corazón, tenemos tantas preocupaciones por el futuro, que
nos podemos preguntar si la alegría plena y duradera a la cual aspiramos no es quizá
una ilusión y una huída de la realidad. Hay muchos jóvenes que se preguntan: ¿es verdaderamente
posible hoy en día la alegría plena? Esta búsqueda sigue varios caminos, algunos de
los cuales se manifiestan como erróneos, o por lo menos peligrosos. Pero, ¿cómo podemos
distinguir las alegrías verdaderamente duraderas de los placeres inmediatos y engañosos?
¿Cómo podemos encontrar en la vida la verdadera alegría, aquella que dura y no nos
abandona ni en los momentos más difíciles?
2. Dios es la fuente de la verdadera
alegría En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del día
a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no lo parezca a primera
vista, porque Dios es comunión de amor eterno, es alegría infinita que no se encierra
en sí misma, sino que se difunde en aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha
creado a su imagen por amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos
de su presencia y su gracia. Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina
y eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra vida
está en el ser aceptados, acogidos y amados por Él, y no con una acogida frágil como
puede ser la humana, sino con una acogida incondicional como lo es la divina: yo soy
amado, tengo un puesto en el mundo y en la historia, soy amado personalmente por Dios.
Y si Dios me acepta, me ama y estoy seguro de ello, entonces sabré con claridad y
certeza que es bueno que yo sea, que exista. Este amor infinito de Dios para con
cada uno de nosotros se manifiesta de modo pleno en Jesucristo.
En Él se encuentra
la alegría que buscamos. En el Evangelio vemos cómo los hechos que marcan el inicio
de la vida de Jesús se caracterizan por la alegría. Cuando el arcángel Gabriel anuncia
a la Virgen María que será madre del Salvador, comienza con esta palabra: «¡Alégrate!»
(Lc 1, 28). En el nacimiento de Jesús, el Ángel del Señor dice a los pastores:
«Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en
la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 11).
Y los Magos que buscaban al niño, «al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría»
(Mt 2, 10). El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios,
que se ha hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía
a los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos.
Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca» (Flp 4, 4-5).
La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me ama.
En
efecto, el encuentro con Jesús produce siempre una gran alegría interior. Lo podemos
ver en muchos episodios de los Evangelios. Recordemos la visita de Jesús a Zaqueo,
un recaudador de impuestos deshonesto, un pecador público, a quien Jesús dice: «Es
necesario que hoy me quede en tu casa». Y san Lucas dice que Zaqueo «lo recibió muy
contento» (Lc 19, 5-6). Es la alegría del encuentro con el Señor; es sentir
el amor de Dios que puede transformar toda la existencia y traer la salvación. Zaqueo
decide cambiar de vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres.
En la hora
de la pasión de Jesús, este amor se manifiesta con toda su fuerza. Él, en los últimos
momentos de su vida terrena, en la cena con sus amigos, dice: «Como el Padre me ha
amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor… Os he hablado de esto para que mi
alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15, 9.11).
Jesús quiere introducir a sus discípulos y a cada uno de nosotros en la alegría plena,
la que Él comparte con el Padre, para que el amor con que el Padre le ama esté en
nosotros (Cf. Jn 17, 26). La alegría cristiana es abrirse a este amor de Dios
y pertenecer a Él.
Los Evangelios relatan que María Magdalena y otras mujeres
fueron a visitar el sepulcro donde habían puesto a Jesús después de su muerte y recibieron
de un Ángel una noticia desconcertante, la de su resurrección. Entonces, así escribe
el Evangelista, abandonaron el sepulcro a toda prisa, «llenas de miedo y de alegría»,
y corrieron a anunciar la feliz noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro
y dijo: «Alegraos» (Mt 28, 8-9). Es la alegría de la salvación que se les ofrece:
Cristo es el viviente, es el que ha vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está
presente en medio de nosotros como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (Cf.
Mt 28, 21). El mal no tiene la última palabra sobre nuestra vida, sino que
la fe en Cristo Salvador nos dice que el amor de Dios es el que vence.
Esta
profunda alegría es fruto del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios, capaces de
vivir y gustar su bondad, de dirigirnos a Él con la expresión «Abba», Padre (Cf. Rm
8,15). La alegría es signo de su presencia y su acción en nosotros.
3. Conservar
en el corazón la alegría cristiana Aquí nos preguntamos: ¿Cómo podemos recibir
y conservar este don de la alegría profunda, de la alegría espiritual?
Un Salmo
dice: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón» (Sal 37,
4). Jesús explica que «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el
campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender
todo lo que tiene y compra el campo» (Mt 13, 44). Encontrar y conservar la
alegría espiritual surge del encuentro con el Señor, que pide que le sigamos, que
nos decidamos con determinación, poniendo toda nuestra confianza en Él. Queridos jóvenes,
no tengáis miedo de arriesgar vuestra vida abriéndola a Jesucristo y su Evangelio;
es el camino para tener la paz y la verdadera felicidad dentro de nosotros mismos,
es el camino para la verdadera realización de nuestra existencia de hijos de Dios,
creados a su imagen y semejanza.
Buscar la alegría en el Señor: la alegría
es fruto de la fe, es reconocer cada día su presencia, su amistad: «El Señor está
cerca» (Flp 4, 5); es volver a poner nuestra confianza en Él, es crecer en
su conocimiento y en su amor. El «Año de la Fe», que iniciaremos dentro de pocos meses,
nos ayudará y estimulará. Queridos amigos, aprended a ver cómo actúa Dios en vuestras
vidas, descubridlo oculto en el corazón de los acontecimientos de cada día. Creed
que Él es siempre fiel a la alianza que ha sellado con vosotros el día de vuestro
Bautismo. Sabed que jamás os abandonará. Dirigid a menudo vuestra mirada hacia Él.
En la cruz entregó su vida porque os ama. La contemplación de un amor tan grande da
a nuestros corazones una esperanza y una alegría que nada puede destruir. Un cristiano
nunca puede estar triste porque ha encontrado a Cristo, que ha dado la vida por él.
Buscar
al Señor, encontrarlo, significa también acoger su Palabra, que es alegría para el
corazón. El profeta Jeremías escribe: «Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus
palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (Jr 15, 16). Aprended
a leer y meditar la Sagrada Escritura; allí encontraréis una respuesta a las preguntas
más profundas sobre la verdad que anida en vuestro corazón y vuestra mente. La Palabra
de Dios hace que descubramos las maravillas que Dios ha obrado en la historia del
hombre y que, llenos de alegría, proclamemos en alabanza y adoración: «Venid, aclamemos
al Señor… postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro» (Sal
95, 1.6).
La Liturgia en particular, es el lugar por excelencia donde se manifiesta
la alegría que la Iglesia recibe del Señor y transmite al mundo. Cada domingo, en
la Eucaristía, las comunidades cristianas celebran el Misterio central de la salvación:
la muerte y resurrección de Cristo. Este es un momento fundamental para el camino
de cada discípulo del Señor, donde se hace presente su sacrificio de amor; es el día
en el que encontramos al Cristo Resucitado, escuchamos su Palabra, nos alimentamos
de su Cuerpo y su Sangre. Un Salmo afirma: «Este es el día que hizo el Señor: sea
nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118, 24). En la noche de Pascua, la Iglesia
canta el Exultet, expresión de alegría por la victoria de Jesucristo sobre
el pecado y la muerte: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de
tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». La
alegría cristiana nace del saberse amados por un Dios que se ha hecho hombre, que
ha dado su vida por nosotros y ha vencido el mal y la muerte; es vivir por amor a
él. Santa Teresa del Niño Jesús, joven carmelita, escribió: «Jesús, mi alegría es
amarte a ti» (Poesía 45/7).
4. La alegría del amor Queridos amigos, la alegría
está íntimamente unida al amor; ambos son frutos inseparables del Espíritu Santo (Cf.
Ga 5, 23). El amor produce alegría, y la alegría es una forma del amor. La
beata Madre Teresa de Calcuta, recordando las palabras de Jesús: «hay más dicha en
dar que en recibir» (Hch 20, 35), decía: «La alegría es una red de amor para
capturar las almas. Dios ama al que da con alegría. Y quien da con alegría da más».
El siervo de Dios Pablo VI escribió: «En el mismo Dios, todo es alegría porque todo
es un don» (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 mayo 1975).
Pensando en los
diferentes ámbitos de vuestra vida, quisiera deciros que amar significa constancia,
fidelidad, tener fe en los compromisos. Y esto, en primer lugar, con las amistades.
Nuestros amigos esperan que seamos sinceros, leales, fieles, porque el verdadero amor
es perseverante también y sobre todo en las dificultades. Y lo mismo vale para el
trabajo, los estudios y los servicios que desempeñáis. La fidelidad y la perseverancia
en el bien llevan a la alegría, aunque ésta no sea siempre inmediata.
Para
entrar en la alegría del amor, estamos llamados también a ser generosos, a no conformarnos
con dar el mínimo, sino a comprometernos a fondo, con una atención especial por los
más necesitados. El mundo necesita hombres y mujeres competentes y generosos, que
se pongan al servicio del bien común. Esforzaos por estudiar con seriedad; cultivad
vuestros talentos y ponedlos desde ahora al servicio del prójimo. Buscad el modo de
contribuir, allí donde estéis, a que la sociedad sea más justa y humana. Que toda
vuestra vida esté impulsada por el espíritu de servicio, y no por la búsqueda del
poder, del éxito material y del dinero.
A propósito de generosidad, tengo que
mencionar una alegría especial; es la que se siente cuando se responde a la vocación
de entregar toda la vida al Señor. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de la llamada
de Cristo a la vida religiosa, monástica, misionera o al sacerdocio. Tened la certeza
de que colma de alegría a los que, dedicándole la vida desde esta perspectiva, responden
a su invitación a dejar todo para quedarse con Él y dedicarse con todo el corazón
al servicio de los demás. Del mismo modo, es grande la alegría que Él regala al hombre
y a la mujer que se donan totalmente el uno al otro en el matrimonio para formar una
familia y convertirse en signo del amor de Cristo por su Iglesia.
Quisiera
mencionar un tercer elemento para entrar en la alegría del amor: hacer que crezca
en vuestra vida y en la vida de vuestras comunidades la comunión fraterna. Hay vínculo
estrecho entre la comunión y la alegría. No en vano san Pablo escribía su exhortación
en plural; es decir, no se dirige a cada uno en singular, sino que afirma: «Alegraos
siempre en el Señor» (Flp 4, 4). Sólo juntos, viviendo en comunión fraterna,
podemos experimentar esta alegría. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe
así la primera comunidad cristiana: «Partían el pan en las casas y tomaban el alimento
con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46). Empleaos también vosotros
a fondo para que las comunidades cristianas puedan ser lugares privilegiados en que
se comparta, se atienda y cuiden unos a otros.
5. La alegría de la conversión Queridos
amigos, para vivir la verdadera alegría también hay que identificar las tentaciones
que la alejan. La cultura actual lleva a menudo a buscar metas, realizaciones y placeres
inmediatos, favoreciendo más la inconstancia que la perseverancia en el esfuerzo y
la fidelidad a los compromisos. Los mensajes que recibís empujar a entrar en la lógica
del consumo, prometiendo una felicidad artificial. La experiencia enseña que el poseer
no coincide con la alegría. Hay tantas personas que, a pesar de tener bienes materiales
en abundancia, a menudo están oprimidas por la desesperación, la tristeza y sienten
un vacío en la vida. Para permanecer en la alegría, estamos llamados a vivir en el
amor y la verdad, a vivir en Dios.
La voluntad de Dios es que nosotros seamos
felices. Por ello nos ha dado las indicaciones concretas para nuestro camino: los
Mandamientos. Cumpliéndolos encontramos el camino de la vida y de la felicidad. Aunque
a primera vista puedan parecer un conjunto de prohibiciones, casi un obstáculo a la
libertad, si los meditamos más atentamente a la luz del Mensaje de Cristo, representan
un conjunto de reglas de vida, esenciales y valiosas, que conducen a una existencia
feliz, realizada según el proyecto de Dios. Cuántas veces, en cambio, constatamos
que construir ignorando a Dios y su voluntad nos lleva a la desilusión, la tristeza
y al sentimiento de derrota. La experiencia del pecado como rechazo a seguirle, como
ofensa a su amistad, ensombrece nuestro corazón.
Pero aunque a veces el camino
cristiano no es fácil y el compromiso de fidelidad al amor del Señor encuentra obstáculos
o registra caídas, Dios, en su misericordia, no nos abandona, sino que nos ofrece
siempre la posibilidad de volver a Él, de reconciliarnos con Él, de experimentar la
alegría de su amor que perdona y vuelve a acoger.
Queridos jóvenes, ¡recurrid
a menudo al Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación! Es el Sacramento de la
alegría reencontrada. Pedid al Espíritu Santo la luz para saber reconocer vuestro
pecado y la capacidad de pedir perdón a Dios acercándoos a este Sacramento con constancia,
serenidad y confianza. El Señor os abrirá siempre sus brazos, os purificará y os llenará
de su alegría: habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte (Cf.
Lc 15, 7).
6. La alegría en las pruebas Al final puede que quede
en nuestro corazón la pregunta de si es posible vivir de verdad con alegría incluso
en medio de tantas pruebas de la vida, especialmente las más dolorosas y misteriosas;
de si seguir al Señor y fiarse de Él da siempre la felicidad.
La respuesta
nos la pueden dar algunas experiencias de jóvenes como vosotros que han encontrado
precisamente en Cristo la luz que permite dar fuerza y esperanza, también en medio
de situaciones muy difíciles. El beato Pier Giorgio Frassati (1901-1925) experimentó
tantas pruebas en su breve existencia; una de ellas concernía su vida sentimental,
que le había herido profundamente. Precisamente en esta situación, escribió a su hermana:
«Tú me preguntas si soy alegre; y ¿cómo no podría serlo? Mientras la fe me de la fuerza
estaré siempre alegre. Un católico no puede por menos de ser alegre... El fin para
el cual hemos sido creados nos indica el camino que, aunque esté sembrado de espinas,
no es un camino triste, es alegre incluso también a través del dolor» (Carta a la
hermana Luciana, Turín, 14 febrero 1925). Y el beato Juan Pablo II, al presentarlo
como modelo, dijo de él: «Era un joven de una alegría contagiosa, una alegría que
superaba también tantas dificultades de su vida» (Discurso a los jóvenes, Turín, 13
abril 1980).
Más cercana a nosotros, la joven Chiara Badano (1971-1990), recientemente
beatificada, experimentó cómo el dolor puede ser transfigurado por el amor y estar
habitado por la alegría. A la edad de 18 años, en un momento en el que el cáncer le
hacía sufrir de modo particular, rezó al Espíritu Santo para que intercediera por
los jóvenes de su Movimiento. Además de su curación, pidió a Dios que iluminara con
su Espíritu a todos aquellos jóvenes, que les diera la sabiduría y la luz: «Fue un
momento de Dios: sufría mucho físicamente, pero el alma cantaba» (Carta a Chiara Lubich,
Sassello, 20 de diciembre de 1989). La clave de su paz y alegría era la plena confianza
en el Señor y la aceptación de la enfermedad como misteriosa expresión de su voluntad
para su bien y el de los demás. A menudo repetía: «Jesús, si tú lo quieres, yo también
lo quiero».
Son dos sencillos testimonios, entre otros muchos, que muestran
cómo el cristiano auténtico no está nunca desesperado o triste, incluso ante las pruebas
más duras, y muestran que la alegría cristiana no es una huída de la realidad, sino
una fuerza sobrenatural para hacer frente y vivir las dificultades cotidianas. Sabemos
que Cristo crucificado y resucitado está con nosotros, es el amigo siempre fiel. Cuando
participamos en sus sufrimientos, participamos también en su alegría. Con Él y en
Él, el sufrimiento se transforma en amor. Y ahí se encuentra la alegría (Cf. Col 1,24).
7. Testigos
de la alegría Queridos amigos, para concluir quisiera alentaros a ser misioneros
de la alegría. No se puede ser feliz si los demás no lo son. Por ello, hay que compartir
la alegría. Id a contar a los demás jóvenes vuestra alegría de haber encontrado aquel
tesoro precioso que es Jesús mismo. No podemos conservar para nosotros la alegría
de la fe; para que ésta pueda permanecer en nosotros, tenemos que transmitirla. San
Juan afirma: «Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión
con nosotros… Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo» (1Jn
1, 3-4).
A veces se presenta una imagen del Cristianismo como una propuesta
de vida que oprime nuestra libertad, que va contra nuestro deseo de felicidad y alegría.
Pero esto no corresponde a la verdad. Los cristianos son hombres y mujeres verdaderamente
felices, porque saben que nunca están solos, sino que siempre están sostenidos por
las manos de Dios. Sobre todo vosotros, jóvenes discípulos de Cristo, tenéis la tarea
de mostrar al mundo que la fe trae una felicidad y alegría verdadera, plena y duradera.
Y si el modo de vivir de los cristianos parece a veces cansado y aburrido, entonces
sed vosotros los primeros en dar testimonio del rostro alegre y feliz de la fe. El
Evangelio es la «buena noticia» de que Dios nos ama y que cada uno de nosotros es
importante para Él. Mostrad al mundo que esto de verdad es así.
Por lo tanto,
sed misioneros entusiasmados de la nueva evangelización. Llevad a los que sufren,
a los que están buscando, la alegría que Jesús quiere regalar. Llevadla a vuestras
familias, a vuestras escuelas y universidades, a vuestros lugares de trabajo y a vuestros
grupos de amigos, allí donde vivís. Veréis que es contagiosa. Y recibiréis el ciento
por uno: la alegría de la salvación para vosotros mismos, la alegría de ver la Misericordia
de Dios que obra en los corazones. En el día de vuestro encuentro definitivo con el
Señor, Él podrá deciros: «¡Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor!» (Mt
25, 21).
Que la Virgen María os acompañe en este camino. Ella acogió al Señor
dentro de sí y lo anunció con un canto de alabanza y alegría, el Magníficat:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador»
(Lc 1, 46-47). María respondió plenamente al amor de Dios dedicando a Él su
vida en un servicio humilde y total. Es llamada «causa de nuestra alegría» porque
nos ha dado a Jesús. Que Ella os introduzca en aquella alegría que nadie os podrá
quitar.