(RV).- El Santo Padre Benedicto XVI ya se encuentra en América Latina, concretamente
en León Guanajuato, México, a donde llegó a las cuatro y media de la tarde, hora local.
Durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto internacional de Guanajuato el
Papa fue recibido por el Presidente de la República, y demás personalidades de la
Iglesia junto a diversas autoridades civiles y religiosas, a quienes, al pronunciar
sus primeras palabras, dijo:
(Audio) Amado pueblo de
Guanajuato y de México entero Me siento muy feliz de estar aquí, y doy
gracias a Dios por haberme permitido realizar el deseo, guardado en mi corazón desde
hace mucho tiempo, de poder confirmar en la fe al Pueblo de Dios de esta gran nación
en su propia tierra. Es proverbial el fervor del pueblo mexicano con el Sucesor de
Pedro, que lo tiene siempre muy presente en su oración. Lo digo en este lugar, considerado
el centro geográfico de su territorio, al cual ya quiso venir desde su primer viaje
mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II. Al no poder hacerlo, dejó en aquella
ocasión un mensaje de aliento y bendición cuando sobrevolaba su espacio aéreo. Hoy
me siento dichoso de hacerme eco de sus palabras, en suelo firme y entre ustedes:
Agradezco ― decía en su mensaje ― el afecto al Papa y la fidelidad al
Señor de los fieles del Bajío y de Guanajuato. Que Dios les acompañe siempre
(cf. Telegrama, 30 enero 1979).
Con este recuerdo entrañable, el Santo
Padre dio las gracias al Presidente mexicano, por su cálido recibimiento, y saludó
con deferencia a su distinguida esposa y demás autoridades que han querido honrarlo
con su presencia. Un saludo muy especial lo dirigió a Monseñor José Guadalupe Martín
Rábago, Arzobispo de León, así como a Monseñor Carlos Aguiar Retes, Arzobispo de Tlalnepantla,
y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal Latinoamericano.
“Con esta breve visita –explicó el Papa– deseo estrechar las manos de todos
los mexicanos y abarcar a las naciones y pueblos latinoamericanos, bien representados
aquí por tantos obispos, precisamente en este lugar en el que el majestuoso monumento
a Cristo Rey, en el cerro del Cubilete, da muestra de la raigambre de la fe católica
entre los mexicanos, que se acogen a su constante bendición en todas sus vicisitudes.
Al destacar que la mayoría de los pueblos latinoamericanos han conmemorado
el bicentenario de su independencia, o lo están haciendo en estos años, Su Santidad
afirmó que “muchas han sido las celebraciones religiosas para dar gracias a Dios por
este momento tan importante y significativo. Y en ellas, como se hizo en la Santa
Misa en la Basílica de San Pedro, en Roma, en la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe,
se invocó con fervor a María Santísima, que hizo ver con dulzura cómo el Señor ama
a todos y se entregó por ellos sin distinciones.
Tras recordar que Nuestra
Madre del cielo ha seguido velando por la fe de sus hijos también en la formación
de estas naciones, y lo sigue haciendo hoy ante los nuevos desafíos que se les presentan,
Benedicto XVI añadió:
(Audio) Vengo como peregrino
de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo confirmar en la fe a los creyentes
en Cristo, afianzarlos en ella y animarlos a revitalizarla con la escucha de la Palabra
de Dios, los sacramentos y la coherencia de vida. Así podrán compartirla con los demás,
como misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la sociedad, contribuyendo a
una convivencia respetuosa y pacífica, basada en la inigualable dignidad de toda persona
humana, creada por Dios, y que ningún poder tiene derecho a olvidar o despreciar.
Esta dignidad se expresa de manera eminente en el derecho fundamental a la libertad
religiosa, en su genuino sentido y en su plena integridad.
El Santo Padre,
“como peregrino de la esperanza”, les dijo a todos con san Pablo: «No se entristezcan
como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4,13). Porque “la confianza en Dios ofrece
la certeza de encontrarlo, de recibir su gracia, y en ello se basa la esperanza de
quien cree:
(Audio) Y, sabiendo esto,
se esfuerza en transformar también las estructuras y acontecimientos presentes poco
gratos, que parecen inconmovibles e insuperables, ayudando a quien no encuentra en
la vida sentido ni porvenir. Sí, la esperanza cambia la existencia concreta de cada
hombre y cada mujer de manera real (cf. Spe salvi, 2). La esperanza apunta a «un cielo
nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), tratando de ir haciendo palpable ya ahora algunos
de sus reflejos.
Además, prosiguió diciendo el Papa durante la ceremonia
de bienvenida, cuando la esperanza “arraiga en un pueblo, cuando se comparte, se difunde
como la luz que despeja las tinieblas que ofuscan y atenazan. Este país, este Continente,
está llamado a vivir la esperanza en Dios como una convicción profunda, convirtiéndola
en una actitud del corazón y en un compromiso concreto de caminar juntos hacia un
mundo mejor. Como ya dije en Roma, «continúen avanzando sin desfallecer en la construcción
de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión
de la justicia» (Homilía en la solemnidad de Nuestra Señor de Guadalupe, Roma, 12
diciembre 2011).
(Audio) Junto a la
fe y la esperanza, el creyente en Cristo, y la Iglesia en su conjunto, vive y practica
la caridad como elemento esencial de su misión. En su acepción primera, la caridad
«es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada
situación» (Deus caritas est, 31,a), como es socorrer a los que padecen hambre, carecen
de cobijo, están enfermos o necesitados en algún aspecto de su existencia. Nadie queda
excluido por su origen o creencias de esta misión de la Iglesia, que no entra en competencia
con otras iniciativas privadas o públicas, es más, ella colabora gustosa con quienes
persiguen estos mismos fines. Tampoco pretende otra cosa que hacer de manera desinteresada
y respetuosa el bien al menesteroso, a quien tantas veces lo que más le falta es precisamente
una muestra de amor auténtico.
Por último, dirigiéndose al Presidente de
México y a los “amigos todos”, el Papa Benedicto XVI les dijo que durante estos días
pedirá “encarecidamente al Señor y a la Virgen de Guadalupe por este pueblo, para
que haga honor a la fe recibida y a sus mejores tradiciones”; y al afirmar que rezará
“especialmente por quienes más lo precisan, particularmente por los que sufren a causa
de antiguas y nuevas rivalidades, resentimientos y formas de violencia, el Obispo
de Roma dijo:
(Audio) Ya sé que estoy
en un país orgulloso de su hospitalidad y deseoso de que nadie se sienta extraño en
su tierra. Lo sé, lo sabía ya, pero ahora lo veo y lo siento muy dentro del corazón.
Espero con toda mi alma que lo sientan también tantos mexicanos que viven fuera de
su patria natal, pero que nunca la olvidan y desean verla crecer en la concordia y
en un auténtico desarrollo integral. Muchas gracias. (María Fernanda Bernasconi
- RV).
Texto y audio completo del primer discurso del Santo Padre
(Audio)
Excelentísimo
Señor Presidente de la República, Señores Cardenales, Venerados
hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio, Distinguidas autoridades, Amado
pueblo de Guanajuato y de México entero
Me siento muy feliz de estar
aquí, y doy gracias a Dios por haberme permitido realizar el deseo, guardado en mi
corazón desde hace mucho tiempo, de poder confirmar en la fe al Pueblo de Dios de
esta gran nación en su propia tierra. Es proverbial el fervor del pueblo mexicano
con el Sucesor de Pedro, que lo tiene siempre muy presente en su oración. Lo digo
en este lugar, considerado el centro geográfico de su territorio, al cual ya quiso
venir desde su primer viaje mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II. Al no
poder hacerlo, dejó en aquella ocasión un mensaje de aliento y bendición cuando sobrevolaba
su espacio aéreo. Hoy me siento dichoso de hacerme eco de sus palabras, en suelo firme
y entre ustedes: Agradezco ― decía en su mensaje ― el afecto
al Papa y la fidelidad al Señor de los fieles del Bajío y de Guanajuato. Que
Dios les acompañe siempre (cf. Telegrama, 30 enero 1979).
Con este
recuerdo entrañable, le doy las gracias, Señor Presidente, por su cálido recibimiento,
y saludo con deferencia a su distinguida esposa y demás autoridades que han querido
honrarme con su presencia. Un saludo muy especial a Monseñor José Guadalupe Martín
Rábago, Arzobispo de León, así como a Monseñor Carlos Aguiar Retes, Arzobispo de Tlalnepantla,
y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal Latinoamericano.
Con esta breve visita, deseo estrechar las manos de todos los mexicanos y abarcar
a las naciones y pueblos latinoamericanos, bien representados aquí por tantos obispos,
precisamente en este lugar en el que el majestuoso monumento a Cristo Rey, en el cerro
del Cubilete, da muestra de la raigambre de la fe católica entre los mexicanos, que
se acogen a su constante bendición en todas sus vicisitudes.
México,
y la mayoría de los pueblos latinoamericanos, han conmemorado el bicentenario de su
independencia, o lo están haciendo en estos años. Muchas han sido las celebraciones
religiosas para dar gracias a Dios por este momento tan importante y significativo.
Y en ellas, como se hizo en la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, en Roma, en
la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, se invocó con fervor a María Santísima,
que hizo ver con dulzura cómo el Señor ama a todos y se entregó por ellos sin distinciones.
Nuestra Madre del cielo ha seguido velando por la fe de sus hijos también en la formación
de estas naciones, y lo sigue haciendo hoy ante los nuevos desafíos que se les presentan.
Vengo
como peregrino de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo confirmar en la fe
a los creyentes en Cristo, afianzarlos en ella y animarlos a revitalizarla con la
escucha de la Palabra de Dios, los sacramentos y la coherencia de vida. Así podrán
compartirla con los demás, como misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la
sociedad, contribuyendo a una convivencia respetuosa y pacífica, basada en la inigualable
dignidad de toda persona humana, creada por Dios, y que ningún poder tiene derecho
a olvidar o despreciar. Esta dignidad se expresa de manera eminente en el derecho
fundamental a la libertad religiosa, en su genuino sentido y en su plena integridad.
Como
peregrino de la esperanza, les digo con san Pablo: «No se entristezcan como los que
no tienen esperanza» (1 Ts 4,13). La confianza en Dios ofrece la certeza de encontrarlo,
de recibir su gracia, y en ello se basa la esperanza de quien cree. Y, sabiendo esto,
se esfuerza en transformar también las estructuras y acontecimientos presentes poco
gratos, que parecen inconmovibles e insuperables, ayudando a quien no encuentra en
la vida sentido ni porvenir. Sí, la esperanza cambia la existencia concreta de cada
hombre y cada mujer de manera real (cf. Spe salvi, 2). La esperanza apunta a «un cielo
nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), tratando de ir haciendo palpable ya ahora algunos
de sus reflejos. Además, cuando arraiga en un pueblo, cuando se comparte, se difunde
como la luz que despeja las tinieblas que ofuscan y atenazan. Este país, este Continente,
está llamado a vivir la esperanza en Dios como una convicción profunda, convirtiéndola
en una actitud del corazón y en un compromiso concreto de caminar juntos hacia un
mundo mejor. Como ya dije en Roma, «continúen avanzando sin desfallecer en la construcción
de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión
de la justicia» (Homilía en la solemnidad de Nuestra Señor de Guadalupe, Roma, 12
diciembre 2011).
Junto a la fe y la esperanza, el creyente en Cristo,
y la Iglesia en su conjunto, vive y practica la caridad como elemento esencial de
su misión. En su acepción primera, la caridad «es ante todo y simplemente la respuesta
a una necesidad inmediata en una determinada situación» (Deus caritas est, 31,a),
como es socorrer a los que padecen hambre, carecen de cobijo, están enfermos o necesitados
en algún aspecto de su existencia. Nadie queda excluido por su origen o creencias
de esta misión de la Iglesia, que no entra en competencia con otras iniciativas privadas
o públicas, es más, ella colabora gustosa con quienes persiguen estos mismos fines.
Tampoco pretende otra cosa que hacer de manera desinteresada y respetuosa el bien
al menesteroso, a quien tantas veces lo que más le falta es precisamente una muestra
de amor auténtico.
Señor Presidente, amigos todos: en estos días pediré
encarecidamente al Señor y a la Virgen de Guadalupe por este pueblo, para que haga
honor a la fe recibida y a sus mejores tradiciones; y rezaré especialmente por quienes
más lo precisan, particularmente por los que sufren a causa de antiguas y nuevas rivalidades,
resentimientos y formas de violencia. Ya sé que estoy en un país orgulloso de su hospitalidad
y deseoso de que nadie se sienta extraño en su tierra. Lo sé, lo sabía ya, pero ahora
lo veo y lo siento muy dentro del corazón. Espero con toda mi alma que lo sientan
también tantos mexicanos que viven fuera de su patria natal, pero que nunca la olvidan
y desean verla crecer en la concordia y en un auténtico desarrollo integral. Muchas
gracias.